Yo creo que no son pocos quienes hayan atravesado por diversas situaciones de crisis graves de esas que obligan a la persona a reasumir la propia vocación purificándola, ya sea la vocación matrimonial, de soltería o de algún tipo de consagración especial a Dios como el sacerdocio, la vida religiosa o la pertenencia a algún instituto secular. Hoy Jeremías nos comparte su experiencia al respecto (Jer 15,10,16-21). El profeta, contemplando el duro momento que vive, se atreve a interpelar y a pedir cuentas a Dios. Ha puesto su vida al servicio del Señor para que el pueblo se convierta y no encuentra en derredor de él más que una jauría de acusadores que le miran con desprecio y lo maldicen (Jer 15,11). Esta fidelidad le ha obligado a renunciar a muchas cosas (Jer 15,17); ¿por qué Dios no recompensa mejor al que se ha entregado totalmente a Él y se encuentra solo por amar su vocación? (Jer 15,16). La duda invade el alma del que se sabe llamado por Dios para una tarea especial: ¿será Dios, acaso, un espejismo de aguas que no existen? (Jer 15,18). Sólo la conversión a Dios, la confianza ciega en su misterio (Jer 15,19-20) pueden poner fin a ese estado de incertidumbre del profeta. Poner fin a la duda negando a Dios o rompiendo los compromisos contraídos con Él no es digno del que ha sido llamado por Dios; aceptar, por el contrario, vivir en la duda y tratar incansablemente de penetrar en el misterio de la vocación es la única posibilidad de éxito, en este aspecto, abierta al hombre.
Comprometerse en el camino vocacional, es lanzarse a una aventura. Para seguir el llamado de Dios hace falta no tener seguridades confortables por la posesión de los bienes terrestres o por el éxito obtenido. Muchas veces, ser fiel a la vocación que Dios nos ha dado, puede significar muchas incomodidades, la falta de recursos, enormes privaciones, incomprensiones y hasta ataques de quienes menos se espera. La vocación no aumenta muchas veces la popularidad del llamado y a veces menos entre los que le ven de cerca: «¡Ay de mí, madre mía! ¿Por qué me engendraste para que fuera objeto de pleitos y discordias en todo el país? A nadie debo dinero, ni me lo deben a mí, y sin embargo, todos me maldicen» (Jer 15,10). Esto es como si Jeremías hubiera dicho: «no le caigo bien a nadie, no le atino a nada, he fracasado». Pero Jeremías, en lugar se cerrarse en su dolorosa e incomprensible situación, escucha al Señor que le brinda su respuesta de amor animándolo a seguir adelante en su vocación: «Yo haré que cambies de actitud... seguirás a mi servicio... seguirá siendo mi profeta... ellos cambiarán su actitud para contigo... te convertiré en una poderosa muralla de bronce... yo estaré a tu lado... te libraré de las manos de los perversos... te rescataré» (cf. Jer 15,16-21). ¡Hay que tomarse la vocación en serio! ¡Hay que tomarse la llamada de Dios en serio!¡sobre todo cuando uno está cansado o hasta molesto de tanto luchar por perseverar!
Todos los llamados somos discípulos–misioneros de Jesús, quien también sintió en su carne las dudas y desengaños, los fracasos y las crisis, las persecuciones y las violencias. Su conciencia de que ser boca de Dios significa estar dispuesto a compartir la historia y la suerte de Dios lo hace solidario con el Padre y con los hermanos que sufren. En esta solidaridad halló la fuerza para ser fiel a su vocación de «Misionero del Padre». Todo cristiano ha recibido una vocación, una llamada que exige una respuesta como la del Señor Jesús, por eso todo cristiano, si lo es verdaderamente, experimentará dificultades, sabiendo que puede decir que no. Pero la actitud de Jesús, fiel hasta la muerte, es el incentivo que nos hace vivir de acuerdo con la vocación que hemos recibido. El valor de la perseverancia y fidelidad en la vocación es como el gozo que nos describe el Evangelio de hoy (Mt 13,44-46), la alegría de aquél que, habiendo encontrado un tesoro, se vuelve loco de contento, vuelve a casa y vende todos sus bienes, incluso los malvende, para poder comprar el campo en cuestión. Los vecinos piensan que se ha vuelto loco, sospechan que quizá está siendo chantajeado por alguien y necesita dinero, o que tal vez lo haya perdido todo en una casa de juego; lo critican y tal vez hasta le ponen obstáculos. Pero aquel hombre sabe muy bien a dónde quiere llegar, y no le importa lo que digan de él ni lo que le hagan. No le impresionan las palabras ni los juicios de los demás, porque sabe que el tesoro que ha encontrado vale más que todo cuanto tenía, porque ese tesoro, le dará la posibilidad de repartir todo eso, a muchos más. La vocación es también la perla fina y no basta dar con ella al azar, cultivando su campo... Vale la pena «buscarla», como hace un coleccionista en pos de una pieza rara que falta a su colección. Hoy muchos, paralizados por tantas cosas adversas, no se lanzan a buscar el tesoro o la perla y se quedan mirando o criticando. Que María, llamada también por Dios, la mujer que vivió su misión con alegría en medio del dolor y de las dificultades que todos conocemos, Ella, que supo valorar el tesoro y la perla fina, nos ayude a luchar para defender nuestra vocación sabiendo que, como a Ella y como a Jeremías, el Señor no nos dejará. ¡Bendiciones en este miércoles para todos!
Padre Alfredo.
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