martes, 9 de abril de 2019

«EL SERVICIO COMO FUENTE DE SANTIFICACIÓN»... Tema para retiro


Esta es la tercera conferencia de una serie de tres:
(Haz click al tema que quieras ser direccionado)

1. UNA IGLESIA UNIDA Y DE PUERTAS ABIERTAS AL SERVICIO DEL PUEBLO DE DIOS.
2. ALEGRARSE EN EL SEÑOR.
3. EL SERVICIO COMO FUENTE DE SANTIFICACIÓN.

«EL SERVICIO COMO FUENTE DE SANTIFICACIÓN»

Nuestra investidura de cristianos no debe ser nunca un motivo de alimentar nuestro ego, ni un motivo para creernos mejores y más importantes que los demás, sino la fuerza que nos impulsa a sudar la gota gorda del esfuerzo por servir a los demás. Nuestra dignidad de cristianos nos impulsa a salir al mundo y a trabajar incansablemente por los demás. El día en que hayamos amado, el día en que hayamos puesto las necesidades de los demás por encima de las propias, podremos poner la cabeza en la almohada y rezar con toda tranquilidad el Padre nuestro, sabiendo que cuando digamos «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielO», habremos trabajado por ello.

Hoy el tema de esta conferencia es acerca de cómo debemos asumir nuestro servicio apostólico en nuestra vida de discípulos–misioneros. En la Iglesia el más grande y el más importante es el servidor de todos, de allí el título del Papa: «Siervo de los siervos». Los puestos que se puedan ocupar, no son para alimentar nuestro ego, sino servicios grandes y pequeños, un compromiso para trabajar por los demás. La más alta jerarquía de nuestra Iglesia, el Papa Francisco, nos demuestra que él vino a servir y no a ser servido… ¡como Jesús lo haría! 

En una de las ocasiones que los discípulos vinieron a Jesús, le preguntaron quién podría ser el primero de entre todos ellos, y Él les respondió con el texto que les invito ahora a leer: «El de ustedes que quiera ser grande, que se haga el servidor de ustedes, y si alguno de ustedes quiere ser el primero entre ustedes, que se haga el esclavo de todos; hagan como el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por una muchedumbre». (Mt 20,26-28).

Los santos son los hombres y mujeres más inteligentes en este tema, o los que han usado mejor la inteligencia para servir; los que han realizado un negocio redondo, los que han logrado lo único necesario. Recordemos las palabras de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?» (Mt 16,26; Mc 8,36) O estas otras: «Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura» (Mt 6,33). Los santos, los beatos, los venerables, los siervos de Dios, son los que han obtenido el ciento por uno y la vida eterna en grado perfecto precisamente por haber sido servidores; servidores del Dios Altísimo y servidores de los demás, especialmente los más necesitados, los pobres, los descartados.

El servicio fue una de las mayores manifestaciones del amor de Cristo hacia nosotros. Desde que inició su ministerio en la tierra, tras ser bautizado por Juan el Bautista, nuestro Señor dedicó su tiempo a enseñar sobre el reino de los cielos, a sanar a los enfermos, a auxiliar a los necesitados, a formar a sus discípulos, a resucitar a los muertos, etcétera.

Debió ser abrumador, día tras día, permanecer en esa actitud de servicio, ver a las multitudes venir en pos de Él en busca de ayuda, y ofrecer siempre compasión y misericordia a aquellos que lo necesitaban. Sin embargo, es obvio que su servicio era una respuesta natural de su amor hacia el Padre y hacia la humanidad. Era esto lo que lo impulsaba a continuar haciendo el bien a los demás, y a seguir obedeciendo la voluntad de su Padre.

El servicio de Jesús era parte de su naturaleza humilde. Y dicho servicio fue tan legítimo, tan constante y tan extremo, que pronto se convirtió en sacrificio. El Padre lo envió, pero Jesús decidió entregar su vida voluntariamente por todos nosotros, a pesar de que sabía que al final el precio sería la muerte: «A mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero» (Jn 10,18). Su tiempo, su dedicación, su vida entera fueron dedicados a un propósito específico, a una misión única: la salvación de la humanidad, y no se detuvo sino hasta llegar al final, hasta llegar a la cruz.

