A Nuestro Señor no hay manera de ocultarle nuestra fragilidad humana; ante Él quedan siempre expuestas todas las miserias, las debilidades y las traiciones de todos los habitantes de este mundo. Sin embargo, Él siempre se muestra misericordioso para con todos; y a pesar de que nosotros tomemos caminos equivocados en la vida, Él permanece fiel y sale a nuestro encuentro para ofrecernos su perdón, su bondad, su misericordia y su protección. Sólo espera de nosotros el que estemos dispuestos a recibir, a hacer nuestra su oferta de perdón y de salvación. Dios quiere, no sólo que comprendamos y aceptemos su amor hacia nosotros, sino que, aceptando su Vida en nosotros, dejemos que su Espíritu nos renueve de tal forma que en adelante nos convirtamos en testigos suyos y en constructores de su Reino. San Francisco de Asís, el santo que celebramos el día de hoy y que era, por así decir, el predilecto de mi padre, es una muestra de todo este proceso de encuentro de Dios con el hombre pecador al que llama siempre a la conversión. A la entrada de la casita de mi madre y en la parte final del jardín de atrás, han quedado como un recuerdo perenne de papá, dos pequeñas imágenes de San Francisco que el día de hoy parecen venir a mi encuentro para recordarme el cariño tan grande que papá tenía al Pobrecillo de Asís a quien Dios, por medio de Jesús, su Hijo muy amado, descubrió su brazo a la vista de aquella gente que le rodeaba y que a pesar de rezos y devociones no entendía nada de quién era el verdadero Dios y lo que quiere de nosotros.
El autor del salmo 78 [79], que es el salmo responsorial de hoy, nos recuerda que Dios escucha el clamor de sus pobres y está pronto a sus plegarias para librarlos de la muerte. Esto, unido al recuerdo de San Francisco y su especial momento de conversión, nos ayuda a entender que aún en medio de nuestras más grandes miserias, aún cuando hayamos vivido demasiado lejos del Señor, si volvemos a Él nuestra mirada y nuestro corazón, el Señor, que es rico en misericordia nos mostrará su bondad que nunca se acaba. Si nos dejamos alcanzar por Dios, Él nos purifica de nuestras maldades y nos reviste de su propio Hijo, de tal forma que no sólo participemos de sus bienes, sino que, bien calzados nuestros pies, dejamos que Él camine en nuestras sandalias y sentimos, como San Francisco, una gran necesidad de anunciar el Evangelio de la paz y de la misericordia que el Señor nos ha manifestado, y del cual quiere que participen los hombres de todos los lugares y tiempos. En el Evangelio de hoy (Lc 10,13-16), muy ad hoc con el tema, el autor sagrado consigna por escrito la preocupación de Jesús respecto a algunas de las ciudades de Galilea que habían sido objeto de su atención y en las que Él había predicado y realizado las obras del Padre. En ningún lugar como Corazín, Bet-Saida y Cafarnaúm había predicado y hecho milagros. La siembra había sido abundante, pero la cosecha no fue buena sino más bien muy pobre. ¡Ni Jesús pudo convencer a aquella gente llena de mundo...!
¡Qué misterio el de la libertad humana! Se le puede decir «no» a Dios... La Buena Nueva no se impone por la fuerza, tan sólo se ofrece y uno puede cerrarme a él; se le puede aceptar o rechazar. El Señor respeta totalmente la libertad. ¡Qué responsabilidad tan grande tiene el hombre! San Francisco descubrió esa responsabilidad y la vivió hasta el último momento e su existencia. Me viene ahora invocar a María Santísima y bajo su mirada, dejarme ver por el Padre, como se dejó ver Francisco y hacer mías una sencillas palabras del Santo de Asís en las que le habla al Señor al final de su vida y le dice: «Te ruego, pues, Señor mío Jesucristo, Padre de toda misericordia, que no te acuerdes de nuestras ingratitudes, sino ten presente la inagotable clemencia que has manifestado en [esta ciudad], para que sea siempre lugar y morada de los que de veras te conocen y glorifican tu nombre, bendito y gloriosísimo, por los siglos de los siglos. Amén» (Espejo de perfección, 124: FF, 1824). Dichas estas palabras —nos cuentan los mismos relatores de su vida—, los aprendices de San Francisco se lo llevaron a Santa María. Cumplidos los cuarenta años de edad, el día 4 de octubre de 1226 voló al encuentro de nuestro Señor Jesucristo, a quien amó de todo corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas, con vivísimo anhelo y afecto; a Él siguió perfectísimamente, tras Él corrió velozmente y, por fin, gloriosísimamente llegó a Él como esperamos llegar nosotros también. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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