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Oseas nos muestra a Dios, el esposo, intentando convencer a su esposa, Israel, para que vuelva a él. Dios la «corteja», como en el desierto, en la soledad, cuando seguía el enamoramiento, porque era reciente la liberación y el éxodo de Egipto. Dios la quiere de nuevo como esposa, para siempre. Y anuncia que aportará —¿como dote, esta vez por parte del novio?— el derecho, la justicia, la misericordia, la compasión, la fidelidad (Os 2,16.17-18.21-22). Con toda la sencillez inimaginable unida a una serenidad impresionante que hablan de un amor que va más allá de cualquier parámetro en un desposorio con una mujer infiel, Oseas intenta recobrar a su esposa, que se ha alejado de nuevo del hogar. Este libro bíblico es siempre el reflejo no solo del pueblo de Israel, sino del pueblo de Dios... ¡de nosotros!, que hemos ido de escapada en escapada y de infidelidad en infidelidad en nuestra relación con Dios dejando que se enfríe el amor y se diluya la fidelidad, sobre todo en la modernidad de esta sociedad líquida en la que vivimos. Esta relación la describen varios profetas con el simbolismo del matrimonio. En el evangelio Jesús lo hace también, presentándose a sí mismo como novio y esposo, que se entrega por su esposa la Iglesia. En el Apocalipsis, antes de llegar al final de la Biblia, uno de los momentos culminantes de la lucha entre el bien y el mal es la gran fiesta de las bodas del Cordero.
¡Cómo retrata la liturgia de hoy nuestra condición humana! Por un lado Gómer, retratando al pueblo en su infidelidad y por otro la actitud de Jairo y la hemorroísa mostrándonos la imagen de quien busca al Señor (Mt 9,18-26). El hombre le pide a Jesús que devuelva la vida a su hija que acaba de fallecer, y la mujer enferma queda curada con sólo tocar la orla de su manto. El dolor del padre angustiado y la vergüenza de aquella buena mujer, pueden ser un buen símbolo de todos nuestros males, personales y comunitarios que hablan de nuestra miseria humana. Pero también ahora, como en su vida terrena, Jesús nos quiere atender y llenarnos de su fuerza y su esperanza, Él quiere recobrarnos: «la niña no está muerta; está dormida» (Mt 9,24) —y vaya que yo también me caigo de sueño y tengo Misa de 8 como cada lunes—. Pero gozoso espero la hora de la Eucaristía, porque allí, el que busca reconquistarnos, se nos da Él mismo como alimento, para que, si le recibimos con fe, enderezando nuestro camino, nos vayamos curando de los males consecuencia del pecado en nuestras vidas. Al empezar la semana —que ya se que litúrgicamente empezó ayer— es bueno recurrir a María, la siempre pura María y pedirle que nos ayude, como nos sugiere el salmista hoy: «a difundir la memoria de la inmensa bondad de Dios y a aclamar su victoria» (Sal 144). ¡Gracias por sus oraciones especialísimas por mí en este viaje de pisa y corre y como siempre, les suplico la limosna de sus oraciones! Bendecido lunes.
Padre Alfredo.
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