martes, 9 de abril de 2019

«ALEGRARSE EN EL SEÑOR»... Tema para retiro


Esta es la segunda conferencia de una serie de tres:
(Haz click al tema que quieras ser direccionado)

1. UNA IGLESIA UNIDA Y DE PUERTAS ABIERTAS AL SERVICIO DEL PUEBLO DE DIOS.
2. ALEGRARSE EN EL SEÑOR.
3. EL SERVICIO COMO FUENTE DE SANTIFICACIÓN.

«ALEGRARSE EN EL SEÑOR»

Empiezo la reflexión con una frase muy corta de una de las cartas de San Pablo: «Alégrense siempre en el Señor; se los repito alégrense» (Flp 4,4). Con estas palabras el Apóstol de las Gentes exhorta a los cristianos de Filipo para recordarles que son «ciudadanos del cielo» (3, 20). Lo curioso de esta exhortativa frase, tan corta y tan profunda, es que Pablo habla de alegría mientras él se encuentra entre cadenas, y los destinatarios de su carta tienen adversarios, padecen y sostienen el mismo combate que él (cfr. Flp 1,28-30). Para nosotros, que somos, como san Pablo, discípulos–misioneros de Cristo, la alegría no es el resultado de una vida fácil y sin dificultades, o algo sujeto a los cambios de circunstancias o estado de ánimo, sino una profunda y constante actitud que nace de la fe en Cristo: «nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1Jn 4,16). El mensaje cristiano que se nos ha transmitido tiene como finalidad entrar en comunión con Dios «para que nuestra alegría sea completa» (1Jn 1,4).

El tema de la alegría recorre las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento. «Los libros del Antiguo Testamento —afirma el Papa Francisco— habían preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos» (EG, 4). El libro del Eclesiástico afirma: «No dejes que la tristeza se apodere de tu alma, ni te aflijas a ti mismo con tus pensamientos». Así, nos queda claro que la alegría del corazón es la vida del hombre, y un tesoro inexhausto de santidad; el regocijo alarga la vida del hombre. «Apiádate de tu alma, agrada a Dios y sé continente; fija tu corazón en la santidad del Señor, y arroja lejos de ti la tristeza, porque a muchos ha matado, y para nada es buena» (Eclo 30, 22-25). «Los santos, mientras vivían en este mundo, estaban siempre alegres, como si siempre estuvieran celebrando la Pascua» decía San Atanasio (Carta 14). «Los seguidores de Cristo —escribe san Juan Crisóstomo— viven contentos y alegres y se glorían de su pobreza más que los reyes de su diadema (Hom. sobre S. Mateo, 38). Con razón la beata María Inés Teresa solía decir: «Un santo triste es un triste santo».

Un tema mencionado con frecuencia, pero pocas veces tratado en profundidad es el de la alegría cristiana. Es, sin embargo, más importante de cuanto parece. El mundo en el que vivimos tiene hambre y sed de alegría, la busca por aquí y por allá, sin saber que la lleva dentro por el amor misericordioso de Dios que la ha sembrado en el corazón. Dice santo Tomás de Aquino: «La felicidad es el último fin (del hombre), y este lo desea naturalmente» (SCG III, 48). Decir felicidad o beatitud o alegría o gozo, son términos equivalentes. La alegría es el signo de la plenitud de la fe (Rm 15,13; 2 Cor 1,24). Ignacio Larrañaga, en su libro titulado «Del sufrimiento a la paz» dice: «Hay una planta que debes cultivar diariamente con especial cuidado y mimo: la alegría. Cuando esta planta inunde tu casa con su fragancia, todos tus hermanos, y hasta los peces del río, saltarán de alegría».

