Hoy inicio mi reflexión, antes de entrar al tema del día con un sentido «¡Gracias!». Sí, gracias por tantas palabras hermosas, por tantas bendiciones, por tantos mensajes que el día de ayer recibí en las diversas redes sociales por ser sacerdote. Imposible responder a cada uno y menos desde lugares de misión en donde la señal de internet va y viene o simplemente se aleja por horas. Después de confesar gran parte de la mañana en Capula, ayer estuve en Trojes, Buenavista e Iratzio en la celebración de la Cena del Señor abriendo el Triduo Pascual de este año. Hoy me espera, en esos mismos lugares, la Liturgia tan especial de este Viernes Santo, día en el que no se celebra la Santa Misa y conmemoramos la muerte de Cristo que nos trae la redención. La Liturgia de la Palabra de hoy nos presenta como salmo responsorial el 30 [31] debido a que Jesús en la cruz, tomó de él, su «última palabra» antes de morir: «En tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu» (Lc 23,46). Pero todo este salmo, si lo analizamos con detalle, se aplica perfectamente a Cristo crucificado que da la vida por nosotros como la acción más grande que un amigo puede hacer. Para concebir esta aplicación personal, Jesús no tuvo necesidad de forzar el sentido del salmo, sino simplemente recordarlo como recordaba tantas otras frases de la Escritura que formaban parte de su orar continuo. Efectivamente, el salmo, antes de que Jesús se lo apropiara en su oración personal, era ya una doble oración que el salmista eleva con fe.
Si como digo, leemos el salmo completo desde el mismo corazón de Cristo sufriente, podemos distinguir en él dos partes. El comienzo, que viene a ser la súplica de un acusado inocente, de un enfermo, de un moribundo, un hombre expuesto a la persecución; una especie de varón excluido de la comunidad, y «que produce miedo en sus amigos» porque se le considera como atormentado por malos espíritus... Se huye de él como de un apestado... ¿Será su mal contagioso? «Soy el hazmerreir de mis adversarios...» escribe el salmista. Fariseos, Escribas, bribones, rufianes y vividores... se burlaban de Cristo. No se contentaron con matarlo de manera sencilla como hacían y hacen hasta hoy muchos sicarios, se ensañaron y lo envilecieron, entregándolo a los ultrajes humillantes de la soldadesca... El motivo mismo de la condenación era una burla de desprecio que quedó escrita en tres idiomas: «Jesús Nazareno, ¡Rey de los judíos!». «Huyen de mí... mis amigos me tienen miedo...». A pocas horas de la Última Cena tomada con ellos, con sus amigos, éstos, los apóstoles, ya no aparecen, han huido desde el momento del arresto en Getsemaní.
Pero la parte final del salmo presenta una dulce oración de intimidad de un huésped de Yahvé. A pesar de las acusaciones injustas de que es objeto este pobre hombre moribundo, él continúa cantando la felicidad de su vida de intimidad con Dios: «Me confío en Ti, Señor... Mis días están en tus manos... Tu amor ha hecho para mí maravillas... ¡Tú colmas a aquellos que confían en Ti!». «En tu mano está mi destino... En tus manos encomiendo mi espíritu». Estas palabras del salmo afloraron espontáneamente en los labios sangrantes y a la vez resecos de Jesús... antes de entrar en el «sueño de la muerte». Y la Iglesia en el oficio de «Completas», cada día a lo largo del año, nos invita a repetir estas palabras por la noche antes de acostarnos, poniéndonos como Jesús, en las manos del Padre. Habiendo puesto este salmo «en labios» de Jesús, hay que ponerlo este día de hoy «en nuestros propios labios», repetirlo por cuenta nuestra y hacerlo llegar, como sus discípulos–misioneros, al mundo de hoy. ¡Hay tantos enfermos, en los hogares, en los asilos y en los hospitales! ¡Hay tantos perseguidos, tantos despreciados, tantas personas consideradas como «cosas», tantos descartados por la sociedad! ¡Tantos aislados, abandonados, olvidados! Pero voy, antes de terminar mi larga reflexión de este día santo nuevamente al salmo, y dejo que me calen hondo estas palabras como acción de gracias: «Tú eres mi Dios». Tú eres el Creador; yo no soy sino un poquito de polvo en tus manos. Puedes configurarme a tu antojo o dejarme reducido a la nada. Y, con todo, eres mi Dios; sí, mi Dios, yo te tengo, me perteneces. No me has creado para luego abandonarme, sino que te ocupas de mí. Es cierto que riges al mundo entero, pero él no te preocupa más que yo: «Tú eres mi Dios; mis días están en tus manos». Caminemos este viernes en el Viacrucis interior de nuestro corazón y en la procesión del silencio de nuestras almas de la mano de la Virgen Dolorosa, que también ella, hace suyo este salmo de hoy. ¡Bendecido Viernes Santo!
Padre Alfredo.
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