Después de la meditación de ayer que se situaba históricamente en Betania el lunes por la tarde, la sorpresa de saber del incendio de Notre Dame en París y la hermosa tanda de confesiones que viví en la comunidad de «El Correo» por poco más de cuatro horas, salto en mi reflexión de esta mañana directamente a la tarde del jueves, durante la «Última Cena». Es difícil llegar a comprender la profundidad de los sentimientos de Jesús en vísperas de su muerte, pero veo que la reflexión del salmo responsorial de hoy (Sal 70 [71]) nos ayuda un poco. Aunque es también muy difícil llegar a saber qué pudo sentir ese sagrado corazón de Jesús cuando al hecho inexorable de su muerte se añadía la humillación de la traición de los propios compañeros. Lo que si me parece fácil comprender, es que el corazón naufrague, cuando se le añade amargura sobre amargura. El grupo de Jesús —su pequeña iglesia— iba a quedar golpeada por la definitiva ausencia del Maestro. Y a esto se iba a añadir la permanente posibilidad de la traición de los discípulos. Jesús no excluye a nadie. La traición no es solamente patrimonio de Judas; lo es también de los llamados discípulos fieles que no estarán a su lado en la pasión. Más aún, la traición puede anidar en el alma de los llamados a ser dirigentes, como Pedro, que negará casi en automático a su Maestro.
En el Evangelio de hoy (Jn 13,21-33.36-38) Jesús anuncia a los discípulos que uno de ellos le traicionará. Pero esa traición no será ocasión de muerte sino de vida. La traición será el momento de la glorificación de Jesús. Desde su especial relación con el Padre, Jesús es capaz de entender estos últimos acontecimientos de su vida en una perspectiva salvífica. ¡Pobre Judas! No había entendido nada. Jesús era capaz de ver ese final en otra perspectiva bien diferente de lo que él esperaba. La pregunta que nos podemos hacer a la luz de esto, ayudados como digo, por la reflexión del salmo es ésta: ¿con qué ojos leemos los acontecimientos, buenos y malos del mundo, de nuestra propia historia y no solamente de esta historia narrada por el Evangelio? ¿Por ejemplo el acontecimiento del incendio de la hermosísima catedral de Notre Dame, que en un segundo ve consumida dos tercios de su techumbre y su famosa aguja? La historia, la nuestra y la del mundo, da vuelcos en un segundo, como sucede con los accidentes.
Hay mucha gente que lleva meses preparando las celebraciones de estos días santos. En algunas regiones del mundo, como en muchas partes de México, la Semana Santa tiene tanto arraigo popular, ha generado tantas tradiciones, que exige una «puesta en escena» compleja y costosa: cofradías, procesiones, espectáculos... Los seres humanos, cuando sentimos que algo nos va bien o como decimos: «nos llena», somos capaces de muchos sacrificios, de mucho entusiasmo. Pero, ¿es posible preparar del mismo modo nuestro itinerario interior para caminar con Cristo en su pasión contemplar su muerte y celebrar su resurrección? La liturgia de estos días nos ayuda a vivir intensamente el triduo sacro. Hoy martes, y mañana miércoles, somos invitados a espabilar el oído para no perdernos ninguna palabra. El profeta Isaías comienza, en la primera lectura de hoy, con una exhortación a escuchar: «Escúchenme, Islas; pueblos lejanos, atiéndanme». La escena que Juan describe está llena de confidencias que sólo pueden percibirse con un oído fino: la pregunta del discípulo amado, la respuesta de Jesús, la admonición a Judas, el diálogo entre Jesús y Pedro. Es un día para abrir bien los oídos a la Palabra, como los abrió María, como los abrieron los santos... Hoy es un día para escuchar. Yo por lo pronto iré a escuchar en confesión en la mañana a la gente en el hermoso paraje de Buena Vista y por la tarde acá abajito, en Iratzio... como me dice alguien por allí: «¡al cabo ese es tu hobby!». Aprovechemos estos días para reconciliarnos con Dios, para aplacar el corazón inquieto, para serenar el espíritu, para acercarnos más a Dios y a los hermanos en la escucha. ¡Bendecido martes santo!
Padre Alfredo.
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