El salmo responsorial de este domingo (Sal 125 [126]) nos recuerda que a cautividad del pueblo hebreo en Babilonia es un hecho que terminó por la intervención de Dios, así como la mala vida de la mujer pecadora terminó por esa misma intervención divina. Cuando Dios hizo que los judíos regresaran a su tierra, se manifestó la alegría, se desató el contento y se reveló para el pueblo la dicha plena. Lo mismo sucedió al corazón de la mujer pecadora que, arrepentida, empieza una nueva vida. Los dos acontecimientos parecen un acto casi imposible de creer en una cultura como la nuestra, en donde lo que reina es el ataque, la condenación, la inmisericordia. La manifestación divina, al librar al pueblo del cautiverio, hizo que las naciones extranjeras reconocieran el favor divino de la misma manera que a los amigos de la pecadora les reveló el Señor el valor del volver a empezar. La metáfora, tanto del salmo como de este pasaje evangélico (Jn 8,1-11) es clara y muy propicia para estos días de cuaresma que son casi los últimos de este privilegiado tiempo litúrgico: la situación de sequía, de ausencia de vida y de posibilidades, no se puede remediar si no es desde el corazón misericordioso de nuestro Dios... «Como cambian los ríos la suerte del desierto, cambia también ahora nuestra suerte, Señor»
Y vaya que la suerte del pueblo cambió. Pero, la suerte de la mujer pecadora también cambió, como puede cambiar la nuestra en esta Cuaresma gracias a las prácticas propias este tiempo de la oración, el ayuno y la limosna. Aquel cambio para el pueblo, aquella restauración al igual que la del corazón de aquella mujer, no deben haber sido cosa fácil pero Dios está siempre de parte de quien tiene necesidad de restaurarse, de cambiar, de empezar algo nuevo. Pienso en las lágrimas de gozo de aquel pueblo al volver a su tierra para emprender una vida nueva y también en las lágrimas de la mujer pecadora al saberse perdonada y volver a empezar a vivir, pero estoy convencido de que las lágrimas no tienen la palabra final para la gente de fe, sino la alegría que se fundamenta en la esperanza y en la restauración. Como la mujer del evangelio y como el pueblo que regresa de la cautividad, también nosotros nos sentimos comprendidos y amados por Dios. Su mirada de amor se ha fijado en nosotros y por eso nos sentimos comprendidos y amados reencontrándonos con nosotros mismos, con nuestra miseria, con lo poco que somos y que solo Dios puede engrandecer para hacernos suyos. El Dios del cual nos habla la liturgia de hoy nos mira con amor, nos reanima interiormente, nos renueva a fondo, nos hace más humanos. Y ese Dios, ese Señor compasivo y misericordioso quiere que miremos así como él, con esa mirada de amor, de compasión de misericordia.
Con María, de camino hacia la Pascua, pidamos al Señor que nos ayude a mirar como él. Me encontré anoche por ahí algo sobre esta mirada que debemos tener, y lo adapto ahora a mi reflexión para orar pidiéndole al Señor que nos preste su mirada. Que nos ayude «a no dejarnos llevar por nuestros juicios, interesados, duros y excesivamente crueles. A observar, no tanto los aspectos negativos, cuanto la bondad y lo noble de los que nos rodean. A no conspirar ni levantar castillos en las ruinas sufrientes de tantos hermanos. A no señalar defectos e historias pasadas que, entre otras cosas, sólo sirven para causar sensación o daño. A ser prudentes como Cristo lo fue con aquella mujer, que adulterada en su vida, comenzó otra vida nueva ante tu forma de mirarle y corregirle. A ver el lado bueno de las personas. A no recrearnos con el sufrimiento ajeno. A no ser altavoces de calumnias y mentiras. A no jugar a ser jueces. A no manipular ni airear las cruces de las personas que las soportan. A no enjuiciar ni condenar los defectos de tantos próximos a nuestras vidas. A no hacer burlas de los que están hundidos en sus miserias. Para que, frente a la mentira, reine la verdad. Para que, frente a la condena, brille su misericordia. Para que, frente a la burla, salga la comprensión Para que, frente a la humillación, despunte la bondad» y lleguemos a la Pascua con ojos nuevos. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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