La Cuaresma, entre los tiempos litúrgicos —aunque cualquier tiempo es bueno— es camino de conversión y, por ello, es también camino de alegría, de apertura a la gracia que brota de la Cruz y, como nos recuerda San Pablo, de participación en la muerte y en la resurrección de Cristo: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo —por pura gracia están salvados— nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él» (Ef 2,4-6). En la carta a los Efesios, San Pablo, insiste en esta gratuidad de la salvación: «están salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a ustedes, sino que es un don de Dios» (Ef 2,8). «Sus pequeñas cruces de hoy —decía san Juan Pablo II— pueden ser sólo una señal de mayores dificultades futuras. Pero la presencia de Jesús con nosotros cada día hasta el fin del mundo (Mt 28, 20) es la garantía más entusiasta y, al mismo tiempo, más realista de que no estamos solos, sino que Alguien camina con nosotros como aquel día con los dos entristecidos discípulos de Emaús (cfr. Lc 24, 13 ss)» (Juan Pablo II, Disc. 1-III-1980).

De la gratitud por el amor de Dios que nos ha dado a Jesucristo que murió para nuestra salvación y resucitó llenando de alegría nuestros corazones y por el reconocimiento de la salvación brota lo que llamamos «la alegría cristiana». Los creyentes sabemos que apenas podríamos alegrarnos si sólo contásemos con nuestras fuerzas, con nuestros medios. A pesar de los progresos en diversos campos de la actividad humana en este mundo globalizado, subiste la limitación a la hora de sanar las graves heridas que nos aquejan: el peso del egoísmo, la sombra de la muerte que se proyecta sobre nuestras vidas, la imposibilidad de hacer justicia a tantas víctimas. Necesitamos a Dios porque necesitamos ser salvados en la alegría.

La parroquia es un tema central en una Exhortación Apostólica del Papa Francisco que todos debemos o deberíamos conocer: «Evangelii Gaudium» la exhortación del Papa sobre la alegría del Evangelio. Nos reunimos constantemente como comunidad parroquial, como familia en la fe, una pequeña célula de la Iglesia universal que quiere ser trasformada en su raíz para volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio que es siempre joven y que siempre nos llena de alegría. 

El Papa Francisco en esta Exhortación nos dice: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años» (EG 1), evitando que una Iglesia cerrada se conviertan «en una detenida estructura separada de la gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos» (cf. EG 28).

En esta pequeña célula que es la comunidad parroquial se hace presente la Iglesia universal. Porque aquí en donde a diario se celebra la Eucaristía, aquí somos conscientes que queremos estar en comunión con todas las personas que nos unen en una misma fe y en un mismo bautismo. Pero queda siempre la insatisfacción de que aún no hemos logrado que nuestra parroquia sea comunidad de comunidades. Damos más bien muchos la impresión de que en ella se gestiona una parroquia que es una agencia de servicios religiosos aislados. Mucha gente cuyos rostros no nos son conocidos llegan y solicitan servicios sin siquiera saber lo más mínimo de la vida eclesial y a veces hasta de mal humor porque no se les atienden caprichos que la Iglesia no puede realizar.

En la sociedad actual, caracterizada por la desconfianza y la incredulidad, mostrar la alegría del Evangelio es una tarea difícil y complicada. Necesitamos crear comunidades que sean lugares de encuentro con el Dios de Jesucristo. La parroquia se debe cuestionar si de verdad es misionera, servidora de los más pobres, de los que están lejos, de los más necesitados, una comunidad que vive la unidad en la pluralidad de carismas y, sobre todo, que festeja, llena de alegría en sus celebraciones, aquello que piensa y vive.

«La alegría cristiana —decía San Juan Pablo II— es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del Hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo... ¡No apaguen esta alegría que na-ce de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimonien su alegría! ¡Habitúense a gozar de esta alegría!» (JUAN PABLO II, Aloc. 24-III-1979).

La comunidad parroquial debe vivir en la alegría, debe volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio (EG 11). Esto es lo que hará que en toda parroquia reine la alegría de las familias que la integran y sea una comunidad más creíble que vive la alegría cristiana «en contacto con los hogares y con la vida del pueblo», evitando que se convierta, como ya he dicho citando al Papa Francisco, «en una escrupulosa estructura separada de la gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos» (EG 28). El Papa Francisco quiere una Iglesia misionera en actitud de partida, que salga no solo a las periferias de las ciudades, sino también a las periferias de la existencia humana (cf. EG 20-27, 31, 78-86). Y esas periferias, ustedes bien saben, aquí las tenemos, porque a nuestro alrededor hay gente triste, gente a la que le falta esa alegría que el Señor, en su infinita bondad, a nosotros nos ha regalado. 