Sí, lo sabemos y hoy nos queda bastante claro, Jesús de Nazaret nunca perdió una oportunidad de servir a los demás. Él nos cuenta la parábola del buen samaritano que ayudó a un  judío, enemigos naturales en aquel tiempo; para ilustrar cómo debemos amar a nuestro prójimo. Enseñándonos que la actitud de servicio es hacia todos, amigos y enemigos siendo a éstos últimos los que más cuesta por lo que el servicio se hace más meritorio (cf. Lc 10,25-37).

Lo que debe inspirarnos a buscar la santidad como discípulos–misioneros es servir con amor. El amor a Dios y el amor a los demás va marcando la pauta del himno de alabanza que podemos elevar a Dios y ofrecer a nuestros hermanos. Dice san Pablo: «Cualquier trabajo que hagan, háganlo de buena gana, pensando que trabajan para el Señor y no para los hombres». (Col 3,23). Sin embargo, sabemos que también el amor a los demás nos inspira a servirlos cuando tienen alguna necesidad. No para obtener alabanza y mérito, sino por un amor puro, no sólo incondicional sino sacrificial.

Los primeros depositarios o receptores de nuestro amor servicial deben ser los integrantes de nuestra propia familia, pues ¿cómo podemos ir y amar y servir a otros a otros si no amamos y servimos antes a nuestra familia y hacemos nuestro hogar el lugar óptimo para el servicio? A veces en algunas casas, el desorden existente, el encontrar las cosas regadas por aquí y por allá, el andar siempre en fachas, lo sucio, lo desaliñado hablan no de la pobreza material, sino de una mala o pobre calidad en el servicio amoroso en la familia. De igual manera muchas veces, un templo sucio, descuidado, dejado, es una muestra de que en esa comunidad falta o falla el servicio. 

En este siglo, se habla mucho del amor propio, de la autoestima, de los derechos civiles, de la equidad, de la inclusión y todo parece relativo. Pero lo que Cristo quería es que, cuando una persona decide servir a los demás, sin límites, aprovechando cada oportunidad, o incluso buscando la oportunidad, su dedicación y entrega pueden ser comparables a las de un siervo en la cultura hebrea o a las de un esclavo entre los romanos de aquellos tiempos. Quien elige ser servidor de otros lo hace por deseo propio, y lo hace gozoso, sin ningún dejo de amargura. Dios ama a los que sirven, a los que se humillan y los exalta, les da un lugar especial y los recompensa abundantemente con la santidad.

Yo creo que todos recordamos el texto del Evangelio de San Mateo que habla de las obras de misericordia (Mt 25, 34-40): «Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era un extraño, y me hospedaron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y fueron a verme. Entonces le responderán los justos: Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento y te alimentamos; sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo fuiste un extraño y te hospedamos, o estuviste desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les responderá: Les aseguro que cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron».

Jesús se identifica con las personas en desventaja, con los más necesitados, los descartados —dice el Papa Francisco— los que no tienen las mismas oportunidades que nosotros. El acoger a los miembros más abandonados en una comunidad, a los despreciados, a los que no tienen a nadie, los que no son bien vistos, es reconocer a Jesús en el otro y hacerse servidores como él.

El camino de fe no consiste sólo en rezos, sacrificios aislados y posturas piadosas. Esto, indudablemente, tiene su valor y es un medio válido para vivir la fe, sobre todo en el tiempo de la Cuaresma, pero no es lo único, ni lo más esencial de este tiempo litúrgico ni de toda la vida eclesial. Vamos en camino hacia la Pascua actuando en el servicio como Jesús nos enseñó. Viendo a Jesús en el otro. Celebrando a Jesús vivo, proclamamos un humanismo cristiano activo, reconociendo que nuestra labor en la familia, en la escuela, en la comunidad, en la parroquia, se cumple solamente en la formación de hombres y mujeres con actitud de auténtico servicio para llegar así a la santidad. 

