martes, 30 de abril de 2019

«Recuerdos de mi paso por el ministerio del diaconado antes de ser sacerdote»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hace 30 años, en la parroquia del Espíritu Santo, mi parroquia de origen, en San Nicolás de los Garza, Nuevo León, por imposición de manos del Excmo. Sr. Alfonso Hinojosa era ordenado diácono. ¡El tiempo ha pasado, de verdad, como agua! Me parece volver a revivir aquella Misa Solemne en la que mis padrinos de ordenación diaconal: mi amigo y compañero Margarito Salazar, hoy obispo de Matehuala y el padre, tan admirado y querido por mí, Alejandro Ostos (+†), me colocaban, el último la estola y el primero la dalmática. Empezaba un camino de servicio que no terminaría con la ordenación sacerdotal en agosto del mismo año, sino que se prolonga hasta nuestros días. Y no hablo de esto para que me feliciten, sino para compartir el gozo de esta parte de mi vocación en la que, sin duda alguna, el Señor me ha bendecido largamente durante mi vida ministerial y le doy gracias por haberme dado la oportunidad de responder a su llamada a servir sin olvidar que, aunque fui diácono transitorio solo por tres meses, quedó grabado en mi corazón lo que esa imposición de manos significo al invitarme a servir. Se puede decir que, en el caso del sacerdote, el diaconado transitorio viene a ser como un tiempo de entrenamiento y preparación antes de la ordenación sacerdotal para que, al candidato al sacerdocio no se le olvide que, ante todo, deberá ser un servidor. 

A 30 años de aquel hecho que luego me llevaría a la ordenación sacerdotal no olvido las hermosas y desafiantes palabras del ritual de ordenación que aquel obispo tan querido para mí y del que tanto recibí me dijo: «Alfredo: recibe el Evangelio de Cristo en cuyo heraldo te has convertido. Cree en lo que leas, enseña lo que creas y practica lo que enseñes»... y aquí estoy, luego hecho sacerdote y con el anhelo vivo de que la palabra del Señor siga llegando a muchas almas. Todos los sacerdotes y obispos son también diáconos, porque el diaconado es la primera de las tres etapas del sacramento del Orden y aquello recibido no se quita con la ordenación sacerdotal, sino que consolida en un compromiso más profundo y comprometedor con el «Rey magnífico», como lo llama hoy el salmo 92 [93] en el salmo responsorial. La Palabra de Dios, sus mandatos y enseñanzas, son para los diáconos, los sacerdotes, los obispos y para todo el pueblo de Dios, el camino que nos santifica y nos ayuda a manifestarnos como hijos suyos. Quien no ame como Cristo nos ha amado no puede decir que en verdad cree en Dios y que se deja conducir por Él. La revelación de Dios va dando a cada uno el conocer cuál es el «Camino» que hemos de seguir para lograr algún día encontrarnos y estar definitivamente con el Señor. Y «el Camino» es Cristo; tomar nuestra cruz de cada día, servirle con amor y seguir sus huellas significará para todo aquel que ha recibido la ordenación diaconal, ya sea como diácono transitorio o permanente, que estamos encaminándonos con seguridad a la posesión de los bienes definitivos. Si realmente creemos en Dios no despreciamos los dones recibidos, sino que vamos haciendo un tesoro para darlo a los demás sin egoísmos y sin trampas, sino en nombre de Aquel que es nuestro único Camino, Verdad y vida (cf. Hch 4,32-37). 

Participando de la Vida y del Espíritu de Dios, debemos ser un signo de esa Vida y de ese Espíritu para que el mundo entero experimente el amor de Dios por medio de su Iglesia. Quien no sabe inclinarse ante los pobres y descartados para socorrerlos y levantarlos, y que en lugar de eso busca escalar —como dice el Papa Francisco—, no pude decir que ha renacido de lo Alto (Jn 3,7-15). Cristo, al ser levantado en lo alto, se ha convertido en causa de salvación para todos. Sólo quien levante en lo alto a su hermano sacándolo de sus maldades, miserias y pecados podrá decir que está siendo un instrumento del Espíritu Santo para atraer a todos hacia Cristo y eso, eso no lo quiero olvidar nunca, aquí y en donde quiera que esté. Rueguen por mí, para que Dios Que me conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de volver la mirada hacia Cristo y recordar el compromiso adquirido aquel día del niño de 1989 que el sacerdocio no vino a borrar sino a impulsar para seguir siendo un servidor. Encomiendo a mi padrino Mons. Margarito Salazar para que su trabajo al frente de la diócesis de Matehuala sea siempre fructífero y que al padre Alejandro Ostos, le conceda el eterno descanso. Por mi parte, hoy iré a confesar 4 horas la Basílica de Guadalupe, como lo he hecho por más de un año, respondiendo a esta hermosa encomienda de servicio al pueblo de Dios que como diácono no podía hacer y con la ordenación sacerdotal llegó a mi vida para reforzar la actitud de servicio poniendo mi granito de arena para que todos conozcan y amen al Señor. ¡Bendecido martes y feliz día del niño 

Padre Alfredo.

lunes, 29 de abril de 2019

«En herencia todas las naciones»... Un pequeño pensamiento para hoy

Cristo resucitado, sentado a la derecha del Padre, lleva a plenitud el significado del salmo 2 que hoy nos pone la liturgia como «salmo responsorial». Todo se lo ha dado el Padre. Su herencia son las naciones y su posesión son los confines de la tierra. Él intercede por nosotros como Pontífice supremo de nuestra fe y quiere hacer de todo, uno solo. Con cristo entendemos claramente lo que sí significa la palabra «globalización», no como nos la presenta el mundo. Es el Mediador y presenta al Padre nuestra cada alma y cada corazón para hacerlos conscientes de su pertenencia al Creador. La beata María Inés Teresa, escribe al respecto: «El alma misionera hará suyas estas palabras de Jesús nuestro Señor y unida a él levantará su voz para pedir al Padre en herencia las naciones de la tierra, a fin de que sobre ellas reine Cristo su Hijo divino y quede cumplida así la voluntad del eterno Señor que ha dicho «Este es mi Hijo muy amado, escuchadle». Oh sí, los misioneros son los portavoces de este divino mandato, son los encomendados de hacer «escuchar» a las almas, aún a las de los más remotos países, la voz del Verbo «que se hizo Hombre y habitó entre nosotros». que se hizo pan, y habitó en nosotros”. (La Eucaristía y las misiones, f. 1393). 

Con el Salmo 2 cantamos a la grandeza de Jesucristo y su reinado sobre todas las naciones. Dios ha constituido a su Hijo en Señor y Mesías de todo lo creado. ¿Podrá alguien oponerse al plan de salvación de Dios? Dios nos querido unirnos a su propio Hijo como se unen la cabeza y los demás miembros del cuerpo. Dios nos ha constituido en la prolongación de la encarnación de su Hijo, para que, a través de la historia, la Iglesia sea la responsable de hacer que la salvación llegue a todas las naciones, hasta el último rincón de la tierra, pero siempre, desde los inicios del cristianismo, la cosa no ha sido fácil. La Iglesia vive en medio de tribulaciones y persecuciones dando testimonio de su Señor, muerto y resucitado para que seamos perdonados de nuestros pecados y tengamos vida nueva gracias a la resurrección de Jesucristo. Su Señor le ha prometido a su Iglesia que los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. ¿Podrá alguien oponerse al plan de Dios sobre nosotros? Por eso, los discípulos–misioneros hemos de vivir confiados en el Señor, pues Él hará que su Iglesia reine, junto con su Hijo, eternamente. 

Para comprender desde nuestra fe, la situación de comunidad perseguida, la Iglesia de los primeros tiempos del cristianismo, se apoya tan solo en Cristo y su misterio pascual (Hch 4,23-31), pero se sitúa en la encrucijada de la Palabra de Dios y del desarrollo de los acontecimientos que le van dando cumplimiento a lo largo de la historia: los «hechos de vida» y las «maravillas» de la historia de la salvación que encuentran conjuntamente su esclarecimiento en la persona de Cristo. Por eso no basta hacer memoria de la resurrección para vivir la fe y recordar el hecho simplemente como algo bonito y extraordinario; se necesita además situar la resurrección del Señor correctamente en la vida de la Iglesia y de los hombres. Se trata continuamente de aclimatar —por así decir—, la vida del Resucitado en tal o cual tiempo y espacio cultural. Por eso para Jesús, «el nuevo nacimiento», no resulta del esfuerzo humano, sino de la acción de Dios que responde a la aceptación del hombre que debe desandar su camino para volver a nacer otra vez (Jn 3,1-8). El renacer en Cristo es la fuerza divina: sólo él hace nacer a una vida nueva y sólo quien nace de él puede entrar en el Reino de Dios. Nicodemo —como muchos filósofos actuales y del pasado— pensaba que el hombre podía acabarse, realizarse a sí mismo, por su fidelidad, por su obediencia a la Ley. Jesús afirma que la creación del hombre ha de ser terminada por Dios, infundiendo al hombre el aliento de la vida definitiva que lo lleva a esperar siempre en el Señor, como María, Nuestra Señora de la Esperanza, y como afirma el estribillo del salmo de hoy: «Dichosos los que esperan en el Señor. Aleluya». ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 28 de abril de 2019

«La misericordia del Señor es eterna»... Un pequeño pensamiento para hoy

«La misericordia del Señor es eterna. Aleluya», canta la Iglesia entera hoy en el salmo responsorial (Sal 117 [118]) que, como ya sabemos, es el salmo pascual por excelencia que con un tono de fiesta nos invita a hacer nuestra la exclamación del salmista. Para comprender a fondo la verdad de estas palabras, este domingo hemos de dejar que la liturgia entera nos guíe al corazón del acontecimiento salvífico, que une la muerte y la resurrección de Cristo a nuestra existencia y a la historia del mundo. Este prodigio del conocimiento y profundización de la misericordia divina, cambia radicalmente el destino de quien se deja llenar todo su ser por lo que brota del corazón de Jesús. Jesús muestra sus manos y su costado, es decir, señala las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad. De ese corazón, santa Faustina Kowalska vio salir dos haces de luz que deseaban iluminar al mundo entero: «Estos dos haces —le explicó un día Jesús mismo— representan la sangre y el agua». (Diario 132). En ese mismo diario de la santa polaca a quien le debemos el gozo de la celebración de este domingo de la Divina Misericordia, se encuentrasn otras frases que vale al pena leer y reflexionar junto a la liturgia de este día que cierra la Octava de Pascua: «Hija mía, di que soy el Amor y la Misericordia en persona» (Diario, 374); «prepararás al mundo para mí última venida» (Diario 429); «habla al mundo de mi misericordia… es señal de los últimos tiempos después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo que recurran, pues, a la fuente de mi misericordia» (Diario 848); «habla a las almas de esta gran misericordia mía, porque está cercano el día terrible, el día de mi justicia» (Diario 965); «estoy prolongándoles el tiempo de la misericordia, pero ay de ellos si no reconocen este tiempo de mi visita» (Diario 1160); «antes del día de la justicia envío el día de la misericordia» (Diario 1588); «quien no quiera pasar por la puerta de mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de mi justicia”. (Diario 1146).

La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo que después de haber sido crucificado, ha resucitado y se ha quedado con nosotros para siempre. La luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, ilumina el camino de cada discípulo–misionero. Cristo Resucitado nos enseña que «el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a “usar misericordia” con los demás: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5, 7)» (Dives in misericordia, 14). Y nos señala, además, los múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que además sale al encuentro de todas las necesidades de cada hombre y de cada mujer que le sabe descubrir, amar, seguir y anunciar. Jesús, el Cristo Resucitado y presente en la Eucaristía se inclina sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales. Tanto los creyentes como los no creyentes pueden admirar en el Cristo humillado y sufriente, crucificado para luego resucitar, una solidaridad sorprendente, que lo une a nuestra condición humana más allá de cualquier medida imaginable. La cruz, incluso después de la resurrección del Hijo de Dios, «habla y no cesa nunca de decir que Dios Padre es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre. (...) Creer en ese amor significa creer en la misericordia» (Dives in misericordia, 7).

El domingo, la Pascua semanal, el día que dedicamos a Cristo, o mejor dicho, el día que Cristo Resucitado, presente en nuestra vida los siete días de la semana, nos muestra su cercanía de un modo especial, nos da su Espíritu, nos comunica su paz, nos envía a anunciar la misericordia y celebra nuestra fe. Cierto que la Pascua es el corazón del año. Pero para el verdadero discípulo–misionero, cada domingo es Pascua y cada día es domingo. Por eso cada día es Pascua, es «el día que ha hecho el Señor, el día en que actuó el Señor». Cada día, para nosotros que caminamos por este mundo de la mano de María, Madre de Misericordia, es día de victoria y alabanza, de regocijo y acción de gracias, día de ensayo de la resurrección final conquistando al pecado, que es la muerte, y abriéndose a la alegría, que es la eternidad. Cada día hay revuelo de ángeles y alboroto de mujeres en torno a la tumba vacía porque la misericordia se extiende sobre toda la tierra: ¡Cristo ha resucitado! Creer en Cristo Resucitado ya siempre será así: sentirse atraído por su divina misericordia y desde allí experimentar que Cristo vive en uno mismo para darse a los demás. Yo hoy renuevo mi compromiso de ser fiel a ese encargo que me ha dado el Papa Francisco de ser uno de sus Misioneros de la Misericordia y tratar de esparcirla por donde quiera que pase. No puedo olvidar que él, de manera personal, me dio la bendición para llevarla en su nombre. ¡Bendecido domingo de la misericordia!

