Uno de los salmos más bellos de la Sagrada Escritura y uno de los escritos más hermosos de la literatura universal es, sin duda alguna, el salmo 8. ¿Qué somos en para merecer la gracia tan inmensa de haber sido elevados a la dignidad de hijos de Dios? Todo lo puso Dios en nuestras manos; y a nosotros mismos nos llama para que participemos eternamente de su vida y de su gloria. Pero somos necios y fácilmente esclavizamos nuestra existencia a las cosas pasajeras, olvidando que somos señores y dueños de todo lo creado. El salmista nos dice que Dios, que nos llamó a la vida, es un Dios que no abandona nunca, ni siquiera cuando, a causa del pecado, nos alejamos de Él. El escritor sagrado nos recuerda hoy que su amor por nosotros es eterno; y nos lo ha manifestado cuando, siendo pecadores, salió a nuestro encuentro para perdonarnos y para conducirnos a la participación de la vida eterna. A Él, por su amor, por su bondad y por su misericordia, sea dado todo honor y toda gloria ahora y siempre.
En Cristo resucitado, los creyentes Cristo nos ofrece nace de sabernos amados, protegidos, perdonados y comprendidos por Dios. Pero esa Paz, que no debemos perder a causa de nuevas traiciones, es un trabajo que no debe cesar en la Iglesia para hacer que, en el Nombre de Cristo, se proclame a todo el mundo la necesidad de volverse a Dios y el perdón de los pecados. Esto nos ha de llevar a tomar nuestra cruz de cada día e ir tras las huellas de Cristo. La entrada en la Gloria, para estar junto con el Señor, debe pasar por la fidelidad a la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros, que somos su Iglesia. Y esa es nuestra cruz de cada día. El Señor nos ha confiado una Misión. No claudiquemos en aquello que con gran amor y con gran confianza el Señor nos ha confiado. En Cristo resucitado, los creyentes hemos de experimentar esa cercanía, sobre todo en la Eucaristía, en donde el Señor se hace presente entre nosotros para manifestarnos todo el amor que nos tiene. A partir de ese amor Él nos concede su perdón y su paz llenándonos de esperanza en la resurrección que a nosotros también nos alcanzará. Nosotros, al igual que los Apóstoles, y aquellos otros a quienes se les aparecía luego de su resurrección, debemos sentirnos amados por Él. Él nos cura de nuestras esclerosis que nos impiden dar testimonio de su amor, de su verdad, de su vida. Dios no nos quiere inutilizados por la maldad ni por el pecado que parece envolver l confusa sociedad en la que vivimos. Dios nos quiere hijos suyos en camino. Al ponernos en camino, nuestra vida, renovada en Cristo, debe ser, por sí misma, un testimonio del amor que Dios nos tiene y que ofrece a todos los hombres. Por eso la participación en la Eucaristía nos compromete a dar testimonio de la vida nueva que Dios ha infundido en nosotros siendo fieles a esa Misión que el Señor nos confía como discípulos–misioneros.
La evangelización el mundo está basada en el testimonio. Jesús les dice a los que lo vieron, a los que comieron con él: «Ustedes son testigos de estas cosas». Ciertamente nosotros no somos testigos oculares de la resurrección de Jesús, nosotros, como doscípulos–misioneros, aceptamos el testimonio de la Iglesia y de la Escritura y creemos en estos fieles testigos. Sin embargo, Jesús se sigue presentando en nuestras asambleas litúrgicas, en nuestra misma oración personal para, de una manera misteriosa, asegurarnos, por medio de la fe, que está vivo. Por ello, nosotros también estamos unidos a la obra de la evangelización. Nuestra evangelización será tan poderosa y convincente como nuestra experiencia de Jesús resucitado. La Pascua es esencialmente un tiempo maravilloso que podemos vivir muy unidos a María su Madre, la primera que lo vio resucitado y a aquellos Apóstoles que vencieron el miedo para tener un encuentro personal con Cristo que sea capaz de cambiar nuestra vida y convertirnos en sus testigos. Hoy es un día de la Octava de Pascua para abrir bien los ojos y los oídos y ver y escuchar al Señor. ¡Feliz jueves de la Octava de Pascua!
Padre Alfredo.
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