El servicio, actitud del espíritu para ayudar ante cualquier necesidad que puedan tener los demás, nos facilita salir de nuestro estado de comodidad, de pasividad, nos ayuda a abandonar la zona de confort donde nos encontramos, abriéndonos a un mundo rico en experiencias donde podemos sacar lo mejor de nosotros mismos para dar algo a los demás y a su vez enriquecernos con los demás.

El servicio es un estado interno que nos predispone a estar pendientes de las necesidades ajenas; lo cual nos lleva a aprender a ser humildes. Se desarrolla el amor hacia los demás, aprendemos a renunciar a nuestro tiempo, a nuestras necesidades, nos ayuda a comprender al prójimo por lo que nos resulta más fácil perdonar. El ponernos al servicio de los demás, nos engrandece como personas, nos hace mejores, dándole un pleno sentido a la vida. Siendo una de las primeras consecuencias de esta predisposición la alegría interna que sentimos

Los tiempos actuales marcan una época que nos lleva a vivir con rapidez, estresados, pensando en todo lo que tenemos que hacer a lo largo del día, encerrándonos en nuestro pequeño mundo que nubla nuestras vistas y no nos deja ver más allá de nuestras necesidades y deseos, sin poder ver lo que sucede a nuestro alrededor y sin voluntad de hacerlo. Viviendo hacia dentro, la cultura de la relatividad en la que nos desenvolvemos como sociedad, nos hace más egoístas; cediendo el paso, en ocasiones, a estados de soledad, de tristeza, de desánimo e incluso de depresión. Malgastar las ocasiones de servicio que nos ofrece la vida, es perder oportunidades de crecer interiormente, de ir pasito a pasito, consiguiendo que vaya germinando el amor que tenemos todos en el fondo del corazón, desarrollando sentimientos sinceros y momentos de alegría que nos ayuda a transitar el camino que hacemos. Teresa de Calcuta decía: «El que no vive para servir, no sirve para vivir». Así, en el servicio ella y muchos más, pasaron su vida como Cristo haciendo el bien (cf. Hc 10,38).

En la Exhortación Apostólica del Papa Francisco, llamada «Gaudete et exultate», que toca el tema de la santidad. El Santo Padre dice: «Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí́ donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales» (GE 14).

En ese mismo documento, en el número 30 el Papa, haciendo referencia la época que vivimos afirma: «Los mismos recursos de distracción que invaden la vida actual nos llevan también a absolutizar el tiempo libre, en el cual podemos utilizar sin límites esos dispositivos que nos brindan entretenimiento o placeres efímeros. Como consecuencia, es la propia misión la que se resiente, es el compromiso el que se debilita, es el servicio generoso y disponible el que comienza a retacearse. Eso desnaturaliza la experiencia espiritual. ¿Puede ser sano un fervor espiritual que conviva con una acedia en la acción evangelizadora o en el servicio a los otros? ¡Y vaya que Francisco tiene razón! Cuánto tiempo desperdicia mucha gente viendo tontera y media en Internet y enviando cosas inútiles a través de las redes sociales. La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento decía que «si no es para salvar almas, no vale la pena vivir». ¿Cuántas almas podremos salvar siendo servidores de los demás?

Tenemos que pensar que somos seres sociables, interrelacionándonos continuamente con las personas que tenemos alrededor. Si en vez de centrarnos solo en nosotros y en nuestro pequeño mundo, aprendemos a meternos en los zapatos del familiar, del amigo, del compañero de trabajo o de la escuela, seremos capaces de percibir las necesidades que tienen las almas que nos rodean, para poder ayudar en la medida de nuestras posibilidades. Unas veces nuestros actos serán visibles, pero habrá ocasiones que no tienen por qué darse cuenta, incluso los beneficiados, de que les hemos brindado alguna ayuda especial. Es entonces cuando empezamos a vivir la virtud del servicio que acrecentaremos otras virtudes como la humildad, la prudencia, la dulzura, la paciencia, la caridad, asumiendo nuestros roles con humildad, pues somos instrumentos de Dios y es Él quien actúa. Pensemos que, al final de la vida, lo único que se queda es lo que hayamos hecho por Dios y por los hermanos; lo que tengamos de santos. Todo lo demás desaparece.

