martes, 9 de abril de 2019

«UNA IGLESIA UNIDA Y DE PUERTAS ABIERTAS AL SERVICIO DEL PUEBLO DE DIOS»... Tema para retiro


Esta es la primera conferencia de una serie de tres:
(Haz click al tema que quieras ser direccionado)

1. UNA IGLESIA UNIDA Y DE PUERTAS ABIERTAS AL SERVICIO DEL PUEBLO DE DIOS.
2. ALEGRARSE EN EL SEÑOR.
3. EL SERVICIO COMO FUENTE DE SANTIFICACIÓN.

«UNA IGLESIA UNIDA Y DE PUERTAS ABIERTAS 
AL SERVICIO DEL PUEBLO DE DIOS»

Empiezo esta reflexión con un texto del Evangelio:

«Jesús exclamó: "No sólo ruego por ellos, sino también por los que han de creer en mí por medio de sus palabras. Que todos sean uno; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les di la gloria que tú me diste para que sean uno como lo somos nosotros. Yo en ellos y tú en mí, para que sean plenamente uno; para que el mundo conozca que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí. Padre, quiero que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy; para que contemplen mi gloria; la que me diste, porque me amaste antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido; yo te he conocido y éstos han conocido que tú me enviaste. Les di a conocer tu nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo en ellos".» (Juan 17, 20-26).

Vivimos en un mundo globalizado que se debate entre el egoísmo, la vanidad y la soberbia entre muchas otras cosas, un mundo en el que la familia tradicional está a la deriva de una serie de usos y costumbres que llegan de aquí y de allá y que deterioran la unidad familiar, célula primordial de la sociedad. Por eso, la unidad y la comunión se convierten en un requisito primordial para que el mundo en el que acontece nuestra vida diaria crea en Jesucristo como el enviado del Padre. La fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí por tantas clases de rupturas y me pregunto si no estará quizás ahí uno de los grandes males de la evangelización y a la vez la provocación de un nuevo reto. ¿Cómo vivimos la unidad en la familia, en la parroquia, en nuestras comunidades y en nuestro entorno? 

Si el Evangelio que proclamamos aparece desgarrado por discusiones doctrinales, por polarizaciones ideológicas o por condenas recíprocas entre los miembros de las familias, de la Iglesia y en concreto de una comunidad  al antojo de sus diferentes teorías sobre como seguir a Cristo y servir a la Iglesia, e incluso a causa de sus distintas concepciones de la sociedad y de las instituciones humanas como la familia, ¿cómo pretender que aquellos a los que se dirige nuestra predicación y nuestro testimonio no se muestren perturbados, desorientados o escandalizados?

Los laicos, con sus familias católicas, son el primer rostro de Cristo que la gente de nuestra sociedad ve, y es, a través de los laicos, en el ir y venir de cada día, en donde el mundo puede ver que Dios existe y nuestras nuevas generaciones, viendo la unidad nuestra con Cristo, la unidad familiar y entre nosotros, pueden apreciar y valorar el vivir en el ámbito de la fe.

Esta mañana, ha sido presentada en el Vaticano una nueva Exhortación Apostólica del Papa Francisco: «Christus vivit» («Cristo vive»), un documento en el que el Papa recoge el sentir de los obispos y participantes en el pasado sínodo sobre la juventud. Entre otros puntos, me ha llamado la atención el número 185 en el que el Papa Francisco nos dice que «numerosos Padres sinodales provenientes de contextos no occidentales señalan que en sus países la globalización conlleva auténticas formas de colonización cultural, que desarraigan a los jóvenes de la pertenencia a las realidades culturales y religiosas de las que provienen». El Papa dice que es necesario un compromiso de la Iglesia para acompañar a los jóvenes en este paso sin que pierdan los rasgos más valiosos de su identidad». ¿No estará pasando también eso entre nosotros, que hemos dejado que la globalización llene las mentes y los corazones de nuestros jóvenes con ideas que los han apartado de la vivencia de nuestra fe cristiana? 