A una Iglesia que se limita a administrar el trabajo parroquial y que vive encerrada en su comunidad, en esa que ya tiene asegurada, le pasa lo mismo que a una persona encerrada: se atrofia física y mentalmente. O se deteriora como un cuarto encerrado, donde se expande el moho y la humedad. A una Iglesia autorreferencial le sucede lo mismo que a una persona autorreferencial: deviene paranoica y maniática. Es cierto que si uno sale a la calle queriendo llevar la alegría de los hijos de Dios, le puede pasar lo que a cualquier hijo de vecino: ¡accidentarse! Pero, a ese respecto, el Papa Francisco afirma: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Más que el temor a equivocarse, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras fuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ¡Denles ustedes de comer! (Mc 6, 37)» (EG 49).

Me brota ahora el pensar que algunos se preguntarán: ¿en qué consiste la verdadera alegría en la Iglesia? ¿De qué clase de alegría hablamos cuando tocamos este tema en nuestras comunidades? La respuesta es sencilla: la alegría que una familia y una comunidad debe vivir, está en la autenticidad de vida, en ser lo que se es. Esta es la clave. No radica en aparentar, ni en tener cada vez más posesiones, ni mucho menos en estar riéndose superficialmente todo el santo día a carcajada batiente.

Para una esposa y madre, la alegría estará en entregarse por completo al esposo y a sus hijos. Para un esposo y padre, la alegría radicará en la buena educación de los hijos, y qué satisfacción da a un padre de familia ver a sus hijos, ya grandes, bien formados. Para el hijo, la alegría debe consistir en obedecer a los propios padres, que representan el querer de Dios, y en ser caritativos con los que le rodean. Y para el cristiano, que por definición es el seguidor de Cristo, la alegría consiste en la coherencia de vida, en ser, por lo tanto, fiel discípulo de Cristo siendo como es. Esta es la fuente de la verdadera alegría. Así pues, para el auténtico seguidor de Cristo, la verdadera alegría se encontrará en buscar agradar en todo a su Señor, en hacerlo feliz con cada una de sus acciones. El cristiano, el seguidor de Cristo, será verdaderamente feliz cuando consciente y animosamente lo siga y haga que otros le sigan. Cuando olvidándose de sí mismo y de sus gustos personales, se entregue a los demás para ayudarlos en sus necesidades y com-partir así la alegría que lleva dentro, que nada ni nadie le podrá quitar. Dice la beata María Inés: «Debemos hacer que quienes nos rodean gocen también de la inmensa alegría de ser hijos de Dios.» (Carta Circular del 14 de abril sin año. ff.5674-5677).

Cuando se vive la genuina alegría, esta produce una satisfacción interior. ¿Quién no ha experimentado esa paz interior que se produce cuando se es fiel al deber, cuando se llevan las responsabilidades al día, cuando se hace algo por los demás o cuando se tiene una conciencia tranquila? Cuánta alegría posee el que tiene una sola cara. El Papa Francisco nos dice que «la alegría cristiana es un don y no simple diversión pasajera» y también dice que «un cristiano sin alegría no es cristiano. Un cristiano que continuamente vive en la tristeza, no es cristiano. Y a un cristiano que en el momento de las pruebas, de las enfermedades o de tantas dificultades, pierde la paz, le falta algo» (Homilía de mayo 15 de 2015). «La alegría cristiana —ha dicho el Papa en otra ocasión—, es la trascendencia del cristiano, un cristiano que no es alegre en su corazón no es un buen cristiano. Es la trascendencia, el modo de expresarse del cristiano, la alegría. No es una cosa que se compra o que yo hago con mi esfuerzo, no. Es un fruto del Espíritu Santo. Y el que provoca la alegría en el corazón es el Espíritu Santo» (Homilía del 28 de mayo de 2018).

