Este jueves, con el Salmo 104 [105] meditamos la historia de la salvación y las promesas de Dios, esas promesas que tendrán su pleno cumplimiento en Cristo que da su vida por nuestra salvación. Por eso necesitamos recordar que Dios tiene siempre presente su alianza. Toda la liturgia de la palabra de hoy nos recuerda que somos los verdaderos hijos de Abraham, que el Señor es fiel a sus promesas, ¿por qué, pues, perder la paz ante las dificultades que nos suceden? ¿Por qué estar inquietos si el Señor nos acompaña? «Recurran al Señor y a su poder, búsquenlo sin descanso» dice el salmista. «Recuerden los prodigios que él ha hecho, sus portentos y oráculos». Y continúa diciendo: «Descendientes de Abraham, su servidor, estirpe de Jacob, su predilecto, escuchen: el Señor es nuestro Dios y gobiernan la tierra sus decretos». El autor de este salmo nos recuerda nuestra pertenencia al Señor y nuestra condición de descendientes de la promesa hecha a Abraham. Dios estará con nosotros siempre, como lo prometió a Abraham.
Además del salmo, las dos lecturas de este jueves evocan esa magnífica figura de Abraham, Padre de los creyentes. El Génesis (Gn 17,3-9) nos presenta su Alianza, su Pacto de amor con Abraham, como un vaticinio de la que será la Nueva Alianza en su Hijo Jesús. Sabemos, por la historia sagrada, y creemos por la fe, la fidelidad imperturbable de la que dio testimonio Abraham. Esta actitud de lealtad le exigió lo más que se puede pedir a un padre: Su disposición decidida de sacrificar a su propio hijo. Este gesto generoso del Padre de los creyentes era un verdadero signo de la generosidad de Dios Padre, que «nos entregó a su Hijo Jesús, para que ninguno pereciéramos». En el Evangelio (Jn 8,51-59) vemos cómo Jesús se enfrenta una vez más a los judíos, haciéndoles ver que aunque se llamen Hijos de Abraham, no saben, en realidad, quién es el Dios de Abraham. Aquel que es antes de Abraham y de cualquier otra criatura, se ha hecho uno de nosotros para convertirse para nosotros en fuente de vida eterna. Quien lo acepte tendrá la vida, quien lo rechace, la habrá perdido para siempre, pues no hay otro camino de salvación, sino sólo Cristo Jesús. Así la fe de Abraham ha quedado superada por la fe en Cristo. Por eso debemos no sólo escuchar la Palabra de Dios, sino ser fieles a ella. Entonces no sólo conoceremos a Dios, sino que en verdad lo tendremos como Padre nuestro. Y teniendo a Dios con nosotros tendremos vida, y «Vida eterna»; y, a pesar de que tengamos que pasar por la muerte, como él, nuestro destino final estará escondido con Cristo en Dios (Col 3,3), con quien viviremos eternamente.
Estamos a punto de entrar en la «Semana Santa». Las ceremonias que la Iglesia nos va a ofrecer en estos días no pueden ser simplemente momentos de ir a Misa, momentos de rezar un poco más o momentos de dedicar un tiempo más grande a la oración. La Semana Santa ha de ser un encuentro con el misterio de un Cristo que se ofrece por nosotros para decirnos quién es. El encuentro, la presencia de Cristo que se entrega totalmente en la cruz y que se muestra victorioso en la resurrección, tenemos que realizarla en nuestro interior. Tenemos que enfrentarnos cara a cara con Él. Los que creen en Jesús, además de ser libres, tienen vida en plenitud y «no conocerán lo que es morir para siempre». Si nuestra fe en Cristo es profunda, si no sólo sabemos cosas de él, si no sólo «creemos en él», sino que «le creemos a él» y le aceptamos de todo corazón como razón de ser de nuestra vida, si somos fieles como Abraham, si estamos en comunión con Cristo, tendremos vida. Como los miembros del cuerpo que permanecen unidos a su cabeza. Los que «no sabrán qué es morir» serán «los que guardan mi palabra»: no los que la oyen, sino quienes la escuchan y la meditan y la cumplen como María la Madre del Señor y Madre nuestra. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen, que nos conceda la gracia de unir nuestra existencia a Jesucristo, con tal lealtad que en verdad podamos convertirnos en un signo de la vida nueva que Dios ofrece a la humanidad, hasta lograr alcanzar la plenitud de esa vida en la eternidad. ¡Bendecido jueves eucarístico y sacerdotal, un buen día para irse a confesar y prepararse a vivir la Semana Santa!
Padre Alfredo.
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