El salmo 39 [40], es uno de esos salmos que nos animan a buscar la voluntad de Dios y a cumplirla, conscientes de que esto nos dará una alegría que será incomparable a cualquier otra cosa en este mundo. El escritor sagrado nos hace contemplar que, quien se goce en el Señor y le busque continuamente irá siempre por un buen camino, un camino que le llenará de alegría su corazón. No me parece que sea casualidad que hoy, que la Iglesia celebra a san Juan Pablo II aparezca este cántico de alegría. En un Ángelus del año 2003 el santo afirmaba: «Saber que Dios no está lejos, sino cercano; que no es indiferente, sino compasivo; que no es ajeno, sino un Padre misericordioso que nos sigue con cariño en el respeto de nuestra libertad: este es motivo de una alegría profunda que las cambiantes vicisitudes cotidianas no pueden arañar» (Ángelus del 14 de diciembre de 2003).
La victoria final de Dios sobre el poder del mal y la salvación que conseguirá Israel para todas las naciones se manifiesta en algunas palabras que expresa el autor sagrado en el que es el salmo responsorial de la Misa de este día. Los cristianos entendemos perfectamente que la verdadera alegría solo nos la podrá otorgar Cristo, el autor de nuestra Redención. A la luz de este salmo nos queda claro que, para salvarnos, es necesario abrir nuestros oídos a la voz de Dios seguros de que eso llenará de alegría nuestras vidas. Hoy en día, como lo he hecho notar en otras ocasiones, lo menos que vemos a nuestro alrededor es gente sonriendo. Pareciera que la gran mayoría —como dice el Papa Francisco— tienen cara de funeral, mostrando siempre un rostro adusto. El bautizado, que se sabe salvado por Cristo, debe estar siempre alegre, siempre feliz. Nada debe venir a robar el gozo de Dios, y no hablo de una alegría al estilo del mundo, que parece centrarla en momentitos pasajeros de unas carcajadas, en el compartir unas bebidas o en el burlarse de los más disminuidos. la Sagrada Escritura dice que «para el abatido, cada día acarrea dificultades; pero para el de corazón feliz, la vida es un banquete continuo» (Prov 15,15).
Este tiempo que vivimos, el de la Iglesia, exige una actitud que el Evangelio de hoy nos recuerda (Lc 12, 35-38): vigilar llenos de alegría al Señor que volverá. El discípulo no puede envolverse en un mundo de tristeza que no ve más allá que el consumo de bienes materiales que aparentemente dan la felicidad. Todo discípulo–misionero debe permanecer alerta siempre, siempre en tensión en una espera alegre. Sólo así el discípulo se asegura la acogida por parte de Jesús cuando vuelva. Sólo así se asegura la comunión con él en el gozo y en el amor. Sólo al siervo vigilante servirá el Señor (cf. Mt 25. 1-13; Lc 22. 27; Jn 13. 4-5). El gozo del Señor está ya entre nosotros como un adelanto todos los días de nuestra vida porque somos hijos de Dios y porque nos ha enviado a su Hijo que le da sentida a nuestro paso por este mundo. El discípulo–misionero que no ríe y no goza, no podrá estar en vigilante espera a la llegada del Señor; pero aquél que alaba y tiene gozo, que entiende lo que Dios ha hecho en su vid, estará siempre listo para la llegada del Redentor. Con razón san Pablo decía: «Estén siempre llenos de alegría en el Señor. Lo repito, ¡alégrense!» (Flp 4,4). Pidamos a la Santísima Virgen que ella nos ayude a estar preparados «con la túnica puesta y las lámparas encendidas». ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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