Hoy quiero presentarles la figura de una extraordinaria mujer que seguramente no conocen y que va camino a los altares. Se trata de la Sierva de Dios Gloria María Elizondo García, una mujer que entre otras cosas, se distinguió por su amor al servicio en las diversas etapas de su vida y cuyo testimonio nos puede alentar a eso, a servir a Dios y a nuestros hermanos.

Gloria Esperanza Elizondo García nació en Durango el 26 de agosto de 1908 y recibió su bautismo el 4 de octubre de ese mismo año. Al contar con un año de vida enfermó gravemente de una fiebre maligna y los médicos le daban poca probabilidad de vida, sin embargo, Dios tenía otros planes y la pequeña se recuperó. A la edad de 4 años empezó a ir al colegio para acompañar a su hermano mayor, Alberto. Las maestras quedaban sorprendidas por la inteligencia de la niña tan pequeña. Debido a la revolución de 1910, la familia se vio obligada a emigrar a Monterrey donde se forjó el carácter y el espíritu de lucha de Gloria. Allí recibió el sacramento de la confirmación el 5 de enero de 1913 e hizo su Primera Comunión el 8 de mayo de 1919. Ya más grande, estudió la Carrera Comercial y se graduó en Teneduría de Libros a los 12 años. 

El 8 de septiembre de 1933 murió don Alberto su padre, y desde entonces se convirtió en un fuerte apoyo para su madre, la señora Otila García ayudándola tanto en la cuestión económica como en la formación de sus hermanos más pequeños confiando siempre en la devoción que su madre le había enseñado al Santo Niño de Praga.

Entre sus grandes dotes estaba el dibujo y la pintura, al grado de que llegó a dar clases de estas disciplinas. En piedras pequeñas, dibujaba admirables paisajes, algunos de los cuales aún se conservan.

Desde muy joven demostró su amor al servicio y una gran caridad hacia todos. Tenía como apostolado, por aquellos años, el visitar a los enfermos mentales en el Hospital Universitario donde cada domingo les llevaba dulces, galletas y ropa. En Navidad les organizaba una comida y les llevaba regalos especiales como cobertores y otros artículos de uso personal. Desde aquellos años se veía cómo el servicio y la caridad de esta extraordinaria mujer convertía el corazón de algunos de estos enfermos que se serenaban, lloraban y hasta le besaban las manos, agradecidos. Su apostolado tuvo también como campo de acción la Penitenciaría del Estado, a donde hacía frecuentes visitas llevando consuelo y palabras de aliento, especialmente a la sección de mujeres, por quienes sentía una gran preocupación.

El servicio en el amor al prójimo estuvo presente de manera muy especial toda su vida ayudando de cuanta manera podía a quienes de una u otra forma necesitaban que alguien les echara una manita.

Su primer trabajo lo desempeñó en una casa comercial en donde destacó de inmediato y fue ascendida de puesto, llegando rápidamente a ocupar un cargo de mucha importancia en la compañía. El dueño de ésta abrió una nueva empresa, una empacadora y de inmediato la trasladó allá para que le ayudara a establecer lo misma. Lo mismo sucedió poco después al crearse una nueva empresa en donde se le pidió a Gloria organizar y dirigir la empresa.

En 1940, y llena de experiencia laboral, esta comprometida mujer abrió su propia compañía empacadora de pescado y de otros productos en Ciudad Victoria, Tamaulipas. Allí cuido de dar trabajo a la mayor cantidad de empleados que pudo, sin saber que en aquel lugar encontraría un campo muy amplio para realizar una extraordinaria tarea apostólica. A su empresa le dio el nombre de «Productos Cruz de Oro» y propició un ambiente familiar entre todos los trabajadores infundiéndoles a través del servicio, el amor a Cristo. En 1946 recibió en esa entidad la medalla de Hija de María.