Cada vez que como comunidad parroquial nos congregamos para celebrar la Eucaristía, principalmente el domingo, el Día del Señor, escuchamos y reflexionamos los Evangelios que nos narran muchos encuentros con Cristo que son fuente de alegría. Menciono ahora solamente algunos: El relato de Juan Bautista que saltó de gozo en el seno de santa Isabel al sentir la presencia del Verbo Encarnado (cfr. Lc 1, 45); el anuncio a los pastores que les deja «una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor» (Lc 2, 11); la felicidad de los Magos, al volver a ver la estrella que les conducía al Rey de los Judíos, «se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2, 10); la alegría de paralíticos, ciegos, leprosos y todo tipo de enfermos que fueron curados por Jesús; la alegría de la viuda de Naín al ver resucitado a su hijo (cfr. Lc 7, 14-16); la alegría de Zaqueo, que se desborda en un banquete y en una profunda conversión (cfr. Lc 19, 8); la alegría del Buen Ladrón, en medio de su atroz dolor físico en la Cruz, al saber que ese mismo día estaría con Jesús en su Reino (cfr. Lc 23, 42-43); la alegría, en fin, de María Magdalena, los discípulos de Emaús y los Apóstoles ante Jesús Resucitado. 

En un mundo tan carcomido por la tristeza, que fundamenta su felicidad en las cosas materiales y triviales, los cristianos estamos necesitados de ver caras alegres a nuestro alrededor y para eso hemos de manifestar nuestra alegría de vivir por Cristo, con él y en él, como decimos en cada Eucaristía. Por eso vale la pena esforzarse por vivir el consejo de san Pablo con el que empecé esta conferencia: «Alégrense siempre en el Señor; se los repito alégrense» (Flp 4,4). Vivir siempre alegres para hacer felices a los demás. Y como dice el Papa Francisco en Evangelii Gaudium: «No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque “nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor”» (E.G. 3) San Pablo VI ya lo había dicho en su Exhortación Apostólica «Gaudete in Domino» el 9 de mayo de 1975.

El Papa Francisco hace notar en este documento de Evangelii Gaudium que la acción evangelizadora de una comunidad parroquial es inseparable de la alegría cristiana, aún en medio de todas las dificultades que puede afrontar el evangelizador. Por ello, dice el Papa, no es comprensible la actitud de cristianos con caras tristes, «…cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua» (EG,6). ¿Cómo puede ser creíble nuestra predicación si los oyentes no perciben en nosotros la alegría que experimentamos por haber sido salvados? Estamos llamados a testimoniar nuestra alegría, aún en medio de las adversidades. «Un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral» dice Francisco (EG,10). El Santo Padre nos invita a recobrar y acrecentar nuestro fervor evangelizador viviendo con alegría nuestra misión; citando a san Pablo VI señala: «Ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo [Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, 80]» (EG, 10).

La alegría cristiana no supone, obviamente, que todo vaya siempre bien, que no haya problemas ni sufrimientos, soñándonos en un lecho de rosas. No se trata de un autoengaño. El seguimiento de Jesús no nos exonera de la cruz, y eso nos lo recuerda especialmente la Cuaresma. La alegría, que se nutre de la fe y esperanza cristiana, no conlleva a ignorar el sufrimiento, sino a superarlo venciendo la angustia y ansiedad con la oración, el ayuno y limosna. En ese sentido, el Papa señala en Evangelii Gaudium: «Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza» (EG, 6). La tristeza persistente, si no es consecuencia de un desorden psicosomático, puede constituirse en un pecado contra la fe y la esperanza cristianas, porque la razón de nuestra alegría es, obviamente Cristo; la fortaleza para mantenernos firmes sólo nos puede venir del Señor, quien camina a nuestro lado. La alegría es, finalmente, fruto de la acción del Espíritu Santo en nosotros; Dios es la fuente de nuestra alegría. El apóstol San Pablo, en la Carta a los Filipenses —conocida precisamente como la «Carta de la alegría»—, nos exhorta diciéndonos lo que ya he repetido: «Estén siempre alegres…» (Flp 4, 4). Se trata de vivir alegres manteniendo la paz interior sin inquietarnos por nada, se trata de dejar de lado la ansiedad, la misma que nos roba la paz, la tranquilidad, y que nos genera estrés. No debemos olvidar que el Señor es nuestra fortaleza y refugio seguro, si estamos con Él nada debemos temer. Debemos hacer nuestras estas otras palabras de Pablo: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Flp 4, 13).