Padre Alfredo.

sábado, 27 de abril de 2019

«Cristo resucitado, el sol que alumbra nuestras vidas»... Un pequeño pensamiento para hoy



Me ha llamado mucho la atención el fragmento del salmo responsorial de hoy (117 [118]) que dice: «El Señor es mi fuerza y me alegría: en el Señor está mi salvación» y es que sabiendo que en él lo tenemos todo, el mundo actual, alejado no solo de Dios sino de muchos valores que dan fortaleza y alegría, anda buscando eso donde nunca lo va a encontrar atiborrándose de cosas materiales que nunca van a llenar el corazón del ser humano que no ha sido para quedarse en eso. Hace muchos años, vivió un filósofo llamado Diógenes (hacia el 412 a. C.) que no dejó ningún legado escrito, pero se dice que habitaba en un tonel y que no poseía más bienes que una capa, un bastón y una bolsa de pan. Se cuentan, entre sus anécdotas, una que hoy me viene muy bien para mi reflexión. Resulta que un día, estaba Diógenes tomando el sol delante de su tonel y le visitó nada menos que Alejandro Magno con toda su pompa y circunstancia, que, colocándose delante del sabio le preguntó si deseaba alguna cosa, si le hacía falta algo. Diógenes le contestó escuetamente: «Sí, que te hagas a un lado un poco y no me tapes el sol». Y es que, ¿qué se necesita para sentirse fuerte y llenarse de alegría? Para nosotros, que somos creyentes, podemos decir que necesitamos solamente ese sol que es Cristo Resucitado y lo demás, irá llegando conforme se necesite, como la bolsa de pan de Diógenes.

El mundo de hoy se complica mucho la existencia, y cada vez parece que necesitamos de más y más cosas. Los países poderosos se llenan de armas, porque dicen que allí está su fuerza y en los países menos afortunados mucha gente piensa que en la cantidad de cosas materiales que se tenga está la alegría plena. Más que en Diógenes, pienso ahora en Cristo, el Señor Victorioso a quien hoy contemplamos en esta Octava de Pascua resucitado y queriéndonos llenar de luz como el sol radiante, ante el que se ponía aquel sabio para fortalecer su cuerpo. Hoy el evangelio, de forma resumida y sencilla nos muestra el itinerario de las pariciones del Señor resucitado (Mc 16,9-15) dejándonos entrever cómo aquellos momentos llenaban de fortaleza y alegría a sus discípulos, hombres y mujeres que reconocían que no necesitaban más. La fe y el contacto cotidiano con la Palabra de Dios y con el Resucitado en su Eucaristía, son capaces de transformar a los más débiles en hombres valientes y seguros de sí mismos y a los corazones tristes, como los de los discípulos de Emaús, en los más alegres proclamadores del mensaje de salvación.

«¡Cristo ha resucitado!». Desde hace una semana, lo cantamos en todos los tonos habidos y por haber. Pero nuestra alegría no es la afirmación de un hecho del pasado, todo lo importante que se quiera, pero que no pasaría de ser un piadoso recuerdo. Es que hoy y cada día, damos testimonio de que para nosotros y para todo hombre, Jesús vive en la situación de resucitado para fortalecernos y llenarnos de alegría. Hombre entre los hombres, y verdadero Dios, el Nazareno se encuentra con todos los hombres de todos los tiempos en lo secreto de su corazón, en la fuente inexpresable de su vida para llenar nuestras vidas de valentía y de alegría a la vez. Con él habitando en el corazón, nadie puede sentirse debilucho y triste. Al confesar la resurrección de Jesús damos un fuerte testimonio de que vale la pena hacer a un lado las cosas que nos estorban para quedarnos con lo necesario. «La única realidad eres tú Jesús» le decía la beata María Inés Teresa, mujer valiente y alegre en todo momento y ante toda circunstancia. Creo que este salmo de hoy, mesiánico y pascual, nos ayuda a entrar aún más en la gozosa convicción de esta semana: «Hay cantos de victoria en las tiendas de los justos... no he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor». Con María, sigamos viviendo esta Octava de Pascua hasta el día de mañana y prolonguemos el gozo de la alegría con la valentía que todo discípulo–misionero debe tener. No necesitamos más. ¡Bendecido sábado de la Octava de Pascua!

Padre Alfredo.

viernes, 26 de abril de 2019

«Con obediencia y valentía»... Un pequeño pensamiento para hoy


Todos los días de esta semana, desde el Domingo de Resurrección pasado hasta el que ya casi llega, llamado «Domingo de la Misericordia», vivimos el tiempo llamado «Octava de Pascua», la primera semana de la Cincuentena Pascual que se considera como si fuera un solo día, es decir, que estamos en el júbilo del Domingo de Pascua que se prolonga ocho días seguidos. Las lecturas evangélicas se centran en los relatos de las apariciones del Resucitado, en esa experiencia que los apóstoles tuvieron de Cristo Resucitado y que nos transmiten fielmente los evangelios, mientras que, en la primera lectura iremos leyendo, desde esta semana hasta que se acabe la Pascua, de modo continuo, las páginas del hermoso libro de los Hechos de los Apóstoles. Los salmos que proclamamos en este tiempo, están todos cargados de gozo, de alegría, de un júbilo que desborda el corazón. Llenos de gozo proclamamos con el Salmo 117 [118]: «Este es el día en que actuó el Señor». Cristo, rechazado por los suyos, ha resucitado y es el centro de todas las cosas. Por eso con la ayuda del salmista, proclamamos que «ha sido un milagro patente» y abrimos nuestro corazón a la plenitud que la resurrección da a nuestra fe: «Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Diga la Casa de Israel: “eterna es su misericordia”. Digan los fieles del Señor: “eterna es su misericordia”... La piedra que desecharon los arquitectos es ahora piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. Señor, danos la salvación; Señor, danos prosperidad. Bendito el que viene en el nombre del Señor; el Señor es Dios; Él nos ilumina».

Hoy, en el Evangelio (21,1-14), Jesús se aparece por tercera vez a sus discípulos desde que resucitó. Pedro ha regresado a su trabajo ordinario de pescador y los otros se animan a acompañarle en aquello que vendría a ser como una pequeña empresa o cooperativa pesquera. Es lógico que, si la mayoría de ellos eran pescadores antes de ser llamados por Cristo, regresaran ahora a ese mismo quehacer. Los Apóstoles y los demás discípulos no han inventado la resurrección. Se les vuelve a encontrar ahora a todos tal como eran: gentes sencillas, sin segundas intenciones y entregados a humildes trabajos manuales. ¡Aquella noche los pobres no pescaron nada! Y, cuando al amanecer, se les aparece Jesús, no le reconocen hasta que les pide algo para comer. Al decirle que no tienen nada, Él les indica dónde han de lanzar la red. A pesar de que los pescadores se las saben de todas todas, y en este caso han estado batallando toda la noche sin fruto alguno, obedecen con docilidad enseñándonos el gran poder de la obediencia a la voluntad de Dios. Y entonces el relato nos deja ver los corazones jubilosos que pescaron una gran cantidad de peces. 