Gloria aderezaba sus compromisos de empresaria con una gran labor social y de servicio apostólico, motivando a las mujeres a inscribirse en la Acción Católica Femenina y organizando en Ciudad Victoria algo nunca visto antes: una serie de conferencias para profesionistas y maestros por una parte y reuniones para matrimonios por otra, además de dar un gran impulso al catecismo de los niños, por los que siempre tuvo una especial predilección. Para lograr catequizar a tantos niños, involucró a sus mismas trabajadoras, a quienes las impulsaba a ir como parte de sus horas de trabajo sin descontarles alguna parte del sueldo.

Cada sábado alquilaba un camión para llevar a los niños a Misa por la mañana y al parque por la tarde para que disfrutaran jugando. Los domingos y los días de fiesta de precepto, rentaba también algún camión para que la gente pudiera ir a Misa hasta que tuvo la oportunidad, con ayuda de otros empresarios de construir una Iglesia cercana dedicada a la Madre de Dios bajo el título de «Nuestra Señora del Sagrado Corazón». En fin, con un incansable espíritu de servicio veló incluso por las jovencitas que se dedicaban a la prostitución para sacarlas de esa condición y por los pobladores de «La Pesca» el pequeño poblado de donde le enviaban el pescado. Logró que las Madres del Buen Pastor se establecieran en Cd. Victoria en donde hasta la fecha hacen mucho bien a muchas jovencitas de la región salvándolas de la mala vida. Instaló un taller de oficios para mujeres de cualquier edad para que tuvieran un trabajo digno como modistas, mecanógrafas, estilistas y demás.

Para ella no había ningún obstáculo invencible tratándose de acercar las almas a Dios. Gracias a su dedicación —por poner un ejemplo—en el año de 1942, preparó a 80 parejas que regularizaron su matrimonio en una sola celebración. Visitaba frecuentemente el Hospital Civil de Cd. Victoria llevando fruta, ropa, medicinas, ayuda espiritual y recursos para ayudar a pagar cuentas de gente pobre. Ella misma aseaba y curaba a los más necesitados y abandonados. Siempre humilde, rehuía a toda clase de homenajes pensando en aquello de «Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha» (Mt 6,3). Aunque por su destacada labor de servicio no pudiendo escapar a todos.

En 1950, no desando estar más tiempo separada de su familia, regresó a Monterrey a trabajar en la empresa familiar como directora del departamento de Instalaciones. Allí buscó la forma de entrar en contacto con los trabajadores de la planta organizando con ellos y para ellos reuniones, misas y convivencias para acercarlos más a Dios. Para los más pobres y desamparados reservaba siempre lo más exquisito de su bondad atrayente y persuasiva.

En medio de todo aquello, en el año de 1954, Gloria respondió al llamado vocacional que Dios le hacía e ingresó a la Congregación Religiosa de las Catequistas de los Pobres, instituto fundado por la R.M. Angelina Rusconi y el Sr. Ob. José Juan de Jesús Herrera y Piña. Allí, desde postulante, llevó una vida ejemplar unida siempre a Dios.

Allí, ya en el convento, escribió un libro de la vida de Nuestro Señor Jesucristo que alcanzó más de 90,000 ejemplares, sabiendo que este era un medio sencillo para que la gente pudiera conocer a Jesucristo más de cerca. Hizo su profesión religiosa el 16 de abril de 1957 y tomó el nombre de «Gloria María de Jesús» y recién profesa fue nombrada Delegada ante la Pontificia Unión Misional del Clero debido a su gran espíritu misionero y además era maestra de postulantes.

En 1961, aún siendo religiosa de votos temporales, fue elegida superiora general de este instituto. Ella sabiendo que no era una candidata factible, pues no era de votos perpetuos, estaba en la Capilla rogándole a Dios, con los brazos en cruz, que eligieran a la religiosa que el instituto necesitara. Sor Gloria María se sorprendió cuando supo la noticia y preguntó: ¿Yo? ¿No se habrán equivocado? A los dos días de la elección hizo su profesión perpetua. 

