Como los demás profetas, Miqueas —de quien hoy tenemos la primera lectura (Miq 2,1-5)— es a la vez un hombre impetuoso y pacífico, amenazador cuando se trata de fustigar la injusticia o la idolatría, y de compasión y esperanza cuando se trata de reconfortar. Miqueas («quién como Yahvé»), vivió en tiempos de los reyes de Judá, Yotán, Acaz y Ezequías y es más bien conocido por la célebre profecía: «Y tú Belén no eres la más pequeña entre las familias de Judá, de ti nacerá el que ha de conducir a Israel» (Miq 5,2), que leemos durante el Adviento para preparar la Navidad. Miqueas se enfrenta con los poderosos de su época y denuncia con arrojo sus despropósitos: abusan del poder, traman iniquidades, codician los bienes ajenos, roban siempre que pueden, oprimen a los demás, son idólatras de sí mismos y con valentía, les anuncia el castigo de Dios: les vendrán calamidades sin cuento y serán objeto de burla por parte de todos, cuando caigan en desgracia.
Los peligros del poder y del dinero —por lo general unido a éste— siguen siendo actuales. También en nuestro mundo nos enteramos continuamente de atropellos contra los débiles, de injusticias flagrantes, de abusos cínicos por parte de los poderosos, como sucede actualmente en Nicaragua. Basta leer las llamadas continuas de los Papas por una justicia social en el mundo; por ejemplo, en las valientes páginas de la encíclica de San Juan Pablo II «Sollicitudo rei socialis», de 1987 o las voces proféticas de tantos misioneros, eclesiásticos o laicos, cristianos o, simplemente, personas honradas, en muchas partes del mundo ahora más oídas gracias a las redes sociales, para darnos cuenta de esta realidad que Miqueas entona con un amargo lamento por la injusticia que sufre el pueblo, o mejor dicho, como siempre ocurre, una parte del pueblo. Cuando hay oprimidos, tiene que haber opresores, los que tienen el poder, dice Miqueas. Y la imagen que elige para expresar el sufrimiento causado por la injusticia es la imposibilidad de caminar erguidos porque el robo, la mentira y la avaricia son un yugo que oprime a cada persona y la va encorvando.
Algún día, quienes hoy contemplan la maldad de los hombres ingratos gloriándose de sus hazañas, dirán con lamento: éstos son los que acabaron con nosotros y vendieron la heredad del pueblo... ¿De qué les ha servido su soberbia? También ellos son puro polvo, barro y miseria. Al igual que la irritación de los fariseos que nos presenta el Evangelio de hoy (Mt 12,14-21) llega al extremo de que no podían tolerar más que «ese hombre», como lo llamaban despectivamente, siguiera diciendo las cosas que decía, a muchos poderosos de hoy, infestados de soberbia, Cristo y todo aquel que le represente, les estorba. La soberbia humana se encierra ante la hermosura de Dios y no ve lo que la inteligencia y la misericordia logran tocar tan claramente. Es en esta paradoja cuando se siente la voz de Aquel que lo ha enviado para amar hasta el extremo a los hombres, así como Él mismo había amado a su pueblo elegido. De este modo la Voz del Padre, que se dejaba oír en los profetas del Antiguo Testamento, como en Miqueas, en Isaías y otros más, es la Voz del Hijo, y ese Padre es capaz de expresar cálidas palabras de amor, como Cristo lo hizo con Corazón de Dios y Hombre. No es posible, por tanto, que ante tanto amor, el discípulo–misionero permanezca indiferente y encerrado ante el egoísmo de hombres necios que, por el abuso del poder, cometen genocidios como el que vemos en Nicaragua. Los fariseos que de alguna manera representan la parte más horriblemente egoísta de que se dice que «cree», se cerraron a las entrañas de amor de Dios y no quisieron ver ni a Cristo ni a los que son de Cristo. No seamos como ellos, intentemos sólo aplicar los oídos del alma al Corazón de Jesús y aprender el amor del Padre en Él, para ser dignos hijos de Aquel que nos hizo suyos por el bautismo y la gracia. Recordémoslo, también nosotros somos hijos de Dios, hermanos de toda esta gente que sufre y mucho podemos hacer por ellos si oramos y alcanzamos del Señor el milagro de la paz. Hoy sábado miremos a María, que, como Madre de Dios y Madre nuestra escucha el grito de sus hijos que suspiran con gran dolor entre lágrimas, pisoteados por los poderosos: «No nos dejen morir. Por favor, intervengan, hagan algo» (Augusto Gutierrez, sacerdote nicaragüense). Sabemos lo que podemos hacer, lo sabemos... busquemos, en la oración, en el ayuno, en la ayuda que nos sea posible, la cercanía y solidaridad con el pueblo nicaragüense y con sus pastores «profetas de justicia», ante esta dramática y dolorosa crisis social y política que allí se vive actualmente y que no podemos sentir ajena contemplando a la vez las situaciones de injusticia que si no componemos —en nuestro corazón y fuera de él— nos llevarán a lo mismo. Les invito a decir junto conmigo: «Acuérdate, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu auxilio haya sido abandonado de Ti. Animado con esta confianza, a Ti también yo acudo, y me atrevo a implorarte a pesar del peso de mis pecados. ¡Oh Madre del Verbo!, no desatiendas mis súplicas, antes bien acógelas benignamente». Amén
Padre Alfredo.
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