El discípulo–misionero debe ser plenamente consciente que el éxito de su paso por este mundo no depende tanto de sus capacidades personales o de los recursos y medios materiales, sino de la acción del Espíritu Santo. Es esa certeza la que le permite comprometerse decididamente en la acción evangelizadora, dejando de lado toda actitud derrotista, la angustia y ansiedad por los resultados inmediatos o a corto plazo. «Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia del discípulo–misionero —afirma el Papa Francisco— es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo» (EG, 85). 

La nueva evangelización está llena de desafíos, obstáculos y dificultades; pero, como dice el Papa Francisco: «Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!» (EG, 119). Con la reflexión de esta noche, quiero alentar a todos a «una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin» sin que dejen morir su parroquia; pero soy consciente de que, como dice el Papa Francisco: «ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu» (EG, 261).

Abran sus corazones y su mente al Espíritu, escuchen la Palabra de Dios y déjense interpelar como María la Madre de nuestro Redentor. El mismo Señor nos lo dijo: «dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen» (Mt 13,16). Hay que pedir una mirada amplia para ver «la mano de Dios» en tantos acontecimientos que nos suceden y tener todos los sentidos puestos en lo único fundamental: «vivir siempre alegres». Vamos de camino hacia la vivencia plena de la alegría pascual cristiana, que tiene mucho de paradójico, porque no será algo que se da según los cánones del mundo, porque no depende del estado de ánimo, ni de salud, ni por la posesión de cosa alguna, sino que es consecuencia de la fe, la esperanza y el amor en Cristo Muerto y Resucitado «en quien nos movemos, somos y existimos» (Hch 17,28).

En las letanías lauretanas invocamos a María como «causa de nuestra alegría», cuestión que me gusta mucho recordar y expresión que me han escuchado muchas veces al orar juntos. Si María puede ser la «causa de nuestra la alegría» es porque Ella misma no cabía en sí de felicidad. Rebosaba alegría y la contagiaba por doquier. Estoy seguro de que en el rostro de la santísima Virgen María era habitual ver dibujada una de esas sonrisas perennes. Imaginarla sonriendo es palpar la satisfacción y el gozo de que rebosaba su alma. ¡Qué sonrisa luciría la Virgen! Sonrisa delicada y amable en su trato con el prójimo, con los cercanos y lejanos, con los simpáticos y antipáticos; con todos. Sonrisa agradecida para con los pastores de Belén, los Magos de Oriente, y todo el que le hizo algún bien por pequeño e insignificante que haya sido. Sonrisa comprensiva y misericordiosa ante aquel buen posadero que no pudo ofrecerles un lugar apropiado en su posada; y también ante las incomprensiones, las calumnias y molestias recibidas de tantos otros. Sonrisa admirativa ante las maravillas incompresibles que Dios obró en su vida y que rodearon la de su Hijo. Sonrisa indulgente, sonrisa curativa de las angustias, sonrisa generosa... sonrisa pícara y confiada al decirles en Caná a los criados: «hagan lo que Él les diga...», sonrisa festiva entre lágrimas de alegría, aquella mañana espléndida del domingo de resurrección. Sigamos caminando con ella hacia la Pascua como una comunidad unida que vive en la alegría. 

Terminemos con una sencilla oración:

Danos, Señor, el don de la alegría que canta sin reservas la belleza del mundo, la grandeza del hombre, la bondad de nuestro Dios.

Danos, Señor, el don de la alegría, que nos haga siempre jóvenes aunque los años pasen; la alegría que llena de luz el corazón.

Danos, Señor, el don de la alegría, que colma de sonrisas, de abrazos y de besos, el encuentro de amigos, la vida y el amor.

Danos, Señor, el don de la alegría que nos una contigo, el Dios siempre presente, en quien todo converge y en quien todo se inspira.

Danos, Señor, el don de la alegría, que alienta el corazón y nos muestra un futuro lleno de bendiciones, a pesar del dolor. Amén.

Padre Alfredo.

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