¡Feliz domingo, día del Señor! Iniciamos hoy la lectura de la carta a los Efesios. La carta de san Pablo impregnada de una belleza sublime. Leeremos, durante siete domingos seguidos, los fragmentos más significativos de esta especie de alabanza a Dios por la obra realizada en Jesucristo. Con el himno de hoy (Ef 1,3-14), se abre prácticamente la carta, después de las palabras de saludo del apóstol. San Juan Pablo II decía que hemos de sentir «el deber» de hacer nuestro este canto de alabanza ante la contemplación del misterio de la encarnación y redención de Cristo. La historia de la salvación tiene en Él su punto culminante y su significado supremo. En Él todos hemos recibido «gracia sobre gracia» (Jn 1,16), alcanzando la reconciliación con el Padre (cf. Rm 5,10; 2 Co 5,18). Este domingo la liturgia nos invita a glorificar a Dios que nos ha llamado a ser suyos, a ser sus heraldos, sus enviados. El profeta Amós nos dice que el Señor lo sacó de junto al rebaño para enviarlo en su nombre (Am 7,12-15) y lleno de agradecimiento y alabanza a Dios, cumple su misión, esa misión que todos los que hemos sido «alcanzados» por Dios tenemos, y entre cuyas tareas está, al haber nosotros conocido a Cristo, el bendecir a Dios por los muchos modos en los que él nos ha bendecido en nuestro Salvador. San Pablo, en la carta a los Efesios, nos lleva a glorificar a la santísima Trinidad por el misterio de la salvación con el que hemos sido beneficiados, y del que estamos llamados a participar, puesto que incluye a todos los hombres y mujeres de todo tiempo y lugar.
Entre la belleza de la carta a los Efesios y la vocación de Amós en la primera lectura, podemos captar y profundizar más el sentido de nuestra condición de gente normal: obreros, pastores, campesinos, profesionistas, monjas, contratistas, empleados, maestros, curas, deportistas, empleados —conocidos como «Godinez» en el lenguaje coloquial— que se saben llamados a dar a conocer a todos la llamada de Dios a la santidad. Todo cristiano ha sido llamado a esto: a coger el bastón y las sandalias, a ir por el mundo sacando demonios e invitando a cambiar el corazón. Y en cada época y en cada situación deberá verse qué es lo que esto significa: ¡Ser santos y hacer santos! En nuestra situación, en una sociedad que ya no es cristiana —que es «tierra de misión»— y que en muchas partes es «Iglesia perseguida», la Iglesia no puede sentirse satisfecha teniendo mucha gente enrolada en consejos parroquiales, organizaciones, catequesis... como si el ideal fuera esto: que los cristianos se pasaran muchas horas en el interior de la iglesia hasta llegar a dscuidar sus tareas y compromisos en el mundo, de manera que la iglesia se convierta en una especie de club que encierre y tranquilice a la gente afiliada que cada vez es menos Las organizaciones , grupos y movimientos de Iglesia serán válidos si sirven para esto: para que los cristianos sean santos y sean en el mundo verdaderos testigos de la fe.
Así invita Jesús en el Evangelio (6,7-13) a los Apóstoles a presentarse ante el mundo como verdaderos testigos transparentes del amor de Dios. El mundo ha de ver que quienes hemos sido «alcanzados» por Cristo, como decía el Papa Benedicto, hemos sido bendecidos con toda clase de bendiciones espirituales (Ef 1, 3), hemos sido elegidos en Cristo, antes de la creación del mundo, para ser santos (Ef 1, 4); hemos sido predestinados a ser hijos adoptivos de Dios (Ef 1, 5); hemos sido redimidos por la sangre de Cristo y hemos recibido el perdón de nuestros pecados (Ef 1, 7). Los discípulos–misioneros de Cristo estamos entre los que pueden poner su esperanza en el Señor y viven buscando la santidad de vida para alabanza de su gloria (Ef 1, 12). Pero cuando Jesús envía a los suyos les deja una advertencia: «Si en alguna casa no los reciben ni los escuchan, al abandonar ese lugar, sacúdanse el polvo de los pies, como una advertencia para ellos» (Mc 6,11). ¿Por qué de esta advertencia tan drástica? La respuesta es muy sencilla y es, ciertamente, el gran pecado de nuestra época: «¡La indiferencia!». El que no quiere escuchar, el que no quiere recibir el mensaje, el que no quiere ser «alcanzado» por la Buena Nueva, es indiferente y, de la indiferencia... ¿qué sigue? Este es el mundo que rodea al creyente de hoy, un mundo «indiferente» y apático al mensaje de salvación, un mundo que, ante la llegada de Jesús a la casa de sus corazones lanza cuestionamientos como estos: ¡Tú siempre con lo mismo! ¡Qué aburrido ir a Misa! ¡Dios como quiera me ama! ¡Para qué tanta rezadera! ¡No tengo tiempo para esas cosas! ¡Al cabo tú ni cambias!... «Indiferencia, frialdad, falta de interés, desatención, falta de sentimiento, sin emoción, indiferente, impasible, frío», son palabras de las cuales la Sagrada Escritura tiene mucho que decir. La Biblia define este asunto de indiferencia cuando dice que «el amor de muchos se enfriará» (Mt 24,12). Así que cuidado en querer quedarse al lado de los indiferentes y hacerles caso. Este domingo, en el que se acaba el mundial, no se acaba nuestra tarea de ser santos y hacer santos, la vida sigue y hay que pedirle a María, la que nunca permaneció indiferente ni a Dios ni a nadie «recordemos las Bodas de Caná— que nos ayude a que nuestro corazón no se quede, ante las cosas de Dios y ante las necesidades del hermano... ¡Desentendidamente frío!
Padre Alfredo.
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