miércoles, 10 de abril de 2019

«EL VALOR DEL SILENCIO EN NUESTRAS VIDAS»... Un tema para retiro


La mayoría de los problemas y complicaciones que los seres humanos tenemos en la vida están rodeados generalmente de un entorno de mucho ruido y, como es lógico, el ruido se da principalmente en las grandes ciudades. Vivimos sumergidos en ambientes de charlatanería, liviandad y estridencias con una bulla que nos acompaña la mayor parte del día entre el ruido de la calle, los medios de comunicación, la familia, el ámbito laboral, etc. Escasos son los que en medio del ruido que nos rodea saben cuándo hablar y cuándo callar; raros los que saben usar los silencios; pocos los que se atienen a las reglas de cortesía necesarias en una buena conversación, diálogo, convivencias o debates. Pocas veces se tiene en cuenta el valor del silencio para una escucha considerada y activa. La gente no sabe disfrutar del silencio, que es algo que no tiene precio, sin embargo, son muchos los que están dispuestos a gastar para escuchar ruidos molestos. Nosotros, como creyentes, como hombres y mujeres de fe, sabemos que el silencio es una bendición, un bálsamo y comprendemos que el silencio no dificulta el habla, sino que la hace posible. 

El silencio es la antítesis de la palabra, sin embargo, debido a la gran importancia que tiene en la comunicación humana, hace que habla y silencio sean complementarios. Las cosas superficiales son ruidosas para destacarse porque están vacías de contenido, a diferencia de lo que es esencial y verdadero, que puede permanecer perfectamente en el silencio. Hasta la naturaleza tiene silencios que son sagrados, cuando parece que hasta los pájaros dejan de cantar y la brisa deja de soplar para no quebrantar el silencio de Dios. El silencio predispone a la calma y a la reflexión. Nuestras celebraciones litúrgicas, en nuestros templos, necesitan del silencio, porque solamente en el silencio está lo sagrado, en el espacio entre los pensamientos; en nuestra interioridad, en la eternidad y el ser verdadero. Por eso la celebración de la Misa, debe estar marcada por momentos de silencio que van mucho más allá de los cantos estridentes, aplausos y expresiones que corren el riesgo de quedarse en la superficie sin penetrar el alma. La música se expresa en función del silencio que la precede y en los momentos de mayor dramatismo, es más elocuente el silencio, que la música. El silencio es piadoso, ordenado y misericordioso. El silencio es la mejor plegaria, el mejor camino hacia el autoconocimiento, la vía recta a la divinidad. El ruido caótico define a una civilización y a su gente como desordenada, salvaje y turbulenta, con individuos no tienen ninguna consideración hacia el otro.

El silencio, por lo tanto, no es renuncia, sino contención, pausa y reflexión. El silencio es prudencia, elocuencia y escucha. Hay silencios que dicen más que mil palabras. Hay silencios que gritan, que consienten, que censuran, que claman, que duelen... El lenguaje nuestro debe ser siempre palabra y silencio. La Sagrada Escritura nos lo dice cuando afirma: «Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar» (Ecl 3,7). Hay una dinámica de la palabra y del silencio, que marca la vida de todo discípulo–misionero de Cristo porque el Señor Jesús así fue llevando su vida. El silencio tiene la capacidad de abrir en la profundidad de nuestro ser un espacio interior, para que Dios habite, para que permanezca su mensaje, y nuestro amor por Él penetre la mente, el corazón, y aliente toda nuestra existencia. Con frecuencia, los Evangelios nos presentan al Señor que se retira solo y en silencio a un lugar apartado para orar. El silencio es el elemento fundamental para que la mente analice los problemas y busque la solución a ellos. El silencio además, junto al tiempo, es una excelente cura para las heridas del alma. Allí donde ese sufrimiento parece interminable, el silencio prepara el camino para la reflexión, el análisis inteligente y el enfoque correcto para una vida con paz mental. Es por ello que se puede afirmar que el silencio es el principio fundamental de la oración cristiana, que hace, de esos momentos, un encuentro profundo y sincero con el Señor.

Santa Teresa de Calcuta afirma que no podemos entrar inmediatamente en la presencia de Dios, sino a condición de que hagamos la experiencia de un silencio interior y exterior. Por eso, dice la santa madre, hemos de adoptar como propósito especial el silencio de la mente, de los ojos y de la boca. El silencio de la boca para hablar con Cristo, que siente amor especial por esa virtud. El silencio de los ojos, que nos ayudará siempre a ver a Dios, porque los ojos son como dos ventanas a través de las cuales Cristo y el mundo penetran en nuestro corazón. El silencio de la mente, que nos asemeja a la Virgen María, que conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. ¡No podríamos encontrar un argumento mejor para convencernos de la necesidad de silencio! Creo que así —dice la Madre Teresa— el camino hacia una más profunda unión con Dios se hace clarísimo.

