viernes, 27 de julio de 2018

«La tarea de sembrar»... Un pequeño pensamiento para hoy

Inmersos en la cultura consumista de la «sociedad líquida» que nos rodea, la inmensa mayoría de la gente, en el día a día, no lucha por «ser» alguien, sino por «tener» algo; no se apasiona por llena su alma, sino por tener más tarjetas bancarias o por lo menos lograr un aumento de crédito y poder gastar más. Muchos no se preguntan qué tienen por dentro para dar a los demás, sino qué van a ponerse por fuera para estar por encima de los demás. Tal vez sea ésta la razón por la que en el mundo hay tantos esclavos de la moda y tan pocas, tan poquitas personas originales que sigan, no el camino del consumismo, sino el camino de Dios. Necesitamos gente que venza la tiranía de la moda, la hostilidad de la competencia mal sana, la rabia de no poder tener más, la amargura de no estar en el primer puesto en la sociedad. Hace unos días, mientras se celebraba el Mundial de Futbol, el entrenador de Croacia, Zlatko Dalic, un hombre católico, afirmaba que la clave de su éxito es la fe en Dios y el rosario: «Llevo siempre un rosario en mi bolsillo. Cuando siento que estoy en un momento duro, me aferro a él y luego todo es más fácil». ¿A qué se aferra la mayoría de la gente hoy? 

Al hombre y a la mujer, que se dan cuenta de la realidad y quieren dejar ese mundo que parece que lo llena todo pero carcome el alma hasta vaciarla, Dios le otorga siempre la posibilidad de rehabilitarse, de volver a la casa que nunca debió abandonar. La primera lectura del día de hoy (Jer 3,14-17) nos deja una serie de verbos que contrastan con la morfología y sintaxis de ese mundo líquido que hasta el significado de las «malas palabras» ha cambiado para que todo fluya sin siquiera darse cuenta de lo que se está diciendo y, por lo mismo, ejecutando. Jeremías dice: «vuélvanse... los traeré... les daré pastores...». ¡Qué bien suenan estas palabras en medio de la dureza de la fría convivencia con Dios que vive la mayoría de la gente hoy! La gente —sobre todo los jóvenes— se ha hecho áspera y ríspida para hablar y para vivir egoístamente. En el mundo líquido se quiere todo fácil y estilo light, pero el Señor, que nunca abandona a su pueblo vuelve a pronunciar hoy las mismas palabras que aparecen en este capítulo 3 de Jeremías: «Vuélvanse a mí, hijos rebeldes, porque yo soy su dueño. Iré tomando conmigo a uno de cada ciudad, a dos de cada familia y los traeré a Sión; les daré pastores según mi corazón, que los apacienten con sabiduría y prudencia» (Jer 3,14-15). El mundo de hoy necesita reencontrarse con Dios. Si en ese sentido «Babel» es el símbolo de la dispersión de los hombres que no logran vivir reunidos ni entenderse. Jerusalén, como se ve al final de ese oráculo de Jeremías, es el símbolo de una concentración universal. 

Dice el profeta que cuando esta vuelta a Dios se realice, no se hablará más del arca de la alianza, ni se acordarán de ella, ni la echarán de menos, ni necesitará ser reconstruida. El Arca de la Alianza era el objeto de culto más sagrado: un cofre de maderas preciosas, en el que estaban encerradas las «Tablas de la Ley», el símbolo más explícito de la Presencia de Dios en el Templo. En 587 junto con el Templo mismo, fue quemada por los invasores caldeos. Jeremías tiene la audacia de pedir que no se le eche de menos y que no se reconstruya. El «Trono del Señor» ya no será esa arca, sino Jerusalén. Y es que el Arca representaba una religión arcaica, demasiado materializada, un culto que se vivía solamente por fuera. La Presencia de Dios, nos dice Jeremías, estará en adelante, en el corazón de la comunidad —que eso es lo que representa Jerusalén—. Hoy, como en tiempos de Jeremías, tenemos que valorar la «presencia espiritual» de Dios, que no está unida a ningún rito externo, ni siquiera a lo más suntuoso o solemne de una celebración, sino en el corazón del que se sabe amado por Dios y asiste al Templo para agradecer, alabar, pedir perdón, suplicar y hacer propósitos de ser mejor para tener un mundo mejor. Así, es fácil entender que Dios se encuentra donde se vive la fraternidad, el amor, la solidaridad, la paz interior y para eso hay que «sembrar» la semilla que el Señor nos da. Jesús, en el Evangelio de hoy (Mt 13,18-23) compara a los hombres con cuatro clases de terreno: la misma semilla, la misma Palabra divina, dan resultados más o menos profundos según lo que hacemos con esa semilla. Jesús nos advierte que la cosecha puede ser maravillosa... pero la siembra es difícil. No hay recolección sin trabajo. El Reino de Dios es semejante a esto, por eso hay que ser optimistas: ¡un solo grano de trigo bien sembrado puede producir cien granos! Pero hay que recordar que tenemos derecho a sembrar, pero tal vez no a recoger. Por lo tanto, hay que preparar el terreno, escoger la semilla, cuidarla y tirarla a tiempo. Hay que regar, quitar las malas hierbas —el exceso de la «modernidad líquida» de hoy, sobre todo, hay que segar en el momento oportuno. ¡Vaya que tenemos que hacer! Pidámosle a María, especialista en todo este asunto, que Ella nos ayude. ¡Bendiciones para este viernes y siempre! 

Padre Alfredo.

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