Hoy es «Sábado Santo», un día silencioso en el que la Iglesia contempla la tumba de Jesús. No dice nada, no celebra nada. La Iglesia calla y acompaña a María, la Madre de Jesús que él mismo nos ha dejado por Madre y junto a ella quedamos inundados de silencio. Una parte de nosotros mira a la noche de la muerte del Señor mientras que la otra intuye lentamente la alborada de la resurrección que ya llega. Recuerdo algunas palabras de san Juan Pablo II que refiriéndose a este día dice: «En el Sábado Santo, la Iglesia permanece en la contemplación de este rostro ensangrentado, en el cual se esconde la vida de Dios y se ofrece la salvación del mundo. Pero esta contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado! Si no fuese así, vana sería nuestra predicación y vana nuestra fe (cf. 1 Co 15,14). La resurrección fue la respuesta del Padre a la obediencia de Cristo, como recuerda la Carta a los Hebreos: "El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Hb 5,7-9)».
No suena muy difícil reconstruir aquellas horas en que, turbados y perseguidos, o cobardes y huidizos, los Apóstoles y muchos de los discípulos abandonaron al Maestro, simulando que no lo conocieron o se recluyeron llenos de tristeza. Sólo en su Madre, inconmovible en su fe y llena de amor, tenemos los cristianos de ayer y de hoy la seguridad de que ocupó lugar de privilegio la segura esperanza de la resurrección, lo mismo que lo ocupó en la segura esperanza de la encarnación. Hoy es el día para acompañar a María, la Madre. La acompañamos para poder entender un poco el significado de este sepulcro que velamos en la espera de la Vigilia Pascual. Ella, que con ternura y amor guardaba en su corazón de madre los misterios que no acababa de entender de aquel Hijo que era el Salvador de los hombres, como toda madre que pierde a su hijo, está triste y dolida: «Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11). Hoy vivimos también la tristeza de la otra madre, nuestra madre la Santa Iglesia, que se duele por el rechazo de tantos hombres y mujeres que no han querido acoger aún hasta nuestros días a Aquel que es la Luz y la Vida.
Jesús permanece muerto en el sepulcro, hoy no hay liturgia, hoy no hay salmo responsorial hasta que no llegue el cúmulo de lecturas y salmos en la noche de la Vigilia Pascual. Hoy la Iglesia cierra su boca, pero no su corazón, ante el momento de mayor desolación de los Apóstoles, que no terminarían de creer que su Maestro había muerto. Aunque no tenemos noticias de dónde se encontraban este día los discípulos del Señor —sólo sabemos que Juan permaneció junto a María al pie de la Cruz hasta el final—, nos los imaginamos completamente abatidos por la tristeza. Pero nosotros esperamos con María, con la Madre que espera y confía a pesar de su soledad, con esos Apóstoles asustados y las otras Marías que desoladas no comprenden la entereza de la Virgen, con los discípulos que han alojado en su corazón la desazón y el miedo abriendo la puerta a la desesperanza. Preparémonos con María, Nuestra Señora de la Soledad, para vivir esta noche, en la Vigilia Pascual, el estallido de la Resurrección y para celebrar y proclamar —cuando se acabe este día triste— con la otra madre, la Santa Iglesia el gozo y la alegría desbordante: ¡Jesús ha resucitado tal como lo había anunciado! (cf. Mt 28, 6). ¡Bendecido Sábado Santo en espera de la Vigilia Pascual!
Padre Alfredo.
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