Acompañar a Cristo en su pasión tiene que ser para nosotros, discípulos–misioneros, un enraizarnos profunda y convencidamente en los aspectos más importantes de nuestra vida. El seguimiento de Cristo es para todos nosotros un atrevernos a clavar su pasión en nuestra existencia, conscientes de que no hay redención sin sacrificio y no hay redención si no hay ofrecimiento. El autor del salmo 68 [69] que hoy tenemos como salmo responsorial nos ayuda a comprender que enviados en Nombre del Señor para proclamar al mundo entero su Buena Nueva de Salvación a todos los hombres, muchas veces tendremos que sufrir injurias y vergüenzas, y ser considerados como personas extrañas. Esto jamás debe desanimarnos en el testimonio de fe que hemos de dar, pues en el anuncio del Evangelio debemos recordar aquellas palabras de Jesús: «En el mundo tendrán tribulaciones; pero ¡ánimo! yo he vencido al mundo». Nosotros no buscamos la gloria del mundo, buscamos a Dios y nos hemos decidido a amarlo sirviendo a nuestros semejantes y dando la vida como Cristo. Así es como Dios nos reconoce como suyos y nos dará la gloria de su propio Hijo, a quien hemos unido nuestra vida por medio de la fe y del Bautismo. Estos días santos buscamos con más intensidad al Señor para vivir comprometidos con Él, pues Él siempre velará por nosotros que somos sus amigos. A él le suplicamos: «Por tu bondad, Señor, socórreme».
Uno de los valores fundamentales del cristianismo es la amistad. En el evangelio de Juan Jesús llega a decir: «ya no los llamo siervos sino “amigos”» (Jn 15,15). En el pasaje que hoy nos presenta la Escritura (Mt 26,14-25), Jesús moja un pan y se lo da a Judas, signo de profunda amistad. Esto es algo que Judas, por más confundido que hubiera estado sobre la identidad de Jesús, nunca entendió. Había estado con él tres años y no había llegado ni siquiera a tenerlo como amigo. Es triste que muchos cristianos padezcan actualmente de este mismo mal y no sepan valorar la amistad, ni de Jesús, ni muchas veces de aquellos con los que comparten su vida (papás, hermanos, compañeros). Cuando una persona no es capaz de desarrollar y conservar una amistad, se convierte en la persona más vacía y solitaria, pues el verdadero amor es el del amigo. Esta ausencia, lleva al hombre, como llevó a Judas, a cometer las acciones más tristes del mundo. No dejemos solo a Jesús en esta Semana Santa. Démonos un tiempo para participar, sobre todo de la fiesta de la Pascua el sábado por la noche. Mostrémosle que verdaderamente lo tenemos como amigo. No olvidemos que convertirse es dejar espacio en nuestra vida para que Dios reine en ella.
Ayer en Iratzio me impresionó que, literalmente, más de 30 jóvenes se peleaban por confesarse. Mientras ellos participaban en juegos y dinámicas que los misioneros les ponían en el inmenso atrio del Templo, yo, sentado en los escalones de la entrada, los iba confesando. ¡Qué alegría para este pobre pecador que puede dispensar la misericordia a manos llenas con este hermoso sacramento que nos devuelve la amistad con el Señor, ver correr a los jovencitos, hombres y mujeres para ganar turno y renovar su amistad con el Señor! Ojalá todo busquemos siempre la reconciliación así. Ayer confesé mucho en Buenavista y en Iratzio y dejé, gracias a este ministerio maravilloso, corazones restaurados en la amistad con el Señor. Roguémosle al divino dispensador de misericordia, al «Amigo que nunca falla», por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber ser amigos, de amarle a él y a nuestro prójimo, de buscar el bien de los que nos rodean en todos los aspectos. Amar como Cristo nos amó a nosotros. Amar dando nuestra vida para que se haga realidad en todos la salvación que Dios nos ofrece. Amar con corazón de amigo, sin traicionar nuestra fe a causa de nuestros egoísmos. Entonces estaremos viviendo verdaderamente la Pascua de Cristo, hasta lograr dar el paso, libres de maldad, al gozo eterno del Señor en compañía de todos aquellos a quienes amamos ya desde esta vida. ¡Bendecido miércoles santo!
Padre Alfredo.
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