Los conflictos internacionales siempre han existido. Las naciones tienen conflictos por temas como el dinero, los armamentos, la comida, los territorios, las creencias religiosas, los deportes, la política, etc. En un sentido general, parecería que la lista de causas de conflictos entre los pueblos parecería interminable. Un gran conjunto de cosas, en la actualidad, en un mundo cada vez más globalizado modelan y a menudo intensifican conflictos, tanto nacionales como internacionales. Pero, bien sabemos, que la fuente real de los conflictos, no solamente de los internacionales, sino hasta de los más caseros, está en nuestro corazón. Sin profundizar en los datos históricos que nos presenta la primera lectura de la Misa de hoy (Is 7,1-9), notamos, al ir leyendo, que hay un grave conflicto internacional por buscar y querer dominar un cierto territorio, amenazando la dinastía davídica reinante. «Cuando al heredero de David le llegó la noticia... se estremeció su corazón y el del pueblo, como se estremecen los árboles del bosque, agitados por el viento» (Is 7,2). Y, frente a la tensión que se forma entre los que buscan y luchan por el poder, aparece la imagen y la presencia del profeta Isaías con su hijo (Is 7,3) Sear Yasub —cuyo nombre significa «un resto volverá»—, para que le comuniquen al rey Acaz que no tenga miedo, diciendo que quien establece el poder es Dios, quien está encima de cualquier corazón desocupado.
Ayer, después de casi dos horas a puerta cerrada y una hora más frente a la prensa, se llevó a cabo la cumbre de Helsinki entre Vladimir Putin y Donald Trump, los presidentes de los dos países más poderosos de occidente. Una reunión señalada por algunos como «un día oscuro», para otros representa el comienzo de un esfuerzo mayor para reparar las relaciones entre las dos mayores potencias nucleares del mundo que, de alguna manera, condicionan los destinos del llamado «orden mundial». Las relaciones entre Estados Unidos y Rusia son inciertas, y el mundo sigue agitado... ¿Qué hay en el corazón de estos hombres? Eso marcará el camino a seguir. No hay corazón desocupado —como dice mi madre— todos tenemos luchas, pero estas luchas son mas fáciles de sobrellevar cuando habitamos bajo el amparo del Omnipotente y lo ponemos en primer lugar en la vida personal y comunitaria. «¿De dónde vienen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No vienen de sus pasiones que combaten en sus miembros?» (St 4,1) pregunta el escritor sagrado y nos da una de las más maravillosas exposiciones acerca de los conflictos y sus causas. Los conflictos revelan, en esencia, nuestra naturaleza caída. Están directamente relacionados con nuestra condición interna, en vez de una circunstancia externa como las que aparentemente se ven en las guerras entre las naciones. De manera que, el ver textos como este de Isaías, nos debe llevar a hablar más de nuestro propio corazón que de cualquier otra causa por más sugestiva y provocante que parezca. El Señor le encomienda a Isaías ir al encuentro de Ajaz con su hijo Sear Yasub para decirle que mantenga la calma, que cesen sus temores, y su corazón no sucumba.
El Evangelio de hoy (Mt 11,20-24), si lo meditamos con calma, encontramos un contraste con lo que sucede en el fragmento de Isaías. En el Evangelio está un Jesús que propone abrir las fronteras, borrar el horizonte de odios y rencores, y reconstruir —desde el cambio de mentalidad— nuevas relaciones sociales, familiares, fraternas con los de dentro, pero especialmente con los de fuera olvidándose de los problemas «de gallinero». Esto me invita a orar, a decirle a Dios esta mañana: «Padre bueno y siempre desconcertante, que ves al interior del corazón de cada hombre y nos juzgas según nuestra conducta con quienes nos rodean, te damos gracias por todas esas personas que, desde la sencillez de su vida unos y desde cargos públicos otros, intentan ayudar a construir una ciudad nueva, una cultura más humanizada, un orden internacional sin guerras, un camino sin violencias, una política sin corrupciones, un mundo sin poderes abusivos. Gracias Padre, porque eres bueno y nos dejas tu misericordia y comprensión que sana nuestro pobre corazón»... Sí, esa es mi oración porque, con un corazón embotado el hombre actual no sabrá responder al llamado del Señor y seguirá en guerra, en guerra con los demás y condigo mismo. Hoy es martes, y voy a la Basílica de Guadalupe, siempre atestada de corazones que, de esta y muchas otras naciones, vienen a los pies de la Morenita a suplicarle paz, armonía, concordia. Todos llegamos ahí pidiendo a la Madre del verdadero Dios por quien se vive, esa fuerza que se arranca de su Hijo Jesús para salir de las adversidades, para salir victoriosos en el espíritu, para tener la paz que da el buen obrar al agitado corazón de los pueblos y de familias, de las personas y de las instituciones. Porque todo lo que no conduzca a la paz, como nos enseña la liturgia de hoy, merma nuestra razón de ser y existir. Hoy se mencionan en el Evangelio tres ciudades del entorno del lago de Genesaret —Corozaín, Betsaida y Cafarnaún— . Jesús las maldice porque, a pesar de los signos que ha realizado en ellas, no se han convertido. Es curioso, pero ninguna de estas ciudades existe en la actualidad, mientras la pagana Tiberíades, igual en la ribera del lago, goza de una vitalidad y dinamismo grandes, debido al turismo. De las tres mencionadas se conservan sólo algunas ruinas que los arqueólogos van poco a poco sacando a la luz. Visitando los restos de Cafarnaún en enero pasado, un grupo de sacerdotes meditábamos, luego de una conferencia, en las duras palabras de Jesús y yo pensaba —como ahora mismo— en los espacios, personas, comunidad, pueblos concretos en los que Él sigue haciendo muchos signos y, sin embargo... es el gran ausente. ¡Hay mucho por hacer! ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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