jueves, 17 de octubre de 2019

«Desde el abismo de mi nada»... Un pequeño pensamiento para hoy


En los sublimes versos del salmo 129 [130], se evidencia una joya literaria extraordinaria de acatamiento al Padre celestial por parte del autor sagrado, que nos hace ver que se necesita un corazón totalmente contristo y humillado para que la acción del Rey de reyes y Señor de señores pueda hacerse evidente en las vidas de cada uno de los hijos que realmente se encuentran arrepentidos de sus pecados y convencidos de que Dios siempre estará al servicio de quien desee recibirlo. Esto nos lleva a comprender que a pesar de que nuestra humana nos lleva muchas veces a fallarle de una y mil formas, mientras estemos cimentados en Él nada nos separará de su amor, su gloria y gracia en nuestras vidas. Si el Señor conservara el recuerdo de nuestras culpas ¿quién resistiría ante Él? Pero el Señor está lleno de amor y de misericordia hacia nosotros. Él jamás dará marcha atrás en el amor que nos tiene. Y sin importar qué lejos se hayan ido sus hijos, Él sale a buscarlos para ofrecerles su perdón, su vida y su paz. Y esta búsqueda del pecador se ha concretizado en la Encarnación del Hijo de Dios, por cuya sangre hemos sido perdonados y reconciliados con Dios. 

Este salmo, que el autor sagrado pone en su propio corazón o en el de alguien que está atravesando una grave situación y por eso clama al Señor dirigiéndole la súplica: «Señor, escucha mi clamor; que estén atentos tus oídos a mi voz suplicante», puede estar también perfectamente en nuestro corazón y en el de cada uno de los De la súplica pasa a la confianza, invitando a todo Israel a participar de este horizonte de los discípulos–misioneros de Cristo que caminamos por este mundo con la esperanza de ser —a pesar de nuestra miseria— escuchados por Dios. Desde siempre este salmo se ha conocido como el «De profundis» y se ha considerado como un espléndido himno a la misericordia y al perdón divino. Es uno de los salmos que nos son más familiares, porque es de los más usados, amados y estudiados. Y, como alguien dijo por ahí, «el más bello grito de esperanza salido del corazón humano». El autor sagrado quiere mostrar un rostro distinto de Dios, un rostro que muchos, en su tiempo, no conocían, pues se movían ante Dios solamente por miedo. El escritor sagrado, inspirado por el mismo Dios nos muestra el rostro de la misericordia divina. 

El Evangelio de hoy sigue con «los ayes» de Jesús (Lc 11,47-54), esta serie de lamentaciones de Jesús. El mundo de hoy está hoy necesitando que los discípulos–misioneros de Cristo seamos como Él. Hombres y mujeres que sepan hablar con valentía, que tengan el coraje de anunciar el Reino y de denunciar aquello que se opone a éste. No es nada fácil, pues la suerte del profeta siempre será muchas veces la misma: el desprecio, el descrédito, incluso la misma muerte. Sin embargo, ¿cómo podemos quedarnos callados cuando vemos que nuestro mundo va caminando a la oscuridad; cuando los valores morales van desapareciendo y cuando el cristianismo se ha hecho una rutina de domingo en lugar de una vida. Nuestro papel como Bautizados, como heraldos de la buena noticia del Evangelio nos lleva vivir y predicar con la verdad, aunque el hombre actual vuelve la vista y haga oídos sordos a la verdad. El camino de salvación —lo sabemos todos— se construye con vidas que crecen a porfía en el amor, en la fidelidad, en la entrega, en la justicia y que se hacen para muchos un «¡Ay de ustedes!» con la sola presencia y manifestación de una vida que desde lo hondo, desde el abismo de los propios pecados clamo al Señor. Hoy quiero terminar con una oración que hace el padre Carlos G. Vallés basado en el salmo responsorial de hoy: «Sea cual sea la oración que yo haga, Señor, quiero que vaya siempre precedida por este verso: «Desde lo hondo». Siempre que rezo voy en serio, Señor, y mi oración brota de lo más profundo de mi ser, de la realidad de mi experiencia y de la urgencia de mi salvación. Siempre que rezo, lo hago con toda mi alma, pongo toda mi fuerza en cada palabra, toda mi vida en cada petición. Conozco mi indignidad, Señor, conozco mi miseria, conozco mi pecado. Pero también conozco la prontitud de tu perdón y la generosidad de tu gracia, y eso me hace esperar tu visita con un deseo que me brota también de lo más profundo de mi ser. Observa mi interés, Señor, comprueba mi ansiedad. Te necesito como el centinela la aurora, como la tierra necesita el sol. Te necesito como el alma necesita a su Creador. Cuando rezo, rezo con toda mi alma, porque sé que tú lo eres todo para mí y que la oración es lo que me une a ti un vínculo existencial y diario». Que María Santísima nos ayude a acercarnos al Señor para orar desde el abismo de nuestra nada pidiendo que fieles en la escucha de su Palabra, seamos también fieles en la puesta en práctica de la misma, seguros de ir por el buen camino, por el camino de la verdad de Cristo y de su Iglesia, que es la misma verdad. ¡Bendecido jueves! 

Padre Alfredo.

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