La Semana Santa de este 2019 ya está aquí. Su llegada es advertida en nuestra globalizada y secularizada sociedad, no tanto por la Cuaresma que nosotros nos hemos esforzado por vivir como tiempo propicio de preparación para la Pascua, sino más bien por la publicidad turística y el calendario académico, que nos recuerdan que es «tiempo de vacaciones». Desde el punto de vista cristiano, la Semana Santa, denominada antiguamente «Semana Mayor», es la semana que conmemora la Pasión de Cristo. Se compone de dos partes: el final de la Cuaresma (del Domingo de Ramos al Miércoles Santo) y el Triduo Pascual (Jueves, Viernes y Sábado-Domingo Santos). Podemos decir que es el tiempo de más intensidad litúrgica de todo el año, y por eso ha calado tan hondamente en el catolicismo popular. Para mí este día es de Ramos y de viaje, pues terminando la Misa de 11:30 de la mañana partiré rumbo a la central de autobuses para montarme en el cacharro que me llevará a Morelia para luego continuar a Capula y sus comunidades en donde estaré —y ustedes amables lectores junto conmigo en oración— poniendo mi pequeño granito de arena en la misión de esta Semana Santa. Un regalazo que me llegó de improviso, gracias al espíritu misionero de Monseñor Pedro Agustín, mi párroco y a esas delicadezas que suele tener el Señor para con sus misioneros.
Jesús entra en Jerusalén al calor de multitudes, que agitando palmas lo aclaman triunfante. Y sabemos que no acude para ser coronado rey, como algunos lo esperaban. Muy al contrario: este domingo empieza la última semana de su vida. El jueves al anochecer el Maestro se reunirá con sus discípulos y celebrará la cena de Pascua —tal como hacían los judíos aquella semana— y será esta su «Última Cena». Antes de terminar, Jesús instituirá allí la Eucaristía, nos dejará el don del sacerdocio y la tarea de amar a su estilo lavando los pies a los hermanos. Después será detenido a las afueras de la ciudad. Al día siguiente le conducirán ante Pilato, el gobernador romano en turno. Y al mediodía será clavado en una cruz en el Calvario, un montículo que había muy cerca de la ciudad, donde morirá a primera hora de la tarde. Toda aquella gente había oído hablar del profeta Jesús de Nazaret, y sabían que era un hombre de Dios, un hombre que amaba a los enfermos y a los pobres, un hombre que vivía siempre atento a los demás, un hombre que no callaba ante las injusticias, un hombre que invitaba a levantar el ánimo y a vivir de una manera nueva, diferente. A Jesús de Nazaret, toda aquella gente lo recibió en Jerusalén con un gran entusiasmo, con muchas ganas de tenerlo con ellos.
Pero... ¿No resulta un poco extraño aclamar a Jesús con ramos y palmas pocos días antes de su muerte? Sabemos el motivo: el domingo próximo es Pascua. En la Pascua conmemoraremos que Jesús sale victorioso del sepulcro. Porque la aventura de Jesús no termina el Viernes Santo, sino que culmina el domingo de Pascua. Por eso, cuando ahora agitemos los ramos y cantemos «¡Hosana!», no aclamaremos solamente a Jesús que entra en Jerusalén para sufrir y para morir clavado en una cruz; aclamaremos también, y sobre todo, a ese Jesús que resucita victorioso y que vive por siempre con el Padre. Por eso con fe, con toda nuestra fe, afirmamos que de su cruz, de su amor fiel hasta la muerte, nacerá vida por siempre, vida para todos, vida capaz de transformarnos a todos. No olvidemos que estos días en que contemplamos la muerte de Jesús, terminan con la Pascua, con la fiesta gozosa de su resurrección. Porque su amor es más fuerte que la muerte, que el mal, que el pecado. Con mucha fe, y con muchas ganas de seguir su camino, aclamemos, pues, hoy, de la mano de María su Madre, a nuestro Señor Jesús y cantemos: «Qué viva mi Cristo, que viva mi Rey...» ¡Bendecido domingo de Ramos!
Padre Alfredo.
P.D. Una disculpa si el servicio de envío en esta Semana Santa es irregular en WhatsApp y en Facebook porque no sé si en donde estaré en estos días, haya señal. De todas maneras, en este blog creo que aparecerá regularmente.
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