¿Qué unidad eclesial perciben los jóvenes de nuestro entorno en nuestras familias? ¿Qué noticias son las que ellos ven en las redes sociales acerca de la Iglesia? ¿Qué clase de testimonio ven en nuestros hogares y en la parroquia como una comunidad que marcha unida hacia el encuentro del Señor? ¿Cómo reconocen a Cristo en las acciones que nosotros como familias creyentes y comunidades realizamos?

San Paulo VI, en su documento Evangelii Nuntiandi afirmaba: «El testamento espiritual del Señor nos dice que la unidad entre sus seguidores no es solamente la prueba de que somos suyos, sino también la prueba de que Él es el enviado del Padre, prueba de credibilidad de los cristianos y del mismo Cristo. Somos evangelizadores y somos nosotros los que debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la de cristianos adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia. He aquí una fuente de responsabilidad, pero también de consuelo» (cf. EN 77). 

La oración de Jesús y el unirnos en torno a él y su Palabra, es un medio eficaz —así lo espero— que alcance aquí y ahora a los que han creído en su nombre. Esta es la garantía del don de la unidad que una comunidad debe desarrollar para que el mundo, especialmente los jóvenes, que son el ahora y el mañana del mundo crea. La misión, recordémoslo, brota de la comunión y encuentra su fecundidad en la unidad. «No sólo ruego por ellos, sino también por los que han de creer en mí por medio de sus palabras. Que todos sean uno; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste», hemos leído hace unos momentos (Jn 17,20-21). El discipulado y la misión reclaman una comunidad de fe, amor y esperanza. El testimonio de Jesús es obra de los Doce, de los 72 y de nosotros. No existen en la Iglesia testigos aislados. San Pablo dice que transmitía lo que había recibido: «Les recuerdo, hermanos, el Evangelio que les prediqué, que han recibido y en el cual permanecen firmes […] Porque les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce […] Pues bien, tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que han creído» (1 Cor 15,1-11). 

El Evangelio de Dios es único y sus testigos han de ser uno en Cristo y esos testigos del aquí y ahora somos nosotros. ¿Se han preguntado alguna vez por qué algunas comunidades parroquiales en lugar de crecer disminuyen? ¿Se han cuestionado por qué los adolescentes y los jóvenes están prácticamente ausentes de la vida eclesial? ¿Alguna vez han pensado que esto es solamente responsabilidad del pastor que está al frente de una parroquia y de los responsables de los grupos o comunidades? ¿Alguna vez han pensado que se ha hecho ya todo lo que se podía hacer? ¿Qué hemos hecho o que podemos hacer unidos frente a la tendencia al individualismo y a la comodidad que ataca especialmente a las nuevas generaciones? ¿Nos hemos acomodado en una especie de modorra que nos tiene instalados solamente en cumplir con la Misa dominical, aunque los hijos y nietos no asistan nunca y ya? 

Jesús no solo envió a los Apóstoles, envió además a los setenta y dos discípulos de dos en dos delante de él para que anunciasen la buena nueva del Reino, a todas las ciudades y sitios por donde debía pasar él (cf. Lc 10,1-16). Por eso toda parroquia y comunidad debe vivir en una misión permanente que reclama unidad de las familias y corresponsabilidad de todos sus miembros. «Muchos jóvenes —dice el Papa Francisco en el número 216 de esta nueva Exhortación— se sienten hoy hijos del fracaso, porque los sueños de sus padres y abuelos se quemaron en la hoguera de la injusticia, de la violencia social, del sálvese quien pueda. ¡Cuánto desarraigo! Si los jóvenes crecieron en un mundo de cenizas no es fácil que puedan sostener el fuego de grandes ilusiones y proyectos. Si crecieron en un desierto vacío de sentido, ¿cómo podrán tener ganas de sacrificarse para sembrar? La experiencia de discontinuidad, de desarraigo y la caída de las certezas básicas, fomentada en la cultura mediática actual, provocan esa sensación de profunda orfandad a la cual debemos responder creando espacios fraternos y atractivos donde se viva con un sentido». 

