El profeta Isaías había lanzado, en su tiempo, la idea de que Jerusalén no podía ser destruida porque era el lugar por excelencia de la presencia divina (Isaías 37,10-20; 33-35). De ahí se deducía una henchida seguridad, demasiado cómoda, de que esa protección existiría de nuevo y sin duda alguna de modo incondicional. La gente se entregaba al pecado y se complacía en el ejercicio de un culto formalista, repitiendo más como una superstición que por la fe: «¡El Templo, el Templo, el Templo!», como fórmula mágica para librarse del peligro. Jeremías es sin duda uno de los primeros en enfrentarse abiertamente al culto formalista del templo de Jerusalén allá por el año 608 y la lectura de hoy sábado nos lo presenta así (Jer 7,1-11). El profeta reacciona contra esa falsa seguridad que el Templo suscitaba para muchos que pudiéramos comparar a quienes hoy piensan que les basta decir: «¡Soy católico, soy católico, soy católico!» para sentirse salvados, pero no van a Misa los domingos, no se confiesan, no ejercen la caridad ni la misericordia. Podemos imaginarnos en este contexto, el escándalo que supuso la intervención de Jeremías. En sus palabras, que son un oráculo del Señor, hoy Jeremías es bastante fuerte, y tal vez a más de uno lo incomode, como hizo con la gente de aquel tiempo; basta releer esto: «porque roban, matan, cometen adulterios y perjurios, queman incienso a los ídolos, adoran a dioses extranjeros y desconocidos, y creen que, con venir después a presentarse ante mí en este templo, donde se invoca mi nombre, y co9n decir: “estamos salvados”, basta para seguir cometiendo todas esas iniquidades. ¿Creen, acaso, que este templo, donde se invoca mi nombre es una cueva de ladrones? Tengan cuidado, porque no estoy ciego, dice el Señor» (Jer 7,9-11). Más adelante, el profeta Ezequiel, verá incluso la Gloria de Dios evadirse de su santuario. (Ezequiel 11, 23).
Si se lee y escucha al profeta, hay que escucharle hasta el final: y resulta que es precisamente una vida comprometida y auténtica la que se exige aquí prioritariamente. Como se exigen también las normas más elementales de la conciencia: respetar los bienes del prójimo, respetar la vida, respetar la sexualidad, respetar la verdad... y esto es cosa de todos los tiempos. Cristo, como Mesías salvador, tratará de purificar el Templo (Mateo 21,12-13). La clave de la seguridad no consiste en afirmar que el Señor está en medio de nosotros en su templo y que por eso somos trigo y no cizaña, sino en obrar de acuerdo con esta presencia de Dios en nuestras vidas, no solamente cuando estamos en el templo y todos nos portamos requetebién. Hay que hacer justicia velar por nuestros hermanos, no oprimir al que tiene menos, al huérfano y a la viuda, no derramar sangre inocente, no seguir dioses extranjeros (Jer 7,5-6). Pero Dios es paciente, soporta la cizaña y soporta el daño que la cizaña causa al buen grano (Mt13,30). Así revela su infinita misericordia para con todos nosotros que así, salimos beneficiados, porque si Dios hubiera decidido destruir la cizaña, hubiera tenido que destruir también una parte de nosotros mismos. Cuando los discípulos querían hacer llover fuego del cielo sobre un poblado que había rechazado a Jesús, el Maestro se lo prohibió (Lc 9,54).
Hay que ponerse a cooperar pacientemente en el lento trabajo de Dios: ¡otorgándole nuestra confianza! Esto supone una Fe muy sólida, una gran bondad y la paciencia de Jeremías y muchos de los profetas. Ni aparentar ser católicos de hueso colorado, o contentarse con ser religiosos o haber sido llamado a ser ministros del Altar, son, de por sí, una garantía de fidelidad o de salvación. Ni tampoco el decir unas cuantas oraciones de memoria o llevar medallas al cuello o participar en la Eucaristía ¡sólo de bulto!, nos salvarán solo por el simple hecho de hacerlo. Jesús nos dijo que «no todo el que dice... sino el que cumple la voluntad de Dios» (Mt 7,21). Jeremías nos advierte que la prueba de nuestra fidelidad no está en nuestras visitas al Templo que, naturalmente, ¡son cosa buena y necesaria!», sino en la caridad, en la justicia, en nuestro trato con el prójimo y en nuestra fe en Dios, evitando quemar incienso al Baal de turno. Ante esto me hago unas preguntas: ¿Cuál es mi participación en las misas o en otros oficios según mi vocación? Mis gestos y actitudes religiosas ¿corresponden a un esfuerzo de conversión verdadera en mi vida ordinaria? ¿Salgo de la celebración eucarística cada vez más convencido de mejorar mis comportamientos concretos con los demás? Cada una de mis oraciones y de mis plegarias, ¿me «remiten» a mis responsabilidades y a mi «deber de estado»? Y termino, hoy que es sábado, con unas palabras de la beata Madre María Inés Teresa: «Que María Santísima sea nuestra guía en el peregrinar en esta tierra, para que, guiados por su mano, lleguemos con menos tropiezos al cielo» (Carta colectiva de junio de 1978). Bendecido sábado a todos.
Padre Alfredo.
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