Estamos en el viernes que por tradición en la Iglesia es el preámbulo de toda una Semana de Pasión y Dolor, en el que se enaltece, se recuerda y se venera, en muchos lugares, a María como Madre enlutada, con una espada atravesándole el corazón, con lágrimas en sus ojos y con sus manos de dedos entrelazados en señal de la angustia que brota de su alma. Esta antigua celebración mariana tuvo mucho arraigo en toda Europa y los primeros misioneros la trajeron a América, aún hoy en muchos lugares este día se conoce como el «Viernes de Dolores», un día especial en el que el pueblo creyente conmemora los sufrimientos de la Madre de Cristo, a pesar que la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores se celebra en la Liturgia oficial de la Iglesia el 15 de septiembre. El Concilio Vaticano II consideró, dentro de las diversas modificaciones al calendario litúrgico, suprimir las fiestas duplicadas, es decir, que se celebraban dos veces en un mismo año; por ello este cambio de fecha. Aún así, en la tercera edición del Misal Romano (2000), hay un recuerdo especial a los Dolores de la Santísima Virgen en la celebración ferial de ese día, y se permite celebrar una de las Misas del día con las oraciones de la Virgen de los Dolores.
Así, en muchos lugares, incluidas muchas parroquias y comunidades de la Ciudad de México, se hace un altar especial con este signo penitencial, donde el pueblo fiel se va introduciendo a la Semana Santa, y el Viernes Santo próximo, la comunidad vuelve a unir al dolor de la Madre Virgen que ha visto padecer en la Cruz a su Hijo Jesús. El altar de dolores es una de las bellas tradiciones propias de la Cuaresma que subsisten en México y que marca, como digo, el preámbulo de la Semana Santa. La historia nos señala que esta tradición tiene su origen en la ciudad de Florencia, en Italia durante el siglo XIII y se ha documentado que el culto a la Virgen Dolorosa tuvo sus inicios en México desde los primeros momentos de las actividades evangelizadoras de los primeros misioneros, especialmente los franciscanos. La liturgia de la palabra, ante la inminente llegada de la Semana Santa, nos pone, por su parte, en este día como salmo responsorial, unos cuantos versículos del salmo 17 [18], uno de los más largos de la Biblia. Una monumental oda al Dios cercano, al Dios que no abandona, al Dios que está cercano y atento al hombre que sufre. Este salmo constituye una oración fuerte: «Yo te amo, Señor, tú eres mi fuerza, el Dios que me protege y me libera... mi refugio, mi salvación, mi escudo, mi castillo». Se puede decir que, junto a la Madre Dolorosa, el día de hoy podemos contemplar a Cristo, con ayuda de este salmo, como el rey de nuestras vidas que viene, por el amor que nos tiene, a vencer a las fuerzas del mal y a traernos la salvación librándonos del pecado a través del dolor y de dar la vida por nosotros invitándonos a poner nuestra esperanza en él como la puso su Madre Santísima que no se le despegó ni un segundo en el camino de su pasión.
Nuestra respuesta, a esta entrega de nuestro Redentor tiene que ser también de amor, amor como el de María su Madre. Al sentirnos seguros y salvados por él, hay que amarle como ella; al recibir su protección divina, hay que amarle como ella; al experimentar los efectos de la salvación que nos trae, hay que amarle como ella; al sabernos liberados, hay que amarle como ella; al descubrir la fuente de su fortaleza, hay que amarle como ella. Así, nuestra respuesta a la entrega del Señor, debe ser de amor como el de su Madre Dolorosa con hondos y sinceros sentimientos de una especial gratitud que debe envolver nuestro corazón toda la Semana Santa ya inminente. Este salmo puede ser la voz de cada uno de nosotros que, unido a la Madre Dolorosa, sabe que hay una esperanza y un futuro luego de la pasión y muerte del Señor: la llegada de su resurrección que celebraremos en la Vigilia Pascual. Quiero terminar esta reflexión del día de hoy agradeciendo que esta Madre Dolorosa, se convirtió también en nuestra Madre; que fuimos engendrados, en medio de lágrimas y de sufrimientos; que María, como Madre nuestra, no deja nunca de acompañarnos en el camino de nuestra vida, y no deja tampoco de sufrir por sus hijos y con sus hijos. Quiero agradecer que ella no es una madre insensible, sino una madre dolorosa que está al lado de sus hijos en todo momento mientras vamos «gimiendo y llorando en este valle de lágrimas». Hoy veo a la buena madre que nunca abandona y que puede recordar a los hombres de nuestro tiempo, inquietos y preocupados por la esencialidad de las cosas, que la la vida pasa ciertamente por la experiencia de la espada (Lc 2,35; 14, 17; 33,36; Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4,12; Ap 1,16), que traspasa el alma, pero que abre a una nueva conciencia y a una misión renovada (Jn 19, 25-27), que va más allá de la carne y de la sangre y de la voluntad del hombre, puesto que brota de Dios (Jn 1, 13). ¡Bendecido viernes de dolores!
Padre Alfredo.
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