Si antes, encabezados por Pedro, aquellos hombres se habían entrenado en la obediencia a Cristo que los enviaba a predicar de dos en dos, y junto a esa obediencia ponían la valentía, ahora, vuelven a ser obedientes y con valentía echan las redes. Así serán después, obedientes y valientes cuando el Maestro ya no esté físicamente junto a ellos, como nos lo narra hoy la primera lectura (Hch 4,1-12) delante de las autoridades, y experimentarán lo que es la persecución y la cárcel admirablemente decididos y cambiados. La obediencia que Pedro había mostrado hacia Cristo en vida, pero con debilidades y malentendidos, después que el Señor ha resucitado, se ha convertido en una convicción madura y en un entusiasmo valiente que le llevará a soportar todas las contradicciones y al final la muerte en Roma, para dar testimonio de aquél a quien había negado por temor la noche de la pasión. Por eso Pedro siempre predicará lo mismo: a Cristo Resucitado. Esta es su convicción y la vive con obediencia y valentía citando varias veces este salmo que hemos proclamado, y comunicando su experiencia a los demás. Nosotros también creemos y celebramos siempre lo mismo. Cada año celebramos Pascua, y cada semana el domingo, y cada día podemos celebrar la Eucaristía. No es rutina. Es convicción, es obediencia, es valentía y es motor de toda nuestra existencia. Y en nuestro trabajo apostólico también repetimos una y otra vez, con toda la pedagogía de que somos capaces, el anuncio central de Cristo muerto y resucitado. Pidamos a María Santísima que el gozo de estos días de Pascua se prolongue a lo largo de toda nuestra vida con obediencia al Señor y valentía para anunciarle. ¡Bendecido viernes de la Octava de Pascua!

Padre Alfredo.

jueves, 25 de abril de 2019

«Ustedes son mis testigos»... Un pequeño pensamiento para hoy


Uno de los salmos más bellos de la Sagrada Escritura y uno de los escritos más hermosos de la literatura universal es, sin duda alguna, el salmo 8. ¿Qué somos en para merecer la gracia tan inmensa de haber sido elevados a la dignidad de hijos de Dios? Todo lo puso Dios en nuestras manos; y a nosotros mismos nos llama para que participemos eternamente de su vida y de su gloria. Pero somos necios y fácilmente esclavizamos nuestra existencia a las cosas pasajeras, olvidando que somos señores y dueños de todo lo creado. El salmista nos dice que Dios, que nos llamó a la vida, es un Dios que no abandona nunca, ni siquiera cuando, a causa del pecado, nos alejamos de Él. El escritor sagrado nos recuerda hoy que su amor por nosotros es eterno; y nos lo ha manifestado cuando, siendo pecadores, salió a nuestro encuentro para perdonarnos y para conducirnos a la participación de la vida eterna. A Él, por su amor, por su bondad y por su misericordia, sea dado todo honor y toda gloria ahora y siempre.

En Cristo resucitado, los creyentes Cristo nos ofrece nace de sabernos amados, protegidos, perdonados y comprendidos por Dios. Pero esa Paz, que no debemos perder a causa de nuevas traiciones, es un trabajo que no debe cesar en la Iglesia para hacer que, en el Nombre de Cristo, se proclame a todo el mundo la necesidad de volverse a Dios y el perdón de los pecados. Esto nos ha de llevar a tomar nuestra cruz de cada día e ir tras las huellas de Cristo. La entrada en la Gloria, para estar junto con el Señor, debe pasar por la fidelidad a la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros, que somos su Iglesia. Y esa es nuestra cruz de cada día. El Señor nos ha confiado una Misión. No claudiquemos en aquello que con gran amor y con gran confianza el Señor nos ha confiado. En Cristo resucitado, los creyentes hemos de experimentar esa cercanía, sobre todo en la Eucaristía, en donde el Señor se hace presente entre nosotros para manifestarnos todo el amor que nos tiene. A partir de ese amor Él nos concede su perdón y su paz llenándonos de esperanza en la resurrección que a nosotros también nos alcanzará. Nosotros, al igual que los Apóstoles, y aquellos otros a quienes se les aparecía luego de su resurrección, debemos sentirnos amados por Él. Él nos cura de nuestras esclerosis que nos impiden dar testimonio de su amor, de su verdad, de su vida. Dios no nos quiere inutilizados por la maldad ni por el pecado que parece envolver l confusa sociedad en la que vivimos. Dios nos quiere hijos suyos en camino. Al ponernos en camino, nuestra vida, renovada en Cristo, debe ser, por sí misma, un testimonio del amor que Dios nos tiene y que ofrece a todos los hombres. Por eso la participación en la Eucaristía nos compromete a dar testimonio de la vida nueva que Dios ha infundido en nosotros siendo fieles a esa Misión que el Señor nos confía como discípulos–misioneros.

La evangelización el mundo está basada en el testimonio. Jesús les dice a los que lo vieron, a los que comieron con él: «Ustedes son testigos de estas cosas». Ciertamente nosotros no somos testigos oculares de la resurrección de Jesús, nosotros, como doscípulos–misioneros, aceptamos el testimonio de la Iglesia y de la Escritura y creemos en estos fieles testigos. Sin embargo, Jesús se sigue presentando en nuestras asambleas litúrgicas, en nuestra misma oración personal para, de una manera misteriosa, asegurarnos, por medio de la fe, que está vivo. Por ello, nosotros también estamos unidos a la obra de la evangelización. Nuestra evangelización será tan poderosa y convincente como nuestra experiencia de Jesús resucitado. La Pascua es esencialmente un tiempo maravilloso que podemos vivir muy unidos a María su Madre, la primera que lo vio resucitado y a aquellos Apóstoles que vencieron el miedo para tener un encuentro personal con Cristo que sea capaz de cambiar nuestra vida y convertirnos en sus testigos. Hoy es un día de la Octava de Pascua para abrir bien los ojos y los oídos y ver y escuchar al Señor. ¡Feliz jueves de la Octava de Pascua!

Padre Alfredo.

miércoles, 24 de abril de 2019

«Hna. Martha Alicia Mireles Bravo»... Vidas consagradas que dejan las huellas de Cristo XXVII

La Hermana Martha Alicia Mireles Bravo, nació en Cuitzeo de Hidalgo, en el municipio de Abasolo, Guanajuato, México, el 7 de noviembre de 1958. 

El 25 de noviembre de 1975, tocó a las puertas de la casa Noviciado de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento para iniciar una vida misionera en un perenne «sí» al Señor que le hizo entregarse por entero hasta darlo todo.

El 22 de junio del año siguiente, 1976, inició su noviciado en una sencilla ceremonia ante la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento en la Casa Madre de este instituto misionero. 

