martes, 3 de julio de 2018

«Ver para creer»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy es día de Santo Tomás Apóstol. Y quién no relaciona su nombre con aquello de «ver para creer». El nombre de Tomás aparece por primera vez en la lista de los doce apóstoles en los evangelios sinópticos. El Evangelio menciona en algunas ocasiones, además de los nombres de los apóstoles que se unían a Cristo, las circunstancias que rodearon tal acontecimiento de la llamada o alguna característica del nombre de elegido, pero, respecto a Tomás, no nos ofrece ni una sola palabra sobre cuándo y cómo este santo varón se incorporó al grupo de los apóstoles y para colmo, mientras el Evangelio de Marcos y el de Lucas (Mc 3,18; Lc 6,15) hablan de Mateo y Tomás, Mateo invierte los términos escribiendo: Tomás y Mateo, y para que el recuerdo de su pasada profesión le sirviera de ocasión para humillarse, añade a su nombre el epíteto de «el publicano» (Mt. 10,3). Así que fuera de la escena del «ver para creer», que está en el Evangelio de Juan (Jn 20,24-29) y una mención anterior en ese Evangelio, poco podemos conocer y decir de él. 

San Juan Evangelista, al mencionarle, dice que era llamado «Dídimo» (Jn 11,16; 21,2), tal vez para que a los griegos, a quienes dirige su Evangelio, identificaran un nombre conocido, pues de por sí, antes de los escritos del Nuevo Testamento, no encontramos en la historia y en la Biblia ningún individuo que lleve el nombre de Tomás, mientras que la palabra «Dídimo», como nombre propio figura en algunos papiros del siglo III a. de C. originarios de Egipto. Se sabe que el nombre de Tomás proviene de una raíz hebraica que significa duplicar, cuyo sentido aparece en el libro del Cantar de los Cantares (Cant 4,2; 6,6), en donde se habla de «crías mellizas o duplicadas». Esta aclaración hecha por el evangelista a identificarlo como gemelo. Pero, ciertamente, como digo, nosotros lo relacionamos con el «ver para creer», pues recordamos que a Tomás le costó creer. A Tomás le costó creer de la misma manera que a Pedro le costó ser fiel. O como a casi todos los demás, que les fue difícil en la oscuridad. Parte de un «ver» para llegar a «creer». Pero, como nos hace ver Jesús el Resucitado, no todos los que «ven» creen. 

Tomás, como otros muchos dudaba, se quedó con el solo recuerdo del Mesías en la Cruz al que había abandonado. Y justamente eso es lo que tenía que ver... para creer, de otra manera. Al final, el Resucitado se le presenta con los signos de la pasión... y ante la visión atónita de los demás Apóstoles y ante el Resucitado, que es el mismísimo que estuvo clavado en la cruz, Tomás dice esas hermosas palabras que mucha gente, por devoción privada, dice en el interior de su corazón a la hora de la consagración en la Misa: «Señor mío y Dios mío». San Juan quiso cerrar su Evangelio con el episodio de Tomás. La escena que él cuenta después de ésta, la aparición del Resucitado en el mar de Tiberíades, es solamente una especie de apéndice que añadió más tarde. La respuesta final de Jesús había de ser como un amén poderoso que resumiera todo el Evangelio y resonara a través de todos los siglos en el alma de los creyentes: «Porque me has visto has creído, Tomás. Bienaventurados los que no vieron y creyeron». Hay que pedirle a Dios, en este día de fiesta, por intercesión de María, cuya vista no se apartó nunca de la voluntad divina en la que siempre creyó, que también nosotros podamos «ver» lo que debemos ver: las maravillas de la vida, el corazón de las personas buenas, las palabras de la Escritura, los signos de la Eucaristía, el grito de los necesitados... y viendo todo eso creer y exclamar: «Señor mío y Dios mío». ¡Los encomiendo a los pies de la Virgen Morena esta tarde! 

Padre Alfredo.

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