jueves, 18 de abril de 2019

«Promesas, regalos de amor que el Señor nos dejó»... Un pequeño pensamiento para hoy


A pesar de nuestras maldades y de los desafíos pecaminosos de nuestra vida, Dios Padre adopta con nosotros una perenne e inconmovible actitud de gracia. La sangre de Cristo lava nuestras culpas, como nos recuerda el estribillo del salmo responsorial de hoy (Sal 115 [116]). Dios viene a darnos vida y vida en abundancia (Jn 10,10), no tolera nuestra muerte, ni la muerte del cuerpo ni la muerte del alma. Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles dice el salmista: «A los ojos del Señor es muy penoso que mueran sus amigos», por eso nos ha dejado el consuelo de su presencia siempre viva en la Eucaristía y ha instituido el ministerio sacerdotal para hacerse siempre presente, en la entrega y el servicio entre nosotros con el gozo de sus sacramentos dirigidos siempre hacia el amor de un Dios lleno de vida(Jn 13,1-15), y por eso ha exterminado la muerte con la resurrección. Dios no soporta nuestra falta de libertad y por eso rompió nuestras cadenas en la muerte de Cristo, hecho esclavo por nosotros. No obstante, la nota dominante en este salmo de hoy, y en el alma de Jesús en aquella cena, es la acción de gracias. «¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? Levantaré la copa de la salvación... Ofreceré el sacrificio de alabanza...» ¿Por qué? 

Nuestra respuesta cristiana a éste regalazo está clara: se da participando en la acción de gracias, en la Eucaristía, que Jesús, Primogénito entre muchos hermanos, dirige al Padre, bebiendo con él «el cáliz de la bendición» y ajustando, en consecuencia, nuestra vida a los compromisos de nuestro bautismo, contraídos en presencia de la Iglesia. Nuestra existencia cristiana está llamada a ser una Eucaristía continuada, una respuesta de acción de gracias ininterrumpidamente ante la inagotable actitud de Gracia del Padre y lo hacemos «lavando los pies a los hermanos» con acciones sencillas y ordinarias que nos hacen ser con Jesús «pan partido y repartido» a los hermanos. ¡Qué hermoso poder exclamar este Jueves Santo con el salmista: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?». Ayer recorrí tres comunidades bellísimas: Joyitas, San Bernabé y Trojes. En todas ellas encontré corazones amantes de Cristo que buscaban la reconciliación y el gozo de compartir la Eucaristía. Tres lugares alejados del mundo civilizado si se quiere decir, pero cercanos, muy cercanos, a la inocencia y sellados con el estilo de amor que Jesús nos enseña este Jueves Santo y que nos invita a revisarnos en el darse a los demás. Gente pobre, sencilla, generosa, atenta y dócil al Buen Dios. 

Pero vuelvo a la Cena, a aquella «Última Cena», en la que seguramente en medio del ambiente de una Cena Pascual, hubo muchos silencios, muchos ratos de sumirse cada cual en sus propios pensamientos, en sus propias inquietudes luego de escuchar las profundas palabras de Jesús Amigo acompañadas de un silencio reflexivo. Y seguramente que también en medio de esos momentos silenciosos y de los desconciertos de sus palabras, circuló imparable una profunda corriente de proximidad, de estimación mutua. Es el amor de Jesús que «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Y es el amor de los discípulos, el amor que pugna por entender al Maestro, por amarlo y hacerlo amar entre los hermanos con el propio testimonio de formar una familia en la fe: «¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna». Es, al fin y al cabo, un amor, una proximidad, un cariñoso servicio que funciona con el corazón, que está más allá de las cosas que se pueden razonar y explicar: La Eucaristía, el sacerdocio, el mandamiento del amor. Es una proximidad que aquella noche llega a sus extremos más altos. Con Jesús, somos quizá ya de los pocos en este mundo que, como esas almas sencillas que vi ayer, «creen en Dios» y «le creen a Dios». Y estoy seguro de que estamos felices de creer. Y nos atrevemos a pensar que es la única posibilidad de supervivencia que tiene el hombre de hoy y de siempre y podemos pues, con alegría esperanzadora, acompañar a Jesús con María cumpliendo nuestras promesas de amor como él nos enseñó. ¡Bendecido Jueves Santo! 

Padre Alfredo.

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