El 24 de junio de 1978, luego de completar y haber vivido intensamente su etapa inicial de formación, emitió sus votos temporales en la Parroquia del Purísimo Corazón de María en la Ciudad de México. En ese mismo año de 1978, fue destinada a la región de Estados Unidos en California, donde se especializó en enseñanza infantil, psicología, pedagogía y catequesis, con la finalidad de dar clases a los pequeños de las guarderías y jardines de niños de Santa Ana y Gardena. Allí colaboró en la guardería y en preescolar; pero además se desempeñó como ayudante de cocina. Fue, junto con otra hermana Misionera Clarisa, la iniciadora y primera asesora del grupo de Van Clar matrimonios en Santa Ana. Fue allí en donde en el año de 1984 la conocí, siendo yo postulante de paso a Roma para iniciar mi noviciado. Aún recuerdo su sonrisa y sus palabras de aliento en el tiempo de verano que pasé allí.

El 23 de junio de 1985, la hermana Martha hizo su profesión perpetua emitiendo los votos de pobreza, castidad y obediencia para vivir así durante toda su vida. En esa misma región de California, desempeñó en esa región los cargos de cuarta y segunda consejera regional en los años de 1994 y 1995, respectivamente. 

Años después, en 1997, fue destinada, como maestra de novicias, a la Región de Nigeria, combinando este servicio con el de superiora local de la Casa de Obosi, hasta el año 2000. Como misionera «Ad Gentes» en esas tierras del África, las hermanas comentan que llegó a la región de Nigeria alegre, sonriente, dispuesta a todo y con gran amor por la misión, decidida a entregarse y a aprender cómo se hacían las cosas prácticas de cada día, trabajando con las hermanas del noviciado y siendo testimonio para todas. Siempre mantuvo su alegría y sonrisa ante las dificultades y como mujer de carácter, supo salir adelante confiada en su Señor.

En 2002 fue enviada nuevamente a California, en donde permaneció hasta el 2005 en la comunidad de Gardena como maestra en el jardín de niños. Allí, el 23 de junio de 2003, celebró sus Bodas de Plata dando gracias a Dios por esos primeros 25 años de vida consagrada. Tenía un don especial para los niños; encontraba siempre, por ejemplo, palabras para tranquilizarlos cuando lo necesitaban y para animarles cuando estaban tristes por situaciones vividas en sus familias; les hablaba con amor y bondad, a la vez que con una dulce firmeza; buscando siempre trasmitirles el amor de Dios. 

Al terminar esta etapa de tres años, regresó nuevamente, como Maestra de Novicias, a Nigeria, labor que desempeñó con el mismo entusiasmo que lo había hecho años antes, hasta el 2011, cuando fue nombrada superiora Regional. La hermana Martha tenía gran celo por las almas, era una mujer entusiasta, deseosa de hacer que Cristo reinara en todos los corazones. Así, su sola presencia con una sonrisa que expresaba la alegría de sus desposorios con Cristo, contagiaba su celo misionero, aún en las labores más sencillas de la vida de Nazareth. 

Alma de mucha oración, era, de ordinario,  la primera en llegar a la capilla, dejando ver, en su sencilla sonrisa, el espíritu de recogimiento y su gran amor al Señor, por eso era fácil ver reflejado el fruto de esto en su diario vivir, pues se distinguía por su generosidad, disponibilidad y espíritu de servicio. Yo la recuerdo como una religiosa muy sonriente y alegre, y eso mismo cuentan algunas hermanas que la conocieron y que afirman que desde su noviciado, siempre mostró su particular sonrisa, la cual mantuvo hasta el final de sus días, con lo que demostraba, especialmente a las hermanas jóvenes, que vale la pena seguir a Cristo y darlo todo por él.

Como superiora y maestra de novicias, las hermanas que convivieron con ella en esa etapa de su vida, la recuerdan por su entrega y testimonio como alma consagrada. Siempre estaba dispuesta, con amor y cariño, para atenderlas, escucharlas y darles algún consejo. Solía decir que todo lo que hacía era solo por un acto de amor a nuestro Señor, y que Él era lo primero, que a Él pertenecían y a Él debían volver algún día. Por las noches, la recuerdan de rodillas con su rosario en la capilla. 

Asumiendo su tarea y sabiendo la gran responsabilidad y la delicada misión de ser autoridad, fue una hermana que supo realmente escuchar, se le veía en su oficina pasando horas escuchando a las hermanas, siempre dispuesta a darles el tiempo que fuera necesario con amor maternal.

Cuando terminó ese periodo de gobierno en la región de Nigeria, en África, contenta y agradecida por el servicio prestado con esta ardua y comprometida labor en esas tierras del oeste de África, regresó a México y fue destinada a la misión de Mazatán, Chiapas, como superiora local, labor que desempeñó por un año. 

Las hermanas que convivieron con ella en las diversas etapas de su vida consagrada, comentan hasta nuestros días, cuando se habla de ella, que siempre fue una excelente maestra, preparando sus clases, tanto para los pequeños como las novicias y laicos en la misión, con gran dedicación. La hermana Martha fue una religiosa que amaba mucho a la Congregación, a Nuestra Beata Madre fundadora, a la Iglesia y a todas las almas que se iban cruzando por su camino. Cada noche —atestiguan algunas hermanas Misioneras Clarisas— daba gracias a Dios por este regalo.

En el mes de septiembre del 2018, las hermanas de la comunidad de Mazatán la empezaron a notar enferma, por lo que la llevaron a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez para que le realizaran estudios, pensando que podría tratarse de algo de mayor cuidado. Se le trasladó luego a la ciudad de Guadalajara para realizar otros estudios y descubrir así lo delicado de su salud, ya que se trataba de un caso clínico grave. Así, la hermana Martha se integró a la comunidad de la «Casa del Tesoro», donde estuvo recibiendo cuidados paliativos con gran esmero y cariño de las hermanas.

Ahí, en Guadalajara, se le detectó un tumor inoperable en la vesícula, por lo que le realizaron algunos tratamientos paliativos y poco a poco su salud fue minando, ya que su estómago no toleraba alimento alguno, y le costaba trabajo respirar. Sin embargo, sabiendo de lo gravedad de su enfermedad, se mantuvo tranquila, sin perder la paz y con su sonrisa acostumbrada, siempre agradeciendo a las hermanas y las personas que la atendían. Una de las hermanas jóvenes de la Casa del Tesoro, comentó que al pasar a visitarla, salían siempre de su cuarto llenas de paz, y que sentía que, en lugar de irla a animar, eran ellas las que se animaban a continuar con su consagración en la vida religiosa. 

Ya en los últimos meses, como hermana enferma, fue una mujer muy dócil que facilitaba cualquier tratamiento que se le hacía, abandonándose en las manos de quien le atendía. Siempre respondía amablemente, y conscientemente no se quejaba, por ello los doctores y enfermeras del hospital valoraban mucho su presencia. 

La hermana que la atendió como enfermera, comenta que luchó por la vida con disposición, permitiendo lo que fuera necesario hacerle, y cuenta que, después de una intervención quirúrgica, al ir al convento le dijo a la hermana Martha: «Voy a la casa, ¿qué le digo a Nuestro Señor?» y que ella le respondió: «Dile que siga adelante». Y el Señor continuó su obra en nuestra hermana, quien mantuvo la serenidad y la paz, con su característica sonrisa hasta que fue llamada a celebrar las nupcias eternas. El diagnóstico final fue: adenocarcinoma en vías biliares metastásico.

