Hace 30 años, en la parroquia del Espíritu Santo, mi parroquia de origen, en San Nicolás de los Garza, Nuevo León, por imposición de manos del Excmo. Sr. Alfonso Hinojosa era ordenado diácono. ¡El tiempo ha pasado, de verdad, como agua! Me parece volver a revivir aquella Misa Solemne en la que mis padrinos de ordenación diaconal: mi amigo y compañero Margarito Salazar, hoy obispo de Matehuala y el padre, tan admirado y querido por mí, Alejandro Ostos (+), me colocaban, el último la estola y el primero la dalmática. Empezaba un camino de servicio que no terminaría con la ordenación sacerdotal en agosto del mismo año, sino que se prolonga hasta nuestros días. Y no hablo de esto para que me feliciten, sino para compartir el gozo de esta parte de mi vocación en la que, sin duda alguna, el Señor me ha bendecido largamente durante mi vida ministerial y le doy gracias por haberme dado la oportunidad de responder a su llamada a servir sin olvidar que, aunque fui diácono transitorio solo por tres meses, quedó grabado en mi corazón lo que esa imposición de manos significo al invitarme a servir. Se puede decir que, en el caso del sacerdote, el diaconado transitorio viene a ser como un tiempo de entrenamiento y preparación antes de la ordenación sacerdotal para que, al candidato al sacerdocio no se le olvide que, ante todo, deberá ser un servidor.
A 30 años de aquel hecho que luego me llevaría a la ordenación sacerdotal no olvido las hermosas y desafiantes palabras del ritual de ordenación que aquel obispo tan querido para mí y del que tanto recibí me dijo: «Alfredo: recibe el Evangelio de Cristo en cuyo heraldo te has convertido. Cree en lo que leas, enseña lo que creas y practica lo que enseñes»... y aquí estoy, luego hecho sacerdote y con el anhelo vivo de que la palabra del Señor siga llegando a muchas almas. Todos los sacerdotes y obispos son también diáconos, porque el diaconado es la primera de las tres etapas del sacramento del Orden y aquello recibido no se quita con la ordenación sacerdotal, sino que consolida en un compromiso más profundo y comprometedor con el «Rey magnífico», como lo llama hoy el salmo 92 [93] en el salmo responsorial. La Palabra de Dios, sus mandatos y enseñanzas, son para los diáconos, los sacerdotes, los obispos y para todo el pueblo de Dios, el camino que nos santifica y nos ayuda a manifestarnos como hijos suyos. Quien no ame como Cristo nos ha amado no puede decir que en verdad cree en Dios y que se deja conducir por Él. La revelación de Dios va dando a cada uno el conocer cuál es el «Camino» que hemos de seguir para lograr algún día encontrarnos y estar definitivamente con el Señor. Y «el Camino» es Cristo; tomar nuestra cruz de cada día, servirle con amor y seguir sus huellas significará para todo aquel que ha recibido la ordenación diaconal, ya sea como diácono transitorio o permanente, que estamos encaminándonos con seguridad a la posesión de los bienes definitivos. Si realmente creemos en Dios no despreciamos los dones recibidos, sino que vamos haciendo un tesoro para darlo a los demás sin egoísmos y sin trampas, sino en nombre de Aquel que es nuestro único Camino, Verdad y vida (cf. Hch 4,32-37).
Participando de la Vida y del Espíritu de Dios, debemos ser un signo de esa Vida y de ese Espíritu para que el mundo entero experimente el amor de Dios por medio de su Iglesia. Quien no sabe inclinarse ante los pobres y descartados para socorrerlos y levantarlos, y que en lugar de eso busca escalar —como dice el Papa Francisco—, no pude decir que ha renacido de lo Alto (Jn 3,7-15). Cristo, al ser levantado en lo alto, se ha convertido en causa de salvación para todos. Sólo quien levante en lo alto a su hermano sacándolo de sus maldades, miserias y pecados podrá decir que está siendo un instrumento del Espíritu Santo para atraer a todos hacia Cristo y eso, eso no lo quiero olvidar nunca, aquí y en donde quiera que esté. Rueguen por mí, para que Dios Que me conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de volver la mirada hacia Cristo y recordar el compromiso adquirido aquel día del niño de 1989 que el sacerdocio no vino a borrar sino a impulsar para seguir siendo un servidor. Encomiendo a mi padrino Mons. Margarito Salazar para que su trabajo al frente de la diócesis de Matehuala sea siempre fructífero y que al padre Alejandro Ostos, le conceda el eterno descanso. Por mi parte, hoy iré a confesar 4 horas la Basílica de Guadalupe, como lo he hecho por más de un año, respondiendo a esta hermosa encomienda de servicio al pueblo de Dios que como diácono no podía hacer y con la ordenación sacerdotal llegó a mi vida para reforzar la actitud de servicio poniendo mi granito de arena para que todos conozcan y amen al Señor. ¡Bendecido martes y feliz día del niño
Padre Alfredo.