Vivimos —aunque a algunos les duela que yo lo diga refiriéndome a Ciudad de México— en la ciudad más descristianizada de nuestra nación y tal vez de toda América Latina, aquí vivimos, en esta nación, en esta ciudad, en esta «selva de cemento» que es la única en el mundo en donde María, la Madre del Señor se ha querido quedar plasmada en una imagen. ¿Nos hemos contentado solo con eso? ¿Nos hemos puesto a pensar que es Ella la principal interesada en querer vernos unidos en nuestras familias, entre nosotros y unidos con Cristo para que la Iglesia viva?

La unidad, ciertamente, difiere radicalmente de la uniformidad y del conformismo de quienes prefieren la tranquilidad al riesgo de estar en actitud de permanente búsqueda y discernimiento de la verdad. La comunión es siempre comunión de personas libres y diferentes como tan diferentes son nuestras familias. Es común unión y tarea común. El Espíritu une en la diversidad. En el seno de la familia y de la comunidad, el Espíritu Santo reparte dones diversos para la edificación y servicio del pueblo de Dios, uno y diverso. 

La comunión, en una parroquia y en una comunidad, grupo o movimiento eclesial, de la misma manera que sucede en una familia, está como tejida por la complementariedad y la corresponsabilidad de todos y cada uno en el servicio común. Las rivalidades y envidias, así como el afán de uniformidad, arruinan la verdadera comunión. La beata María Inés Teresa, en uno de sus escritos en los que da sabios consejos indica: «La comunidad fervorosa y llena de dinamismo misionero, irradia por doquier, ese celo misionero, proyectándose, por medio de iniciativas, hacia todos aquellos que evangeliza, o catequiza, los que están en contacto con nosotros, los que usan nuestra casa para reuniones varias o también, aquellos que el misionero encuentre en su camino» (Consejos).

La unidad de las fuerzas vivas de una comunidad es, por tanto, don y tarea de todas las familias unidas y de todos como parte de la familia eclesial. Dios la otorga siempre, pero no siempre sus discípulos–misioneros la reciben de forma adecuada. La acogen y desarrollan los que avanzan con humildad y transparencia. La arruinan los que se sitúan con arrogancia o despóticamente ante los demás, como si fueran los únicos a poseer la verdad y el bien hacer, se sientan solamente a criticar o se sienten «los párrocos» que todo lo saben y quieren controlar hasta al mismo sacerdote al frente de la parroquia. La comunión exige, de cada uno de los miembros, una actitud permanente de discernimiento y búsqueda para mejor servir al pueblo de Dios. Todo ello requiere una obediencia madura en la fe. San Pablo no cedió en las presiones que se ejercían sobre él y su manera de anunciar el Evangelio. Fue junto a los que eran tenidos como columnas de la Iglesia para saber si corría o no en vano, para defender la verdad del Evangelio que anunciaba a todas esas familias de los primeros creyentes (cf. Gal 12,1ss). 

El amor y la verdad, la comunión y la búsqueda de la verdad no pueden separarse, han de correr al unísono en una familia y en toda comunidad de creyentes. ¿Qué habría sido de la evangelización del mundo gentil si San Pablo se hubiera quedado «acomodado» en su lugarcito? ¿Se han puesto a pensar lo que cada uno puede hacer por su familia y por su comunidad? Es hermoso como el Papa Francisco termina su Exhortación Apostólica dirigiéndose a los jóvenes y diciendo: «Queridos jóvenes, seré feliz viéndolos correr más rápido que los lentos y temerosos. Corran «atraídos por ese Rostro tan amado, que adoramos en la Sagrada Eucaristía y reconocemos en la carne del hermano sufriente. El Espíritu Santo los empuje en esta carrera hacia adelante. La Iglesia necesita su entusiasmo, sus intuiciones, su fe. ¡Nos hacen falta! Y cuando lleguen donde nosotros todavía no hemos llegado, tengan paciencia para esperarnos» (299).

