La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo que después de haber sido crucificado, ha resucitado y se ha quedado con nosotros para siempre. La luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, ilumina el camino de cada discípulo–misionero. Cristo Resucitado nos enseña que «el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a “usar misericordia” con los demás: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5, 7)» (Dives in misericordia, 14). Y nos señala, además, los múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que además sale al encuentro de todas las necesidades de cada hombre y de cada mujer que le sabe descubrir, amar, seguir y anunciar. Jesús, el Cristo Resucitado y presente en la Eucaristía se inclina sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales. Tanto los creyentes como los no creyentes pueden admirar en el Cristo humillado y sufriente, crucificado para luego resucitar, una solidaridad sorprendente, que lo une a nuestra condición humana más allá de cualquier medida imaginable. La cruz, incluso después de la resurrección del Hijo de Dios, «habla y no cesa nunca de decir que Dios Padre es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre. (...) Creer en ese amor significa creer en la misericordia» (Dives in misericordia, 7).
El domingo, la Pascua semanal, el día que dedicamos a Cristo, o mejor dicho, el día que Cristo Resucitado, presente en nuestra vida los siete días de la semana, nos muestra su cercanía de un modo especial, nos da su Espíritu, nos comunica su paz, nos envía a anunciar la misericordia y celebra nuestra fe. Cierto que la Pascua es el corazón del año. Pero para el verdadero discípulo–misionero, cada domingo es Pascua y cada día es domingo. Por eso cada día es Pascua, es «el día que ha hecho el Señor, el día en que actuó el Señor». Cada día, para nosotros que caminamos por este mundo de la mano de María, Madre de Misericordia, es día de victoria y alabanza, de regocijo y acción de gracias, día de ensayo de la resurrección final conquistando al pecado, que es la muerte, y abriéndose a la alegría, que es la eternidad. Cada día hay revuelo de ángeles y alboroto de mujeres en torno a la tumba vacía porque la misericordia se extiende sobre toda la tierra: ¡Cristo ha resucitado! Creer en Cristo Resucitado ya siempre será así: sentirse atraído por su divina misericordia y desde allí experimentar que Cristo vive en uno mismo para darse a los demás. Yo hoy renuevo mi compromiso de ser fiel a ese encargo que me ha dado el Papa Francisco de ser uno de sus Misioneros de la Misericordia y tratar de esparcirla por donde quiera que pase. No puedo olvidar que él, de manera personal, me dio la bendición para llevarla en su nombre. ¡Bendecido domingo de la misericordia!
Padre Alfredo.
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