Los médicos sugirieron que era mejor, para la hermana, estar en la casa para continuar recibiendo la atención de las hermanas. El 31 de enero su situación se agravó y en la madrugada del 2 de febrero, a la 1:00 a.m., acompañada de sus hermanas de comunidad, su mamá, y algunos de sus hermanos, fue llamada por el Divino Esposo a las nupcias eternas.

Rogamos al Señor que haga fructificar todos sus anhelos misioneros y esfuerzos ofrecidos durante su vida, para su mayor gloria y salvación de las almas. Descanse en paz la hermana Martha Alicia Mireles Bravo, de quien yo, y estoy seguro que muchos más, conservamos el sabor de perseverancia y fidelidad de su entrega en una sonrisa que hoy, me parece volver a sentir.

Padre Alfredo.

«Como los de Emaús»... Un pequeño pensamiento para hoy


¿Otra vez escribiendo en la madrugada Alfredo? Sí, y muy de madrugada, pues ya estoy en la sala de espera para abordar un vuelo a Monterrey y pasar el día allá en la tierra que me vio nacer y en la que tengo varios pendientes que realizar debido a situaciones que hacen que esté más en contacto con esa tierra rejega en donde el clima cambia cada 15 minutos. ¿Pero, por qué de madrugada la mayoría de las veces? Hay que viajar barato cuando la mayoría de la gente no quiere hacerlo, y esto incluye conseguir vuelos que salen de madrugada o muy, muy temprano o incluso vuelos nocturnos y eso le sucede a este padrecito. Pero eso, eso es lo de menos, porque me da la oportunidad de orar en la paz y serenidad e una sala de espera que no está tan abarrotada como a las 7 y 8 de la mañana. Hoy me topo, para mi oración, con el salmo 104 (105 en la Biblia), un extracto de este salmo que marra las grandes maravillas de Dios, y eso me hace ver que las grandes maravillas de Dios en favor de su pueblo culminan precisamente con el hecho que estamos celebrando en esta «Octava de Pascua» como un solo día: la resurrección de Jesús, primicia de los que resucitaremos. Hoy la liturgia de la Palabra nos invita a que cantemos con salmista al Señor, que ha sido fiel a sus promesas, haciendo maravillas con su pueblo al nombre de Jesús: Por eso el escritor sagrado exulta de gozo: «Den gracias al Señor, invoquen su nombre, den a conocer sus hazañas a los pueblos, cántenle al son de instrumentos, hablen de sus maravillas. Gloríense de su nombre santo, que se alegren los que buscan al Señor. Recurran al Señor y a su poder, busquen continuamente su rostro. ¡Estirpe de Abrahán, su siervo; hijos de Jacob, su elegido! Él Señor es nuestro Dios, Él gobierna toda la tierra». 

¡Qué contraste con el inicio del evangelio de hoy, en donde dos discípulos apesadumbrados (Lc 24,13-3) dicen: «Nosotros esperábamos...» Unas palabras que están llenas de una esperanza que se ha perdido. Me imagino la decepción de aquellos dos. Medito y siento que camino con ellos y los escucho en este pasaje que en lo personal me encanta y del que escrito muchas, muchas veces, incluso para temas de retiros o ejercicios espirituales. Es que creo que en toda vida humana esto sucede algún día, a veces el menos pensado: una gran esperanza perdida, una muerte cruel, un fracaso humillante, una preocupación, una cuestión que no tiene solución, un pecado que cala hondamente y hace sufrir y parece que humanamente, no hay salida porque «las maravillas» de Dios parecen haberse perdido o por lo menos ocultado. El relato de los discípulos de Emaús me parece siempre muy rico, tan inagotable, que siempre tiene algo que decirme. A Emaús se dirigen estas dos personas, dos que se habían sentido interpeladas con el proyecto del Nazareno, pero que van asustadas por los últimos acontecimientos. Los discípulos y seguidores del ajusticiado ahora caminan temerosos por las calles de Jerusalén y sus alrededores. ¿Qué conversación se traen estos que van tristeando en el camino? El Resucitado se hace «encontradizo» y quiere ayudarlos a viajar hasta sus raíces y descubrir las maravillas del Señor al haber enviado a su hijo Jesús. Ayer Cristo nos preguntaba en la Magdalena por las razones de nuestro llanto. Hoy quiere saber lo que nos traemos entre manos. ¿Cuáles son nuestras preocupaciones actuales? ¿A qué estamos prestando atención? ¿Qué o quién ocupa nuestros intereses, nuestro tiempo? ¿De qué solemos hablar con las personas de nuestro entorno? ¿Por qué razón nos levantamos cada mañana? ¿Qué es lo que nos entristece y que es lo que debe maravillarnos?... ¿No era necesario que el Mesías padeciera para entrar en su gloria? 

Ese «era necesario» del que el viajero aquel habla, encierra algo misterioso, algo «maravilloso» que esconde el proyecto de amor de Dios hacia los de Emaús, hacia el mundo, hacia ti, hacia mí, la razón «maravillosa» que da sentido a nuestras noches oscuras, esas que como ya he dicho, todos vivimos. Las brasas de nuestras vidas están, muchas veces, cubiertas con las cenizas del cansancio, del aburrimiento, de la desesperación, del fracaso en algunos planes. ¿Cómo encender lo que parece completamente extinguido? ¿Cómo podemos ponerle la maravilla de Dios a nuestra vida? ¿De dónde brota el fuego interior? ¡De la palabra de Jesús que se hace encontradizo como con los de Emaús! Cada día, cuando nos acercamos a la Palabra de Dios, somos como ese mendigo que estaba sentado junto a la puerta Hermosa del templo (Hch 3,1-10). Pedimos la limosna de la luz maravillosa de la alegría, de la esperanza, del encuentro. Quizá no llegará a grandes destellos. Nos conformamos con la ración diaria que puede mantener el fuego interior. Jesús nunca la niega a quienes la piden con fe. Yo sigo esperando mi avión de las 4:45 para regresar hoy mismo en la noche y pienso en María, que aún en estas esperas de madrugada, sabría encontrar «las maravillas del Señor». ¡Bendecido miércoles de la Octava de Pascua! 

