Mientras regresaba de la Basílica de Guadalupe a la parroquia, en el conocido y abrumador sistema de transporte llamado «METROBUS», al hacer el traslado de la línea 6 a la tres en la estación Montevideo, lidiando con aquella muchedumbre remojada por la lluvia incesante, mi paraguas que se abría y no y tratando de sacar la tarjeta del transporte, tiré, sin darme cuenta, un boleto del METRO que cargo siempre por alguna emergencia en donde tengo las demás tarjetas. No me hubiera dado cuenta si no es por una chica «millennial», una jovencita de esa generación a la que muchos acusan de frívolos, consumistas y egoístas; de vagos y superficiales; de ser «la peor generación»... ¡Cuántas lecciones me han dado estos chiquillos! El boleto del METRO vale cinco pesos, y la chica vio que se me cayó y corrió a entregármelo con una sonrisa enorme. Tal vez esta generación no distinga alzacuellos y hábitos religiosos, porque no es la primera vez que uno de ellos me dice simplemente «señor» o «Alfredo» si me conocen, pero la mayoría no distingue, de verdad, a un sacerdote o una religiosa en la calle a menos de que ellas traigan velo... pero están llenos de bondad.
Para mí estos muchachos son personas que no se acomodan, ni se instalan, prefieren dar paso a los retos y conseguir reconocimiento por su trabajo y, por lo visto, por su bondad. Creo que a los adultos de la generación «Jurassic» nos hace falta entenderlos y descubrir la necesidad que tienen de un feedback por parte de los que somos mayores. Mi efusivo «gracias» fue correspondido por una sonrisa libre que salió de esos labios juveniles y un ¡hasta luego!, que le siguió... y qué cosas, hoy es día de San Benito, ese hombre que para mí, como monje, como hombre de Dios, me evoca el más alto grado de libertad que se pueda vivir y no se, la verdad, si San Benito, viviendo en nuestros tiempos, fuera como un «millennial», pero creo que sí, porque a este Santo varón lo veo siempre con una frescura impresionante que ha logrado contagiar no solamente a sus monjes, sino a los voluntarios y a todos aquellos que entran en contacto con ellos. Mis conversaciones con «millennials», estos chicos nacidos alrededor del año 2000, suelen ser acaloradas y a la vez inspiradoras —recuerdo a Oscar en los días del terremoto del año pasado y a los chicos de la línea interminable de las votaciones por ejemplo—. Los «millennials» tienen, siento yo, esa misma perspectiva de la vida que San Benito, una visión muy fresca que no se acomoda ni se instala.
En la inquietud y en el caos de la época, Benito vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida diaria ni al hombre con sus necesidades concretas en una frescura impresionante. Inquieto, como los millennials de hoy, en su regla afirma: «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos» (Prol. 35). Así, el monje no puede ser alguien instalado o pasivo, como a primera vista puede aparecer, cosa que aparentan algunos chamacos de estos de los que hablo a los que a primera vista parece correrles atole por las venas. La vida del monje, que parece que no hace nada sino rezar y rezar, se convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación «para que en todo sea glorificado Dios» (Regla 57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y egocéntrica, el compromiso primero e irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (Regla 58, 7) en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (Regla 5, 13), a cuyo amor no debe anteponer nada (Regla 4, 21; 72, 11), para que así, sirviendo a los demás, se convierta en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (Regla 5, 2), el monje conquista la humildad (Regla 5, 1), a la que dedica todo un capítulo de su Regla (Capítulo 7). De este modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de Dios. Los «millennials» me recuerdan todo esto pero me queda una gran preocupación, un reto, una tarea enorme... Estoy seguro que si muchos de estos jovencitos conocieran a Cristo, tendríamos una pléyade de «Benitos» que, como él, nos pudieran enseñar o recordar el arte de vivir el verdadero humanismo. Por hoy me quedo con esto y doy gracias a Dios por hombres como San Benito, que dejan huella y, por mi parte, le pido a María Santísima que me siga dando la oportunidad de llegar al corazón de esta generación que, como nativos digitales, siendo hijos de su tiempo, son los más cualificados para el hoy como inquietos buscadores comunicados con el mundo entero sin conformarse, como san Benito... ¡Les quiero llevar a Cristo! Bendecido miércoles para todos.
Padre Alfredo.
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