Sabemos que la división, sobre todo cuando alguien se queda instalado o pierde la esperanza, «perjudica la causa santísima de la predicación del Evangelio a toda criatura y cierra a muchos las puertas de la fe» (AG 6); pero no es menos cierto que la pereza y la desafección arruinan también los procesos que exige la nueva evangelización y el diálogo con el mundo que nos rodea, especialmente, insisto, con los jóvenes que tal vez por nuestra misma cerrazón o entumecido comodismo no contagiamos del gozo de la fe. Es preciso unirnos más y más y salir de los caminos trillados para desarrollar una real actitud de discernimiento, si se quiere ser dóciles instrumentos del Espíritu que hace unos cielos nuevos y una tierra nueva. ¿Estamos dispuestos a adentrarnos en la mentalidad de la unidad para comunicar al mundo, a las familias y en especial a la gente joven la Buena Nueva del Evangelio de Dios?

Ahora me brota otra serie de preguntas dirigidas a cada uno: ¿Cómo vives y cultivas el don de la unidad con relación a los demás miembros de tu familia y de tu comunidad? ¿Cómo sientes que se trabaja el tema de la comunión en la diversidad de la comunidad en la que participas? ¿Qué cambios de actitud deberíamos desarrollar para atraer a la gente joven que ya no viene a la Iglesia? ¿Qué estructuras de diálogo conviene poner en marcha en los hogares y en los diferentes sectores de las parroquias para que los jóvenes salgan de su letargo espiritual? ¿Qué sugieres para una recepción más activa del don de la comunión entre los miembros de la familia y de la comunidad eclesial? 

Estas preguntas no se pueden responder en un instante. Toda parroquia, por la unidad que debemos vivir, debe ser un punto de referencia para la comunidad humana. Por ser la comunidad la «primera depositaria» de la Buena Noticia (EN 58) y el «ámbito» propio de la experiencia de una fe profesada, celebrada y vivida en unidad, tiene la tarea de narrar y difundir esa experiencia. «El cristianismo es una comunidad que narra», dice con toda razón el teólogo alemán Juan Bautista Metz, porque el Evangelio no le ha sido confiado a la comunidad cristiana para que ésta lo guarde o lo conserve sin más, sino para que lo anuncie y proclame al mundo entero (Mt 28,19-20; Mc 16,15) y el mundo entero, hoy por hoy, está plagado de jóvenes que no se sienten unidos a la Iglesia. «Es impensable —decía san Pablo VI— que un hombre haya acogido la Palabra y no se convierta en alguien que da testimonio y anuncia: el que ha sido evangelizado evangeliza a su vez» (EN 24). Todavía hoy sigue siendo válido el testimonio apostólico que brotó de la unidad de los primeros seguidores del Señor Jesús de que «lo que hemos visto y oído, es lo que les anunciamos» (1 Jn 1,3).

En el número 34 de «Christus Vivit» el Santo Padre nos recuerda que «ser joven, más que una edad es un estado del corazón. De ahí que una institución tan antigua como la Iglesia pueda renovarse y volver a ser joven en diversas etapas de su larguísima historia. En realidad —afirma Francisco—, en sus momentos más trágicos siente el llamado a volver a lo esencial del primer amor. Recordando esta verdad, el Concilio Vaticano II expresaba que “rica en un largo pasado, siempre vivo en ella y marchando hacia la perfección humana en el tiempo y hacia los objetivos últimos de la historia y de la vida, es la verdadera juventud del mundo”. En ella es posible siempre encontrar a Cristo «el compañero y amigo de los jóvenes».

La evangelización ha de constituir, en palabras de San Juan Pablo II, «el compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos» (Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente 40). Evangelizar es una responsabilidad que incumbe a toda la comunidad (Encíclica Centesimus annus 126), pues si todos los que formamos parte de la comunidad cristiana hemos recibido el don del Evangelio, todos unidos hemos contraído la responsabilidad de transmitirlo, pero ¿dónde están las familias jóvenes de nuestra Iglesia? ¿Hacia dónde los hemos conducido muchos adultos mayores conformistas y sin preocupación porque no asistan a la Misa dominical los hijos y los nietos?

A ejemplo de la comunidad de Antioquía, que de evangelizada pasó a ser evangelizadora (Hch 13,2-3), a las comunidades actuales les toca también dar ese mismo paso: convertirse en «instrumento de evangelización y de primer anuncio» para todos (Carta Encíclica Redemptoris Missio 51), en especial para la misma familia. De esto se desprende el papel insustituible de los miembros de tercera edad en la comunidad y en la evangelización. Algo parecido a como sucede con la música y la orquesta: sin orquesta que interprete la partitura musical, ésta no podrá hacerse oír con toda la variedad de sonidos y matices que en sí encierra. De igual modo, sin una comunidad unida e incluyente que interprete o entone la melodía de la evangelización ésta no podrá ser percibida por aquellos, pueblos y naciones del mundo entero (Mt 28,19; Mc 16,15), en especial por las nuevas generaciones a quienes va dirigida y que no le han encontrado el sabor a la fe, a la esperanza y a la caridad porque tal vez no la ven en dinamismo en nuestras vidas.

Y esto se desprende también de lo que venimos afirmando, que entre comunidad y evangelización existe un nexo tan indisociable que no puede concebirse la una sin la otra. La dimensión comunitaria y evangelizadora de la Iglesia están íntimamente trabadas entre sí. La Iglesia es comunitaria para evangelizar y esa evangelización empieza en el hogar, por algo llamado: «Iglesia doméstica». Nos es necesario, en consecuencia, saber leer la misión evangelizadora en clave de unidad: el sujeto que evangeliza es la familia misma, la comunidad. Y al mismo tiempo hemos de aprender a leer la naturaleza comunitaria de la Iglesia en clave evangelizadora.

Conscientes de nuestra vocación de narradores, por ser —como decía el teólogo dominico de Bélgica Eduardo Schillebeeckx— «los hombres relato de Dios», los agentes de pastoral no podemos dejar de preguntarnos: ¿desde dónde hemos de evangelizar a nuestras familias?, ¿desde qué sitios o lugares nos vemos capacitados para llevar el anuncio del Evangelio a cuantas más personas mejor?, ¿cuáles son las posibilidades que están ya a nuestro alcance en casa y en la parroquia y cuáles los nuevos intentos que deberíamos de acometer siempre unidos? La respuesta inmediata a esta pregunta no se hace esperar: evangelizamos desde nuestros hogares, desde nuestras comunidades y desde las plataformas pastorales que a partir de ellas hemos ido creando, como los sectores, movimientos y grupos parroquiales.

Los tiempos fuertes del Año Litúrgico, como la Cuaresma y la Pascua, constituyen un tiempo fuerte de evangelización, tiempo de gracia y conversión que no debemos desaprovechar y optimar nuestras posibilidades de Evangelización manifestando nuestra unidad. «¡Miren cómo se aman! Miren cómo están dispuestos a morir el uno por el otro» decía Tertuliano en el Siglo II.

Quizá la nota más característica de la vida de los primeros cristianos, no solo durante la Cuaresma sino siempre, era cómo sabían quererse entre sí. Esta será la señal por la que serán reconocidos por los paganos. Procuraban llevar a la práctica el mandato de Jesús: «Ámense unos a los otros como Yo los he amado» (Jn 13,34): ésta es la herencia que nos han dejado y la que nosotros deberemos trasmitir a los que vengan después. No se trata de filantropía o de humanitarismo sin más. Se trata de estar dispuestos —como dice Tertuliano— a dar la vida por los demás.

Hablando de esta unidad, San Clemente Romano, en su Carta a los Corintios, en el número 36 apunta: «El fuerte sea protector del débil, el débil respete al fuerte; el rico dé al pobre, el pobre dé gracias a Dios por haberle deparado quien remedie su necesidad. El sabio manifieste su sabiduría no con palabras, sino con buenas obras; el humilde no dé testimonio de si mismo, sino deje que sean los demás quienes lo hagan. El que es casto en su cuerpo no se gloríe de ello, sabiendo que es otro quien le otorga el don de la continencia». Y San Policarpo de Esmirna, en su carta a los Filipenses (9,1-11,4) les dice: «Permanezcan, pues, en estos sentimientos y sigan el ejemplo del Señor, firmes e inquebrantables en la fe amando a los hermanos, queriéndose unos a otros, unidos en la verdad, estando atentos unos al bien de los otros con la dulzura del Señor, no despreciando a nadie. Cuando puedan hacer bien a alguien, no se echen atrás, (…). Sométanse unos a otros y procuren que su conducta entre los gentiles sea buena, así verán con sus propios ojos que se portan honradamente; entonces los podrán alabar y el nombre del Señor no será blasfemado a causa de ustedes. ¡Porque ay de aquel por cuya causa ultrajan el nombre del Señor!»