Padre Alfredo.

martes, 23 de abril de 2019

«El encuentro entre Cristo y la Magdalena, entre Cristo y nosotros»... Un pequeño pensamiento para hoy

Dios es rico en misericordia para con todas sus creaturas. Creer en Dios y confiar en Él es siempre el inicio del camino hacia nuestra plena santificación. Ordinariamente, si revisamos nuestra vida, nos damos cuenta de que Dios nos concede mucho más de lo merecemos y deseamos, pues nuestras buenas obras no bastan, por muy importantes que sean, para lograr los bienes que Dios ha prometido a los que Él ama. Dejarse amar por Dios, abrirle nuestro corazón es aceptar que Él nos salva del pecado y de la muerte y nos conduce hacia la posesión de los bienes eternos. Dios no nos engaña jamás; Dios se ha revelado como nuestro Dios y Padre; Dios, en Cristo, se ha convertido para nosotros en el único camino de salvación para el hombre y nos invita a poner en él nuestra esperanza, pues Él no defrauda a los que en Él confían. El salmista nos hace repetir hoy como estribillo del salmo responsorial: «En el Señor está nuestra esperanza. Aleluya» (Sal 32 [33]), mientras que el Evangelio nos lleva al encuentro de la Magdalena con Jesús a quien a primera vista no reconoce (Jn 20,11-18). Qué difícil es mantener la esperanza viva cuándo parece que Dios no está, cuando parece «que se lo han llevado» de nuestra existencia porque el día es oscuro como la noche, cuando hay desilusiones por algunas causas, cuando la tristeza invade el corazón y llena los ojos de lágrimas. Eso es lo que el pasa hoy a la Magdalena y quizá a algunos de nosotros cuando entramos en esos momentos de crisis que yo creo que todos hemos vivido. El salmista canta hoy esa esperanza que es fácil perder en medio de un mundo que incita a buscar a Dios solamente en lo tangible o en aquellas cosas o acontecimientos que se esperaban por los cortos proyectos humanos que simplemente se disuelven y se frustran reduciéndose a simples maquinaciones: «Se han llevado a mi Señor y no se a dónde lo habrán puesto... Señor, si tú te lo llevaste dime dónde lo has puesto». 

Dice el libro de los Proverbios que «muchas son las ideas en la mente del hombre, pero sólo el designio del Señor permanece sólido» (Pr 19,21) y él sabe cómo llevar el destino de la humanidad y el destino de nuestras vidas permaneciendo a nuestro lado sin olvidar nunca nuestro nombre, nuestra misión, nuestro ser y quehacer de cada día: «Jesús le dijo: “¡María!» escribe el evangelista. El proyecto de Dios es un proyecto no siempre visible, o más bien, casi nunca visible para nosotros. Es eterno, porque los planes del corazón de Dios superan los miles y miles de generaciones y es un proyecto histórico que se va realizando en cada uno de nosotros con tareas concretas, misiones especializadas que hay que ir descubriendo en el diario andar aunque el Señor no parezca muy visible. Hay que reconocer al Señor cuando, lleno de amor, pronuncia nuestro nombre para decirnos que nos reconoce como suyos y que, cuando nosotros lo reconocemos y aceptemos en nuestra vida, nos invita a proclamar su Nombre y sus maravillas a nuestros hermanos para que «todos le conozcan y le amen». Un día como hoy, pero de hace 30 años, el 23 de abril de 1989, yo hice mis votos perpetuos como Misionero de Cristo para la Iglesia Universal en mi queridísima parroquia de «El Espíritu Santo» allá en mi natal Monterrey. Era Pascua también y yo, como la Magdalena y todos a los que ella lleva el aviso de la Resurrección de Cristo, fui invitado a ser misionero para siempre. El camino de esta consagración no ha sido nada fácil y por lo tanto nada aburrido, sino siempre lleno de esperanza, de tensión, de esa tensión que marca un envío que mantiene vivo el corazón. Después de aquello vendría la ordenación diaconal a los ocho días y unos cuantos meses después sería ordenado sacerdote... 

¡Cómo ha pasado el tiempo! Quienes entramos en comunión de vida con Cristo no podemos sino ir con los mismos sentimientos de esperanza en el Señor hacia nuestro prójimo como María Magdalena. Yo celebro este aniversario en mi corazón, sobre todo un corazón contrito, un corazón que no siempre ha sabido amar ni anunciar el gozo de vivir para Cristo con el calibre que se debe; un corazón que tal vez muchas veces ha dudado, callado o tenido miedo de seguir viviendo la consagración en un mundo que tienta a muchas cosas; un corazón que a veces, como el de María Magdalena no ha visto con claridad que el Señor está frente a mí y me llama cada día porque parece no estar; pero, un corazón que aún sabiéndose llenos de miseria, quiere seguir diciendo: «Sí, “Maestro”... heme aquí, Señor, pues me has llamado» (cf. 1 Sam 3,9) y me parece ver aún aquella ceremonia sencilla en la que este corazón quería reventarse de alegría yd e esperanza. Ayúdenme a rogarle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, a quien ahora iré a visitar a su casita del Tepeyac, que me conceda no solo a mí, sino a todos, la gracia de conocer íntimamente a Cristo para que, viviendo conforme a sus enseñanzas, podamos dar testimonio de Él ante todos aquellos a quienes Dios llama para que vivan con Él eternamente para que aquel anhelo de la beata María Inés de «que todos le conozcan y le amen» se haga realidad. ¡Bendecido martes de la Octava de Pascua! 

Padre Alfredo.

lunes, 22 de abril de 2019

«El gozo de la resurrección»... Un pequeño pensamiento para hoy

Todos los evangelios al hablarnos de la Resurrección, nos narran que a las mujeres se les aparece un ángel en el sepulcro vacío. Un ángel les aclara siempre la razón por la que esa tumba está vacía, les explica las palabras que Jesús les dijo en vida. Y es gracias a un ángel que las mujeres comprenden las palabras de Jesús. En el Evangelio de hoy (Mt 28,8-15) cuando las mujeres se acercan al sepulcro, aún a oscuras, un ángel del Señor del cielo ilumina la oscuridad y de repente se hace la luz en la vida de las mujeres que llegan agitadas al sepulcro. Gracias a las palabras del ángel, con la resurrección del Señor estas mujeres, llenas de fe, ven estrenados los tiempos de un mundo nuevo e inaugurado por la llegada del Reino de Dios que ya, aún sin estar establecido en plenitud —cosa que será hasta que se clausuren los siglos y comience la eternidad— y basado en el amor , ha transformado sus vidas. 

La Iglesia existe para proclamar a lo largo de los siglos este anuncio. Ese anuncio sorprendente que el ángel ha dado a las mujeres, ese anuncio que ha sido creído por Pedro, por el discípulo amado, por los dos de Emaús y por todos aquellos primeros que, como dice el salmista hoy (Sal 15 [16]) «esperan en el Señor» y saben que su vida está en sus manos: «tengo siempre presente al Señor , y con él a mi lado, jamás tropezaré». Cada uno de nosotros somos discípulos–misioneros en la medida en que anunciamos esta realidad, nos sentimos identificados con este anuncio de la Resurrección, tenemos el valor de descubrir y de repetir, en las mil formas diferentes de la vida diaria que según nuestra vocación vivimos, que el mal ha sido vencido y que será vencido, que el amor ha sido y será más fuerte que el odio, que no hay tinieblas que no puedan ser vencidas por el poder de Dios, porque Cristo ha resucitado, «pues era imposible que la muerte lo retuviera en su poder». Somos auténticos discípulos–misioneros si anunciamos la resurrección de Cristo con nuestra boca, con el ardor de nuestro corazón, con una actitud positiva hacia la vida y con el optimismo de quien sabe que el Padre quiere liberarnos también a nosotros, «de las ataduras de la muerte». El salmo responsorial que hoy tenemos, atribuido a David dice: «Mi carne descansa confiada: Tú no puedes abandonar mi espíritu al abismo... No dejarás que tu Santo vea la corrupción». Pedro, para un público de judíos, se refiere a la Biblia, y cita este salmo llenando a todos de la esperanza de vida compartiendo el gozo que experimenta en su corazón. 

