«Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios». Las palabras finales de la primera lectura de hoy (Jer 30,1-2.12-15.18-22) caen como anillo al dedo para quienes en medio de este mundo de aparente desolación por vivir en un ambiente que cada vez más y más parece alejarse de Dios. Jeremías nos recuerda que somos pertenencia de Dios y que Él no nos abandonará. En la lectura de hoy hay como una queja dolorosa en boca de Dios ante los «falsos amantes» de la humanidad, que la abandonan a la primera dificultad y la dejan a la deriva: «Todos tus amantes te han olvidado y ya no preguntan por ti» (Jer 30,14). Estos «amantes» son los ídolos que el mismo pueblo se ha creado y que, en este fragmento del libro, que encabeza el «Libro de la Consolación», dan pie a que Jeremías, inspirado por Dios, ponga en su boca palabras de restauración (Jer 30, 18-24). Todo Israel —las doce tribus— regresará desde el exilio a la tierra que según la promesa le corresponde; las ciudades serán reconstruidas; todos volverán a dar gracias y a alegrarse por la experiencia de bendición de Yahvé en ellos y en sus descendientes: tendrán un soberano, que será uno de entre ellos y estará muy cerca de Yahvé y, finalmente volverá la situación ideal en la que ellos serán el pueblo de Dios y él será su Dios.
El discípulo–misionero, en su vocación de profeta, recibida desde el bautismo, está llamado a saber encontrar en medio del mundo, a primera vista devastado por la invasión de tantos ídolos, aquellos signos de esperanza que están escondidos en la situación de la sociedad seducida por el mal y a confirmar a los demás cristianos en esta esperanza activa que los haga comprometerse en las tareas de extender a todos los hombres el anuncio de la salvación y la conciencia de ser hijos del Padre Celestial, que hace caer la lluvia sobre bueno y malos (Mt 5,45), impulsándonos a permanecer comprometidos en una actividad apostólica de acuerdo con el plan del Señor, porque, el plan de Dios, a pesar de todo lo que se vea a nuestro alrededor, es un plan de salvación. Dios misericordioso, el Dios que ha hecho una alianza perpetua con nosotros en su Hijo Jesús, sigue amando a su pueblo a pesar de sus infidelidades y sigue haciendo actual su mensaje de restauración: «Yo cambiaré la suerte del pueblo... la ciudad será reedificada sobre sus propias ruinas... se escucharán himnos de alabanza y los cantos de un pueblo que se alegra». Nosotros pertenecemos a ese nuevo pueblo que se alegra de que nuestro Dios es el Dios de la misericordia y de la restauración. En nuestra propia persona, en nuestra comunidad o en la Iglesia, podemos estar viviendo situaciones que parecen «heridas incurables». Pero escuchamos la voz de Dios que nos dice: «yo cambiaré las cosas... los multiplicaré... ustedes serán mi pueblo». Así, en el corazón de quien se sabe amado por Dios, no cabe el pesimismo. Incluso del mal quiere Dios que saquemos bien. Estas situaciones de dolor o de deterioro nos pueden servir para madurar en la fe y para ser más humildes, pero, para eso, hay que depositar toda nuestra confianza en el mismo Dios.
La vida nos da golpes, verdaderos trancazos a veces, situaciones que nos ayudan a madurar. Como a Pedro en el Evangelio de hoy, en este pasaje que solamente aparece en el Evangelio de San Mateo (Mt 14,22-36). No está mal que, alguna vez, cuando nos estamos hundiendo nos salga espontánea, y con angustia, una oración tan breve como la suya: «¡Sálvame, Señor!» (Mt 14,30). La Fe, en su pureza rigurosa, debe llegar hasta ese salto a lo desconocido. Lo que le faltó a Pedro fue una fe perseverante. Empezó bien, pero luego empezó a calcular sus fuerzas y los peligros del viento y del agua, y se hundió. Por eso, ante nuestra poca fe, seguramente Jesús nos podrá reprochar también a nosotros: «¡Hombre de poca fe! ¿por qué dudaste?» (Mt 14,31) y seguiremos aprendiendo día a día a arriesgarnos a pesar del viento y de las olas que desestabilizan nuestra vida, pero convencidos de que la fuerza y el éxito están en Jesús, no en nuestras técnicas y talentos y exclamaremos como los que iban en la barca: «Verdaderamente tú eres Hijo de Dios» (Mt 14,33). El Señor nos sigue amando y en la Eucaristía al entregarnos su Cuerpo y al derramar su Sangre para el perdón de nuestros pecados nos invita a aprovechar el tiempo de gracia que nos da para que seamos una digna morada suya, como lo fue su Madre Santísima, como son los santos, que vivieron siempre de fe. Entonces es cuando realmente se puede proclamar el nombre del Señor, el nombre del «Hijo de Dios», para alcanzar la salvación de todos no sólo con sus palabras, sino con el testimonio de nuestras vidas, que vamos en la misma barca con Él. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la dulce Morenita del Tepeyac a quien hoy como cada martes me toca visitar, la gracia de saber confiar en el amor de Dios, no sólo para sentirnos amados y perdonados, sino comprometidos en la construcción del Reino de Dios entre nosotros. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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