Como religiosa su espíritu de servicio se acrecentó. Siempre tenía tiempo para «consultarlo todo con Nuestro Señor» y para escuchar a todos dentro y fuera del instituto. A iniciativa suya se inició en Monterrey el Movimiento de «Cursillos de Cristiandad» para mujeres, apoyada por la célebre escritora Ana María Rabatté y Cervi como rectora del primer cursillo para damas.

Entre otras cosas y en medio de todas las ocupaciones que una superiora general puede tener, todos los días, después de la oración, visitaba a las religiosas que estaban enfermas, llevándoles una palabra de consuelo, por la noche hacía lo mismo y les daba su bendición.

Al cabo de algún tiempo, ella también, la Madre Gloria María fue visitada por la enfermedad, un cáncer que aceptó con paciencia, resignación y una gran paz ofreciéndose por entero al Señor por la santidad de las religiosas de su comunidad, por los sacerdotes, por las familias de todas las hermanas y por las almas del purgatorio. El 12 de noviembre de 1966 se le administró la Unción de los Enfermos y con gran sencillez, para prepararse a tal acontecimiento al que pidió asistieran todas las religiosas dijo: «Pónganme guapa, así como a los niños cuando se preparan para la Primera Comunión» y cuando le dijeron que tenían la esperanza de que Nuestro Señor le hiciera el regalo de devolverle la salud, ella dijo: «Sería lamentable que me la devolviera después de que estoy tan alborotada; sería una desilusión muy grande para mí, pero lo que Dios disponga, yo acepto gustosa su voluntad. Si Él cree que mi vida todavía puede servir para algo, acepto lo que el disponga y será lo mejor». Murió en olor de santidad el 8 de diciembre de 1966, fiesta de la Inmaculada Concepción.

El Papa Francisco, hablando a los jóvenes en su Exhortación «Christus Vivit» les dice algo que me parece importante para terminar esta reflexión: «Por favor, no balconeen la vida, métanse en ella. Jesús no se quedó en el balcón, se metió; no balconeen la vida, métanse en ella como hizo Jesús. Pero sobre todo, de una manera o de otra, sean luchadores por el bien común, sean servidores de los pobres, sean protagonistas de la revolución de la caridad y del servicio, capaces de resistir las patologías del individualismo consumista y superficial.

Es fácil, hablar de amor y de caridad, pero resulta muy difícil vivirlos, porque amar significa «servir», y «servir» exige renunciar a sí mismo. Amar cuesta, porque servir cuesta. Sirve la mujer que plancha hasta tarde la camisa que su marido necesita; o que pasa la noche junto al hijo enfermo. Sirve quien apaga la televisión para recibir al vecino y escuchar sus problemas. Sirve quien renuncia a unas horas de descanso para ir a pasear con sus hijos, para participar en una reunión parroquial o para auxiliar a alguien. Sirve quien como la Sierva de Dios Gloria María, responde al compromiso bautismal como seglar o como consagrado.

Vamos al Evangelio, para terminar esta larga conferencia y topémonos en el pasaje de la Anunciación (Lc 1,26-38) para ver a la santísima Virgen llena de disponibilidad servicial. Ella se proclama la esclava del Señor. Nosotros muchas veces creemos que estamos sirviendo a Dios porque le rezamos una oración o cumplimos una promesa. Miremos a María a quien en nuestra parroquia la tenemos en esta hermosa advocación de Fátima: Ella entrega toda su vida, para cumplir la tarea que Dios le encomienda por el ángel. Ella cambia en el acto todos los planes y proyectos que tenía, se olvida completamente de sus propios intereses y nos ayuda a nosotros. Digamos juntos Esa bella oración con la que siempre pedimos la bendición de la Madre de Dios:

«Dulce Madre no te alejes,
tu vista de mí no apartes,
ven conmigo a todas partes y nunca solo me dejes.
Ya que me proteges tanto, como verdadera Madre,
haz que me bendiga el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Amén.

Padre Alfredo. 

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