Ayer un buen grupo de misioneros, miembros de la Familia Inesiana, culminamos nuestra misión de Semana Santa en el bellísimo pueblo michoacanos de la parroquia de Santiago Apóstol en Capula y en sus comunidades de los ranchos de El Correo, Buenavista, Iratzio, Joyitas, San Bernabé y Trojes. Desde ayer algunos de los misioneros han empezado a regresar a las ocupaciones de la vida diaria, con el corazón lleno de gozo, gratitud por las maravillas que el Señor ha obrado en cada comunidad y en cada corazón incluidos por supuesto, los nuestros y con la confianza de que el Señor ha obrado maravillas. Al comienzo de este tiempo pascual, un tiempo apostólico, le rogamos al Señor, que, por la intercesión de María, haga crecer en nosotros, cansados tal vez físicamente del trajín de los días de la misión, nuestro ser de discípulos–misioneros y con los pies cansados, la garganta un poco gastada, el corazón ardiendo de gratitud y llenos de confianza, unas hermosas palabras de una oración que me acabo de encontrar esta mañana y que dice así: «Señora nuestra, reina de los apóstoles, tú diste a Cristo al mundo. Fuiste apóstol de tu Hijo por primera vez llevándolo a Isabel y a Juan el Bautista, presentándolo a los pastores, a los magos, a Simeón. Tú reuniste a los apóstoles en el retiro del cenáculo, antes de su dispersión por el mundo, y les comunicaste tu ardor. Concédeme un alma vibrante y generosa, combativa y acogedora. Un alma que me lleve a dar testimonio, en cada ocasión, de que Cristo, tu Hijo, es la luz del mundo, que sólo él tiene palabras de vida y que los hombres encontrarán la paz en la realización de su Reino». ¡Bendecido lunes de la Octava de Pascua! 

Padre Alfredo.

domingo, 21 de abril de 2019

«A vivir cada día el Misterio Pascual»... Un pequeño pensamiento para hoy


Muchas de las realidades de este mundo, a nosotros, como discípulos–misioneros, nos parecerían inexplicables, si suprimimos nuestra fe en la resurrección. Vivimos en un mundo en el que la injusticia y la mentira triunfan y acampan por doquier junto a la vanidad y a la soberbia. Los justos no tienen, en este mundo, mejor suerte que los injustos. Es, de una manera especial, nuestra fe en la resurrección la que nos dice que vale la pena seguir intentando ser como somos, aunque por esto tengamos que sufrir, en este mundo, penas y hasta el mismo martirio. Dios nos resucitará, como resucitó a Jesús, en nuestro último día, y nos juzgará según nuestras obras y su infinita misericordia. Nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección pueden y deben iluminar nuestro arduo caminar aquí en la tierra. Hoy terminamos en estas tierras michoacanas la misión de Semana Santa 2019 que hemos compartido diferentes miembros de nuestra Familia Inesiana en Capula, Iratzio, Buenavista, El Correo, Trojes, San Bernabé y Joyitas en unos días que con todo y el cansancio físico que nos dejan, nos llenan de satisfacción de ver tantas caras tan felices y tantos corazones misericordiados por el Señor. El salmo responsorial de la Misa de este domingo de Pascua (Salmo 117 [118], 1-2. l6ab-17. 22-23) nos deja un delicioso sabor de misión: «Este es el día del triunfo del Señor. Aleluya.» Yo creo que lo más importante para quienes estado en misión en estos días, no es el cómo de la Resurrección de Jesucristo —que ningún evangelista nos narra el momento exacto, el cómo fue, el qué sucedió en ese preciso instante—; lo realmente importante es que nosotros, al haber compartido nuestra experiencia de fe en la resurrección viviendo con toda esta gente la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, hemos tenido una experiencia vital que nos impulsa a seguir creciendo como personas resucitadas, en comunión espiritual con el Resucitado.

La fe en la resurrección ha sido una fuerza interior profunda que nos ha ayudado en comunidad a superar las dificultades normales de una misión en lugares y costumbres a veces totalmente desconocidos y poder dar la vida para recibirla en abundancia. San Ignacio de Antioquia, a principios del siglo II, les escribía a sus fieles cristianos, cuando iba camino del martirio, que deseaba ser triturado por los dientes de las fieras, para poder así ofrecerse a Cristo, como pan triturado e inmolado, y unirse definitivamente con el Resucitado. Este mismo sentimiento experimentaron, sin duda, algunos de los apóstoles y discípulos de Cristo, cuando caminaban hacia el martirio y lo experimentamos nosotros que no podemos negar, incluidos los más jóvenes que han participado en la misión hasta «los de juventud acumulada», como decía Madre Inés, en el cansancio físico que hoy, de una manera natural se deja sentir. La fe en la resurrección ha sido para nosotros en estas tierras de misión y en todos los demás lugares en donde se ha vivido en plenitud la Semana Santa, una fuerza mayor que nos impulsa a vivir como la beata María Inés apunta en una de sus cartas: «Vivir cada día el Misterio Pascual con gran amor, sencillez, alegría, misericordia, acercándonos a Él, dando la vida» (cf. Pensamientos). En una de sus felicitaciones por Pascua, ella misma escribe: «¡Cristo ha resucitado! ¡Alegrémonos, Aleluya! Y es al gozo de que Jesús ha resucitado que yo uno mis saludos, mis felicitaciones y mis más grandes deseos de que la celebración de este gran Misterio de la Pascua del Señor, de la Resurrección de Cristo, haya renovado en cada uno el fervor y la alegría» (26 de marzo de 1978).

Hoy nos re-estrenamos, éste es el primer día de nuestra vida nueva, es el día de la nueva creación. Lo antiguo ha pasado, comienza un nuevo andar. ¡Cristo ha resucitado, ha salido victorioso de la muerte! La Pascua, la fiesta más grande de los cristianos, no termina este día. La Iglesia seguirá durante ocho días, la octava de Pascua, celebrando esta fiesta como si de un mismo día se tratase. Y después continuaremos celebrando la Pascua durante la cincuentena pascual, hasta la solemnidad de Pentecostés pasando antes por la Ascensión del Señor. Que María, la Reina del Cielo, como la aclamamos en el cántico pascual del «Regina Coeli», nos acompañe en este camino de alegría pascual. Que ella, que vivió con los apóstoles la alegría de la Resurrección y esperó con ellos la venida del Espíritu Santo, renueve nuestras fuerzas y nos conceda la esperanza de la vida nueva que hoy ha comenzado. ¡Felices Pascuas de Resurrección para todos!

Padre Alfredo.