Jeremías —a quien estamos leyendo en estos días— como buen profeta, es un hombre que se solidariza con su pueblo, llora e intercede por él, le duelen sus fallos y se alegra con sus victorias. Hoy Jeremías (Jer 14,17-22) se lamenta de la situación que atraviesa su gente, habla de heridas y dolor en su alma: todo por culpa del pueblo y su pecado. Y se dirige a Dios en una oración muy sentida, con palabras salidas de su corazón de profeta intercediendo por todos: «Reconocemos, Señor, nuestras maldades y las culpas de nuestros padres; hemos pecado contra ti. No nos rechaces; no deshonres el trono de tu gloria.... acuérdate, Señor, de tu alianza con nosotros y no la quebrantes». El egoísmo, el desvío y los pecados acarrean muchos males, de los que luego el mismo pueblo se habrá de lamentar. En sí todo el capítulo 14 de Jeremías es una especie de liturgia suplicatoria, compuesta por el profeta inspirado por Dios con unas plegarias solemnes hechas en Jerusalén, reinando Joaquín, en ocasión de una «gran sequía» (Jer 14,1-3-45) que hace ver la sequía del corazón que se ha apartado de Dios independientemente del lugar que se ocupe en la sociedad y la vocación que se tenga: «Hasta los profetas y los sacerdotes andan errantes por el país y no saben qué hacer».
En medio de una gente que intenta buscar la felicidad por caminos distintos de los de Dios, el creyente ha de luchar para no perderse, para no perder el aliento ni el ánimo de seguir en la búsqueda de la auténtica felicidad. Jeremías nos hace ver que, en esa búsqueda constante, lo que el hombre bueno y el pecador arrepentido puede conocer de Dios en esta vida es su misericordia, pero, para eso, en nuestro caminar hacia Dios necesitamos la antorcha de la fe. La audacia de las palabras de Jeremías en sus plegarias, pone de manifiesto que a ese Dios misericordioso puede pedírsele todo. Al ver y meditar en esta primera lectura podemos preguntarnos, desde nuestra condición de pecadores y a la vez hombres y mujeres buenos que buscamos a Dios: ¿Tenemos esta audacia, esta fe de Jeremías? ¿Soy yo de los que buscan más y más al Señor, o de los que se contentan con quedarse en la orilla de su compasión y misericordia? El Evangelio nos dice que Jesús sembrador de buena semilla (Mt 13,36-43) y expresión de la misericordia del Padre, pasó haciendo el bien y solo el bien para brindar felicidad, la auténtica felicidad al corazón humano y ese Jesús sigue sembrando la misericordia del Padre en el mundo actual. Jesús no nos abandona, él es «Dios-con-nosotros», luz y alimento para nuestras vidas y se ha quedado con nosotros en la Eucaristía, como dice la beata María Inés: «Hasta que se clausuren los siglos y comience la eternidad».
Cada vez que celebramos la Misa, empezamos la celebración con un acto penitencial reconociéndonos pecadores para dejarnos llenar, después, de la misericordia de Dios en su a Palabra y la Eucaristía que siembra en nosotros. A pesar de nuestros pecados, que «hacen llorar a Dios de día y de noche» (Jer 14,17, no tendríamos que desesperar de nuestra generación —ni de los jóvenes ni de los mayores—, sino echar mano de la misericordia que Cristo ha sembrado en nuestros corazones y traer a la Eucaristía a todos en espíritu, ayudando además a todos en lo que podemos, y orar a Dios por todos. La «oración universal» de la Misa es otro momento expresivo de nuestra sintonía misericordiosa con la humanidad, exponiendo sus males y carencias ante Dios, que es una manera de reconocer nuestros límites y de comprometernos a trabajar por lo mismo por lo que rezamos: por la paz, por la justicia, por el alivio de los que sufren. A veces me preguntan que por qué hago la oración universal en la Misa diaria si solo obliga el domingo, esta es la razón. Dios, en su infinita misericordia ha sembrado su buena semilla, el trigo. Pero hay alguien —el indecente, como llamaba la Hna. Esthela Calderón al diablo— que siembra de noche la cizaña en el corazón del hombre. A los discípulos, siempre dispuestos a cortar por lo sano, Jesús les dice que eso se hará a la hora de la siega, al final de los tiempos, cuando tenga lugar el juicio y la separación entre el trigo y la cizaña. Entonces sí, los «corruptores y malvados» serán objeto de juicio y de condena, mientras que «los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre», por eso, mientras tanto, hay que pedir, hay que elevar nuestras plegarias, porque mientras tanto, el bien y el mal coexisten en nuestro campo. Pidámosle a la Virgen María, Nuestra Señora de la Esperanza, a saber esperar respetando la libertad de las personas y el ritmo de los tiempos y sobre que nos ayude a esperar orando y siendo misericordiosos. Para saber esperar confiadamente, el buen cristiano acude a la confesión donde Cristo, el divino jardinero, toma toda nuestra cizaña y actos malos y los arroja fuera de nuestra alma para que nuestro corazón brille como un campo limpio y abundante de frutos. ¡Les deseo lo mejor para hoy y como cada martes, voy a confesar a la Basílica y allí los encomiendo a todos... allí, a los pies de la Virgen Morena en el Tepeyac!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario