El salmo 68 [69] es un salmo muy extenso que está integrado por 37 versículos de los cuales la liturgia de hoy toma solamente la última parte, desde el 33 hasta el 37, para configurar el salmo responsorial. Siendo tan corto vale la pena que lo transcriba tal cual para meditarlo con calma: «Se alegrarán al ver al Señor los que sufren; quienes buscan a Dios tendrán más ánimo, porque el Señor jamás desoye al pobre ni olvida al que se encuentra encadenado... Ciertamente el Señor salvará a Sión, reconstruirá a Judá; la heredarán los hijos de sus siervos, quienes aman a Dios la habitarán». A la luz de este salmo, el autor sagrado comprende que la salvación prometida por Dios no es un engaño, pero también sabe que hay que esperar y trabajar avivando un gran deseo de la llegada del Salvador porque el tiempo, es de Dios. La esperanza, como ya he comentado alguna otra vez, es uno de los valores que más necesita el mundo hoy. El progreso técnico, logrado en estos últimos decenios, amenaza al hombre con ocupar el lugar que en tiempo pasado tenía la esperanza. Ofuscados por las victorias logradas en muchos campos científicos, muchos tienen la tentación de creer que la esperanza religiosa es algo efímero y pasado de moda.
Mucha gente, sobre todo de las nuevas generaciones, tiene la idea de que no necesita ni de Dios ni de nadie porque ve que todo lo puede conseguir con medios materiales que, en esta economía de consumo, están al alcance de todos, aunque la mayoría quede esclavizada a pagar algo toda su vida. Pero los hombres y mujeres de fe, bien sabemos que la era científica con tanto artilugio y armatoste, no ha resuelto, ni podrá resolver nunca ciertas fatalidades que pesan sobre la condición humana como la fragilidad afectiva, las nuevas dificultades relacionales entre generaciones y clases sociales alejadas entre sí por abismos cada vez más grandes, la angustia del anonimato y de la soledad en las grandes urbes, la inseguridad que crece cada día más y no se cuántas cosas más. Por eso resulta interesante la lectura y meditación de esta última parte del salmo 68 [69]). En estos últimos versículos la esperanza levanta la cabeza; el alma del salmista empieza ver un nuevo amanecer, y la alegría, como una nueva primavera resurge en su corazón y, en una reacción final, el salmista, olvidándose de sí, entrega palabras de aliento a todos, incluidos sobre todo los pobres y los humildes; y aterriza el salmo con una cosmovisión alentadora de salvación universal que abarca a todos y a todo. La Iglesia tiene el deber de ayudar al hombre a que conserve la esperanza. Realiza esta función cuando sus miembros denuncian la servidumbre del hombre a las potencias económicas y políticas de todos los confines y colaboran en la edificación de un universo simplemente materialista.
La Iglesia realiza esta función de dar esperanza cuando sus miembros liberan a sus hermanos de la adquisición de cosas innecesarias, de atavismos y hábitos malsanos, del legalismo y del montón de sacralizaciones ilusorias que ofrecen charlatanes y palabreros que invitan al mundo a poner su esperanza en donde está no está ni estará jamás. Es preciso que, como discípulos–misionero llenos de esperanza, colaboremos para curar las heridas de esta sociedad que, confundida, tropieza a cada rato y queda lastimada. Hacer «caer a Satanás del cielo», como dice el Evangelio de hoy (Lc 10,17-24), es ayudar a construir espacios más humanos que sean, a la vez, espacios de santificación; es luchar contra las segregaciones de todas clases, es suprimir las razones que motivan la autocracia, es saber que las estructuras políticas, sin la esperanza puesta en Dios son incapaces de resolver los problemas de la sociedad moderna (alojamiento, enseñanza, etc.), es rechazar las presiones que arrastran a los hombres al vicio y a la injusticia y sobre todo es mantener viva la esperanza en un mundo nuevo que con la ayuda de Dios nosotros mismos podemos construir desde esta tierra. La Virgen María es la llena de gracia, y por consecuencia es la que posee la plenitud de la esperanza. Estar cerca de ella es vivir dichoso. Entre sus diversas advocaciones está la de llamarla: «Madre de la Esperanza». Procuremos hoy, que es sábado, rezar con más esmero el Santo Rosario, y pidamos a Nuestra Señora, que con esperanza sepamos llevar a Dios a nuestros familiares y amigos, porque vivimos en un mundo que frecuentemente está triste porque va perdiendo la esperanza buscando la esperanza donde no está. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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