Para ser testigos de la unidad en la familia y en la Iglesia, hay que experimentarla primero. Es necesario sabernos unidos al Señor y haber «conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros» (1 Juan 4,16). Porque, ¿Cómo podría quedar oculto semejante descubrimiento? ¡Más bien debería producir un interés hacia los demás, empezando por nuestros familiares y amigos! Por esto los paganos de los primeros siglos decían de los cristianos: «¡Miren cómo se aman!». Esos primeros cristianos vivían lo que creían. Se ayudaban unos a otros, visitaban a los que estaban en la cárcel debido a su fe, cuidaban a sus hijos… En una palabra, hacían visible el amor de Dios.

María es, a un tiempo, la madre y la discípula de Cristo. Ella alumbró al Salvador en la historia, pues de sus entrañas tomó carne el Unigénito. Ella se entregó lúcidamente al poder de la Palabra de Dios que tiene poder de realizar lo que anuncia y promete. «Con razón piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» (LG 56). San Agustín señala con perspicacia que ella «concibió por su fe» a Cristo. Y luego añade: «Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que madre de Cristo. Por esto, María nos puede ayudar en esta Cuaresma a vivir en la unidad, a ser discípulos–misioneros entusiastas que, como ella, puedan vivir de forma excelente el camino de la fe, de la esperanza y del amor. En ella vivió Cristo y en él vivió ella. 

El camino seguido por María, «tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo» (LG 63), es el que está llamado a seguir también la Iglesia en el mundo. Ella está llamada a vivir como la comunidad de los discípulos que acogen de manera incondicional la Palabra de Dios y se entregan a ella para que el Espíritu de santidad siga engendrando a Cristo en el corazón de los hombres en unidad. 

ORACION DE ACCION DE GRACIAS:

Madre Inmaculada, convocados por el amor de tu Hijo Jesús,
nosotros, hijos en el Hijo y familiares suyos, porque somos tus hijos,
nos consagramos a tu Corazón materno, para cumplir fielmente la voluntad del Padre. 

Somos conscientes de que, sin Jesús, no podemos hacer nada
y de que, sólo por Él, con Él y en Él, seremos, unidos,  instrumentos de salvación para el mundo. 

Esposa del Espíritu Santo, 
alcánzanos el don inestimable de la transformación en Cristo. 
Ayúdanos para que Cristo, tu Hijo, resucite en esta Pascua también en nosotros. 
Y, de este modo, la Iglesia pueda ser renovada por santos, 
transfigurados por la gracia de Aquel que hace nuevas todas las cosas.

Madre de Misericordia, ha sido tu Hijo Jesús 
quien nos ha llamado a ser corno Él: luz del mundo y sal de la tierra. 

Madre de la Iglesia, nosotros, unidos
queremos entregarnos a Dios por nuestras familias y por nuestra comunidad. 
Queremos cada día repetir humildemente 
no sólo de palabra sino con la vida, nuestro «aquí estoy». 

Abogada y Mediadora de la gracia, pide a Dios, para nosotros, 
un corazón completamente renovado, 
que ame a Dios con todas sus fuerzas y una a la humanidad como tú lo hiciste. 

Madre nuestra, no te canses de «visitarnos», consolarnos, sostenernos.
Ven en nuestra ayuda y líbranos de todos los peligros que nos acechan
Y que quieren acabar con la unidad. 

Con este acto de ofrecimiento y consagración, queremos acogerte 
de un modo más profundo y radical, 
para siempre y totalmente, en nuestra existencia familiar y comunitaria. Amén.

Padre Alfredo.

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