Dios es rico en misericordia para con todas sus creaturas. Creer en Dios y confiar en Él es siempre el inicio del camino hacia nuestra plena santificación. Ordinariamente, si revisamos nuestra vida, nos damos cuenta de que Dios nos concede mucho más de lo merecemos y deseamos, pues nuestras buenas obras no bastan, por muy importantes que sean, para lograr los bienes que Dios ha prometido a los que Él ama. Dejarse amar por Dios, abrirle nuestro corazón es aceptar que Él nos salva del pecado y de la muerte y nos conduce hacia la posesión de los bienes eternos. Dios no nos engaña jamás; Dios se ha revelado como nuestro Dios y Padre; Dios, en Cristo, se ha convertido para nosotros en el único camino de salvación para el hombre y nos invita a poner en él nuestra esperanza, pues Él no defrauda a los que en Él confían. El salmista nos hace repetir hoy como estribillo del salmo responsorial: «En el Señor está nuestra esperanza. Aleluya» (Sal 32 [33]), mientras que el Evangelio nos lleva al encuentro de la Magdalena con Jesús a quien a primera vista no reconoce (Jn 20,11-18). Qué difícil es mantener la esperanza viva cuándo parece que Dios no está, cuando parece «que se lo han llevado» de nuestra existencia porque el día es oscuro como la noche, cuando hay desilusiones por algunas causas, cuando la tristeza invade el corazón y llena los ojos de lágrimas. Eso es lo que el pasa hoy a la Magdalena y quizá a algunos de nosotros cuando entramos en esos momentos de crisis que yo creo que todos hemos vivido. El salmista canta hoy esa esperanza que es fácil perder en medio de un mundo que incita a buscar a Dios solamente en lo tangible o en aquellas cosas o acontecimientos que se esperaban por los cortos proyectos humanos que simplemente se disuelven y se frustran reduciéndose a simples maquinaciones: «Se han llevado a mi Señor y no se a dónde lo habrán puesto... Señor, si tú te lo llevaste dime dónde lo has puesto».
Dice el libro de los Proverbios que «muchas son las ideas en la mente del hombre, pero sólo el designio del Señor permanece sólido» (Pr 19,21) y él sabe cómo llevar el destino de la humanidad y el destino de nuestras vidas permaneciendo a nuestro lado sin olvidar nunca nuestro nombre, nuestra misión, nuestro ser y quehacer de cada día: «Jesús le dijo: “¡María!» escribe el evangelista. El proyecto de Dios es un proyecto no siempre visible, o más bien, casi nunca visible para nosotros. Es eterno, porque los planes del corazón de Dios superan los miles y miles de generaciones y es un proyecto histórico que se va realizando en cada uno de nosotros con tareas concretas, misiones especializadas que hay que ir descubriendo en el diario andar aunque el Señor no parezca muy visible. Hay que reconocer al Señor cuando, lleno de amor, pronuncia nuestro nombre para decirnos que nos reconoce como suyos y que, cuando nosotros lo reconocemos y aceptemos en nuestra vida, nos invita a proclamar su Nombre y sus maravillas a nuestros hermanos para que «todos le conozcan y le amen». Un día como hoy, pero de hace 30 años, el 23 de abril de 1989, yo hice mis votos perpetuos como Misionero de Cristo para la Iglesia Universal en mi queridísima parroquia de «El Espíritu Santo» allá en mi natal Monterrey. Era Pascua también y yo, como la Magdalena y todos a los que ella lleva el aviso de la Resurrección de Cristo, fui invitado a ser misionero para siempre. El camino de esta consagración no ha sido nada fácil y por lo tanto nada aburrido, sino siempre lleno de esperanza, de tensión, de esa tensión que marca un envío que mantiene vivo el corazón. Después de aquello vendría la ordenación diaconal a los ocho días y unos cuantos meses después sería ordenado sacerdote...
¡Cómo ha pasado el tiempo! Quienes entramos en comunión de vida con Cristo no podemos sino ir con los mismos sentimientos de esperanza en el Señor hacia nuestro prójimo como María Magdalena. Yo celebro este aniversario en mi corazón, sobre todo un corazón contrito, un corazón que no siempre ha sabido amar ni anunciar el gozo de vivir para Cristo con el calibre que se debe; un corazón que tal vez muchas veces ha dudado, callado o tenido miedo de seguir viviendo la consagración en un mundo que tienta a muchas cosas; un corazón que a veces, como el de María Magdalena no ha visto con claridad que el Señor está frente a mí y me llama cada día porque parece no estar; pero, un corazón que aún sabiéndose llenos de miseria, quiere seguir diciendo: «Sí, “Maestro”... heme aquí, Señor, pues me has llamado» (cf. 1 Sam 3,9) y me parece ver aún aquella ceremonia sencilla en la que este corazón quería reventarse de alegría yd e esperanza. Ayúdenme a rogarle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, a quien ahora iré a visitar a su casita del Tepeyac, que me conceda no solo a mí, sino a todos, la gracia de conocer íntimamente a Cristo para que, viviendo conforme a sus enseñanzas, podamos dar testimonio de Él ante todos aquellos a quienes Dios llama para que vivan con Él eternamente para que aquel anhelo de la beata María Inés de «que todos le conozcan y le amen» se haga realidad. ¡Bendecido martes de la Octava de Pascua!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario