Hoy, en la primera lectura que la Liturgia de la Palabra nos ofrece (Miq 7,14-15.18-20), Miquea nos ofrece, en su confesión de fe, unas palabras muy consoladoras: «¿Qué Dios hay como tú, que quitas la iniquidad y pasas por alto la rebeldía? Dios tiene entrañas de Padre y de Madre, y sobrelleva nuestras miserias hasta el infinito. A nosotros nos toca corresponder y no abusar de su amor misericordioso. El profeta suplica a Dios que, en esa misericordia que prevalece sobre todos sus atributos, no abandone a su pueblo, sino que realice en él las promesas, de manera que Israel, ahora triste y abatido, pueda levantarse y rehacer su vida. El profeta, siempre claro opero positivo, exulta de gozo pensando en el futuro perdón de Dios, como garantía de las promesas que se van obrando entre los altibajos de la historia y de la condición humana.
Sabemos que Dios no es indiferente al pecado, pero no por ello deja de ser misericordioso y fiel a la alianza. Dios no deja nunca de amar a quien ha elegido. El descubrimiento más importante de los hebreos en el exilio fue que Dios les siguió siendo fiel y fundamentalmente benévolo. La fidelidad de Dios se convirtió, de esta forma, para aquel pueblo de cabeza dura —como para nosotros también— en misericordia, en perdón y en gracia (Miq 7,18). Pero al hombre de hoy no le gusta hablar de la misericordia de Dios, no sólo porque esta palabra tiene para él resonancias sentimentales y paternalistas, sino sobre todo porque ha perdido, en medio del consumismo y materialismo reinantes su condición religiosa. Refugiarse en las manos abiertas de un Dios misericordioso y que nos perdona constantemente lo ven muchos solo como un modo de tranquilizar la propia conciencia y se fijan solamente en los malos testimonios de quienes se exhiben como muy cumplidores de la ley y no la hacen vida. De hecho, la misericordia de Dios invita a la conversión y al cambio; impulsa a quien de ella se beneficia a practicar a su vez la misericordia (Lc 6, 36). No tiene, pues, nada de alienante, sino que, por el contrario, es una llamada a asumir responsabilidades precisas que hacen que Dios se goce contemplando en quienes le siguen ala familia de su mismo Hijo Jesús.
El discípulo–misionero es «un pariente de Jesús», un familiar suyo. El Evangelio de hoy nos deja en claro que Jesús ofrece a los hombres la cálida intimidad de su familia (Mt 12,46-50). Entre Dios y los hombres ya no hay sólo relaciones frías de obediencia y sumisión como entre un amo y los subalternos... Con Cristo entramos en la familia divina, como sus hermanos y hermanas, como su madre. Por todo esto viene un cuestionamiento importante para hoy: ¿qué es lo que debe cambiar en mis relaciones con Dios? Porque los lazos de sangre por importantes que sean no son los decisivos en el Reino de Dios. Se requiere una nueva relación familiar de tipo espiritual y con convencimiento. Un verdadero intercambio de corazón a corazón entre los «hermanos y hermanas de Jesús» puede a menudo ser más rico y más fuerte, que entre parientes según la carne. María Santísima es la primera que cumple la voluntad del Padre y nos enseña a ser «parientes» de su Hijo. Si en todas nuestras acciones de cada día y en cada instante, procuramos mantenernos unidos a Dios haciendo su voluntad, lo estamos también a todas las almas de la tierra, a todos los discípulos–misioneros del Señor Jesús esparcidos por el mundo entero. Si María, que hizo la voluntad de Dios a la perfección, es, también por ello, «su madre», nosotros también, como decía la beata Madre María Inés Teresa: ¡Estamos llamados a ser «padres» y «madres» de las almas!... hermanos, parientes, familia. ¡Bendecido martes y los encomiendo a Ella en la Basílica del Tepeyac!
Padre Alfredo.
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