En el silencio hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una forma de expresión particularmente intensa. Si nos dejamos guiar por el libro más antiguo de oración: los Salmos bíblicos; encontraremos en ellos dos formas diversas de oración. Por un lado la lamentación y la llamada de auxilio, por otra el agradecimiento y la alabanza. Pero también destaca el silencio, como el Salmo 27 «Mantengo mi alma en paz y en silencio… Pon tu esperanza en el Señor, ahora y por siempre» o el 131, que no es más que calma y confianza y que hace exclamar al salmista: «Acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre.» La oración entonces no siempre necesita palabras, quizá ni reflexiones y mucho menos gritos estridentes, que de esos, ya bastante hay en la ruidosa sociedad en que vivimos. San Juan Pablo II afirmó que las numerosas oportunidades de relación y de información que ofrece la sociedad moderna corren el riesgo en ocasiones de quitar espacio al recogimiento, hasta hacer que las personas sean incapaces de reflexionar y rezar. «En realidad —nos dice san Juan Pablo— sólo en el silencio el hombre logra escuchar en lo íntimo de la conciencia la voz de Dios, que verdaderamente le hace libre». Así que «hay que buscarnos espacios para redescubrir y cultivar esta indispensable dimensión interior de la existencia humana» —nos recuerda el santo Papa—. «Uno de los límites de una sociedad tan condicionada por la tecnología y los medios de comunicación es que el silencio se hace cada vez más difícil», observa san Juan Pablo II (Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, 31).

Por eso alcanzar el silencio no es nada fácil y menos del silencio interior. La agitación de nuestros pensamientos está a veces en una tempestad como la que sacudió la barca de los discípulos en el mar de Galilea cuando Jesús dormía (Mt 8,23-24). También a nosotros nos ocurre estar perdidos, angustiados, incapaces de apaciguarnos a nosotros mismos. Pero también Cristo es capaz de venir en nuestra ayuda. Así como amenazó el viento y el mar y «sobrevino una gran calma», él puede también calmar nuestro corazón cuando éste se encuentra agitado por el miedo y las preocupaciones (Mc 4,19). Se puede afirmar que hay tanta variedad de silencios como de palabras, y que no todos los silencios significan lo mismo ni trasmiten lo mismo; a veces son incluso diametralmente opuestos. Para muchos «el silencio consiste simplemente en la ausencia de ruido y de palabras; pero la realidad es mucho más compleja» (Robert Sarah, “La fuerza del silencio”, Madrid 2017, p. 220). A veces permanecemos en silencio, pero solo por fuera, porque en nuestro interior discutimos fuertemente, confrontándonos con nuestros interlocutores imaginarios o luchando con nosotros mismos. Mantener nuestra alma en paz alcanzar el silencio interior con una cierta sencillez: «No pretendo grandezas que superan mi capacidad» dice el salmista (Sal 131). 

Lograr el silencio interior implica reconocer que mis preocupaciones no pueden mucho. El «silencio interior» es, pudiéramos decir —sobre todo yo que me encanta la música—, como la batuta del director de orquesta, que va dando entrada a cada instrumento en el momento adecuado, atempera los más enérgicos y anima a los más delicados, de manera que se produzca el «concierto»: una pieza única y armónica que responda a los sentimientos que el compositor pretendía transmitir. Hacer silencio interior es dejar a Dios lo que está fuera de mi alcance y de mis capacidades. Un momento de silencio, incluso muy breve, es como un descanso sabático, una santa parada, una tregua respecto a las preocupaciones. El silencio interior es a menudo el «lugar» en el que Dios nos espera: para que logremos escucharle a Él, en vez de escuchar el ruido de nuestra propia voz. Santa María Faustina Kowalska apunta en su diario que «el silencio es una espada en la lucha espiritual; un alma habladora —anota sor Faustina— no alcanzará la santidad. Esta espada del silencio cortará todo lo que quiera pegarse al alma. Somos sensibles a las palabras y queremos responder de inmediato, sensibles, sin reparar si es la voluntad de Dios que hablemos. El alma silenciosa es fuerte; ninguna contrariedad le hará daño si persevera en el silencio. El alma silenciosa es capaz de la más profunda unión con Dios; vive casi siempre bajo la inspiración del Espíritu Santo. En el alma silenciosa Dios obra sin obstáculos» (Diario, Nº477).

El silencio, como he dicho ya, es muchas veces el más elocuente de los gritos. La misma Santa Faustina cuenta: «Cuando me enviaron para un tratamiento a la casa de Plock, tuve la suerte de adornar con flores la capilla… La Hermana Tecla no siempre tenía tiempo, pues a menudo yo sola adornaba la capilla. Un día recogí las más bellas rosas para adornar la habitación de cierta persona. Al acercarme al pórtico, vi al Señor Jesús que estaba de pie en ese pórtico y me preguntó amablemente: —Hija Mía, ¿a quién llevas estas flores? —Mi silencio fue la respuesta al Señor, porque en aquel momento me di cuenta de que tenía un sutil apego a esa persona de lo que antes no me daba cuenta. Jesús desapareció en seguida. En el mismo instante tiré las flores al suelo y fui delante del Santísimo Sacramento con el corazón lleno de agradecimiento por la gracia de haberme conocido a mi misma». Al hacer silencio, ponemos nuestra esperanza en Dios que nos habla, que nos cuestiona, que nos corrige. El salmo 65 sugiere que el silencio es también una forma de alabanza. El primer versículo del salmo 65 que en la versión griega que nosotros seguimos dice: «Oh Dios, tú mereces un himno en Sión», en la versión hebrea dice: «Para ti, oh Dios, el silencio es alabanza en Sión». Cuando cesan las palabras y los pensamientos, Dios es alabado en el asombro silencioso y la admiración.

Cuando la palabra de Dios se hace «voz de fino silencio», es más eficaz que nunca para cambiar nuestros corazones. En el monte Sinaí, Dios habló a Moisés y a los israelitas. Truenos, relámpagos y un sonido te trompeta cada vez más fuerte precedía y acompañaba la Palabra de Dios (Ex 19). Siglos más tarde, el profeta Elías regresa a esa misma montaña de Dios y vuelve a vivir la experiencia de sus ancestros: huracán, terremoto y fuego, y se encuentra listo para escuchar a Dios en el trueno. Pero el Señor no se encuentra en los fenómenos tradicionales de su poder. Cuando cesa el ruido, Elías oye «un suave murmullo», «un silbo apacible y delicado», «una suave brisa», «un sonido suave y delicado», «un susurro silencioso» y es entonces cuando Dios le habla. (cf. 1 Re 19,12). La versión griega de los Setenta y la Vulgata han traducido de todas estas maneras, probablemente para evitar la aparente contradicción entre ruido o voz, de una parte, y silencio, de otra. Pero lo que significa la palabra hebrea «demama» es precisamente «silencio». El huracán del monte Sinaí resquebrajaba las rocas, pero la palabra silenciosa de Dios es capaz de romper los corazones de piedra. Para el propio Elías, el súbito silencio era probablemente más temible que el huracán y el trueno. Las manifestaciones poderosas de Dios le eran, en cierto sentido, familiares. Es el silencio de Dios lo que le desconcierta, pues resulta tan diferente a todo lo que Elías conocía hasta entonces. En el silencio, la palabra de Dios puede alcanzar los rincones más ocultos de nuestro corazón. En el silencio, la palabra de Dios es «más cortante que una espada de doble filo: penetra hasta la división del alma y del espíritu.» (Hb 4,12). Al hacer silencio, dejamos de escondernos ante Dios y la luz de Cristo puede alcanzar y curar y transformar incluso aquello de lo que tenemos vergüenza. 

Necesitamos abrirnos al silencio de Dios, porque tenemos necesidad de silencio para acoger al Señor. La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento escribe: «El misterio de la encarnación del Verbo se realiza en el silencio, como todas las cosas de Dios, pero el Padre, con su mudo lenguaje, dejando descender sobre todas las obras de su creación un destello de su divinidad, parece decirnos en cada una de ellas: Yo te he dado mi Verbo, mi Palabra increada, mi amor esencial; toda la naturaleza lo proclama a voces; y con Él, te doy su Madre, la Madre purísima del Hijo, mi amadísima Hija, la purísima entre todas las criaturas salidas de mis manos creadoras» (Notas Íntimas). Silenciosos y pobres, nuestros corazones quieren ser conquistados por el Divino Verbo, De manera humilde pero cierta, el silencio nos conduce a amarle y hacerle amar el mundo entero. La beata Madre escribe en una de sus cartas: «Tengo hambre y sed de estar callada, y esto hace mucho bien a mi alma» (Carta colectiva desde Gardena, California, el 3 de agosto de 1961). Y solía decir: «El mayor atractivo de mi alma es la contemplación callada, silenciosa (Ejercicios Espirituales de 1950).

«El silencio custodia el misterio», dice el Papa Francisco (Homilía en Santa Marta, 20-XII-2013), el misterio de Dios. Y los espacios de oración nos invitan a entrar en este silencio si queremos encontrarle. En este tiempo de tanto ruido, como empecé diciendo en esta reflexión, María santísima se hace para nosotros modelo perfecto de escucha de Dios, que habla al corazón humano. Nos dirigimos a ella, que fue concebida sin la mancha del pecado original y guardó en el silencio de su corazón tantas cosas (Lc 2,19). Que Ella, a quien me gusta mucho verla vestida de Guadalupan, nos ayude a percibir en la belleza y el valor del silencio y nos aliente a buscar con todas nuestras energías la cumbre espiritual de la santidad.

Padre Alfredo.

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