No puedo mentir, la verdad no es martes cuando escribo esto sino lunes, lunes por la tarde y lunes de larga espera. Mi vuelo a Madrid, para montarme luego en el avión que me llevará de la madre patria a la ciudad eterna, está con un retraso de más de dos horas. Eso me viene bien para aprovechar estas horitas y elaborar mi pequeña contribución par que juntos sigamos creciendo y profundizando en nuestra fe gracias a la Palabra de Dios que cada día, la Iglesia nos va dosificando en las lecturas diarias de la celebración de la Santa Misa. Tengo ya en el aeropuerto de CDMX dos horas, me acabo de topar con la hermana Sandra, que va en el mismo vuelo que yo a Madrid para seguir ella a Dublín y de unos meses continuar a su nuevo destino: mi amadísima Sierra Leona. ¡Dichosa ella! Bueno, pero dichosos todos, porque cada uno vamos entregando nuestra vida en el lugar en donde Dios nos va poniendo conforme se deja ver su divina voluntad. Las personas en este inmenso aeropuerto van y vienen y las generaciones se entremezclan entre modas, colores de piel, lenguas y una inmensa diversidad de todo tipo mientras yo pienso en la firme promesa de Jesús que nos asegura el querer de Dios: «Yo estoy con ustedes cada día...» (Mt 28,20). En la primera lectura de este martes seguimos con Ezequiel y como él, nosotros también hemos de comer, digerir y asimilar la voluntad divina (Ez 2,8-3,4), que solo se revela a través de personas, cosas, acontecimientos y situaciones que vamos viviendo; no habrá palabra de Dios sino allí donde se dé, al mismo tiempo la palabra y la acción del hombre.
Desde siempre, Dios ha corrido el gran riesgo —al fin nadie es tan intrépido como Él que dejó su cielo para salvarnos— al querer que su Palabra no se halle más que donde ya se encuentra la palabra del hombre. Y lo ha logrado plenamente en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre que estuvo tan unido e identificado con la voluntad del Padre, que su Palabra —y en sí todo su ser— no ha sido más que Palabra y revelación de Dios y de su infinita misericordia. Como Ezequiel y los demás profetas del Antiguo Testamento, pero en mayor medida, el Señor Jesús tuvo que poner por obra todo lo aprendido entre los hombres desde pequeño para pronunciar, como «Palabra del Padre» lo que el mismo Dios quería decir a su pueblo. Hoy, como todos sabemos, esa Palabra de Dios ha perdido fuerza en gran parte de la sociedad, que se ha acostumbrado a oír y atender no palabras, sino ruidos que no son propiamente el lenguaje original del hombre, sino fruto de lo causado por no escuchar y entonces esa Palabra de Dios ha tenido la humildad de contentarse con revelar lo que debe revelar con la alegría del Evangelio a un mundo casi sordo y atiborrado de ruidos terribles.
Dios no dispone de un superlenguaje reservado a algunos iniciados, sino que está dentro del lenguaje del hombre y de las comunicaciones que este lenguaje establece entre los seres y este es el lenguaje que debe seguirse escuchando. Pero esa Palabra de Dios, que va siempre envuelta en la misericordia, sólo podrá ser escuchada —aunque nos sea por mucha gente— si se consigue interiorizarla, compartirla y transfigurarla en oración personal y comunitaria, porque la Palabra es fuente de conversión cotidiana y, al igual que le ocurrió a Ezequiel, a Jesús y al indeciso san Agustín, también a nosotros nos dice la Voz interior: «Tolle, lege...!» («¡Toma y lee!»). Tomar el libro, frecuentarlo asiduamente y escuchar cómo habla Dios en él cada día, no consiste tan solo en conocer un texto, sino, según la hermosa expresión del profeta Ezequiel, en «comer la Palabra» (Ez 3, 1), hacerla propia, hacerse una sola cosa con ella, hasta el momento en que, al fin, esa Palabra nos arrastre del todo y nos moldee para hacernos «una copia fiel de Jesús», como decía la beata María Inés. Un estado al que tal vez no llegaremos del todo y que hemos de perseguir constantemente con la inocencia de un niño pequeño como nos recuerda hoy Jesús (Mt 18,1-5.10.12-14). Por eso la Palabra debe llegar sin cesar a nosotros para que aprendamos a vivir en ella como María, que es la primera que vive a la escucha de esa Palabra para pronunciarla en nombre de su Hijo Jesús. ¡Bendecido martes a todos!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario