lunes, 13 de agosto de 2018

«Dios provee»... Un pequeño pensamiento para hoy

A partir de hoy y durante dos semanas —las mismas que estaré en Roma, pues esta noche salgo para allá a dar una tanda de Ejercicios Espirituales a hermanas Misioneras Clarisas que misionan en Rusia y en algunas otras partes— estaremos encontrándonos, en la primera lectura de la Misa diaria, con el profeta Ezequiel en el contexto en que se vivía en su tiempo. La catástrofe del año 586 a. De C., acontecimiento que punteó un antes y un después en la historia del pueblo de Dios por la destrucción de Jerusalén y con ello de toda la vida institucional judía, dejándoles sin rey, ni Templo, ni culto, marcando por eso un viraje decisivo para el pueblo elegido, y las profecías de Ezequiel, avisaron de la destrucción inminente de Jerusalén. Su nombre, Ezequiel (en hebreo Yejez·qé'l), significa Dios Fortalece. Dios lo llamó al cargo de profeta, y ejerció este oficio entre los desterrados durante 22 años, es decir, hasta el año 570 a. De C.; su misión consistió principalmente en combatir la idolatría, la corrupción por las malas costumbres, y las ideas erróneas acerca del pronto regreso a Jerusalén. Para consolarlos pinta el Profeta, con los más vivos y bellos colores, las esperanzas de la salud mesiánica, el sueño de un Estado sustituido por una «comunidad espiritual» despojada de toda posibilidad política. Sus profecías descuellan por la riqueza de alegorías, imágenes y acciones simbólicas de tal manera, que San Jerónimo las llamó «mar de la palabra divina» y «laberinto de los secretos de Dios». 

La lectura de hoy (Ez 1,2-5,24-28) nos sitúa al comienzo del libro, presentándonos su vocación, precedida por una gran teofanía, que prepara el relato. La narración intenta traducir la inefable experiencia de la presencia divina, que el profeta ha tenido, recurriendo a imágenes y formas teológicas tradicionales, pero queriendo, además, salvaguardar la trascendencia divina. Por eso utiliza las palabras «semejante», «como», «una especie de», etc. Encima de los seres animados, que representan a la vez la superioridad del hombre y la majestad y fuerza del reino animal: hombre, león, toro y águila (Ez 1,10), se levanta el firmamento (Ez 1,22), y encima del firmamento —como sobre una plataforma— una especie de trono (Ez 1,26) donde está Dios o, más exactamente, su gloria. Ahora bien: los deportados saben con certeza que Dios está «también» presente en medio de los exiliados, en una tierra extraña: Dios no ha abandona a los exiliados, porque Dios no está atado a un lugar, a una tierra concreta, o a un templo determinado. Dios trasciende todos estos lugares, está presente en medio de los hombres, estén donde estén y sean los que sean. Dios se mezcla en la vida cotidiana de los hombres de todo tiempo y lugar, pro eso Cristo, al encarnarse, va a llegar hasta ese compartir totalmente la vida humana hasta en las situaciones como las que nos narra el Evangelio de hoy (Mt 17,22-27). 

El pequeño episodio del relato evangélico de este lunes nos recuerda, por una parte, cómo Jesús se encarnó totalmente en su pueblo, siguiendo sus costumbres y normas, acompañando a su gente en todo. Como cuando fue circuncidado o presentado por sus padres en el Templo, pagando la ofrenda de los pobres o cumpliendo con las obligaciones de todo ciudadano de su tiempo: «paga por mí y por ti», le dice a Pedro. Dios se «sumerge» de lleno en nuestra vida, en nuestro mundo, en nuestra sociedad y siempre, manifestándose en su «Divina Providencia», está al tanto y nos da lo necesario en el instante preciso en que lo necesitamos. Cristo —en el contexto del hecho que solo se encuentra en el Evangelio de hoy— quiere evitar una ruptura que exacerbe los conflictos con la autoridad religiosa de su tiempo no solamente para Él, sino para los suyos. Por eso señala, providencialmente, un camino para poder cumplir con la obligación de pagar el impuesto al Templo que todo judío habría de dar. Invita a Pedro a confiar en esa «Divina Providencia» mediante la práctica de su oficio de pescador. El pez encontrado por Pedro es don gratuito de Dios que le posibilita pagar por sí mismo y por Jesús, ligándolo de esa forma más íntimamente con Él. Es el Padre, en definitiva, quien ha proporcionado lo necesario para pagar el mencionado impuesto. Esta acción capacita al discípulo para poder vivir esa libertad en medio de las obligaciones, opresiones y sufrimiento de este mundo y exigirá de Pedro realizar el mismo camino de Jesús hacia la Pascua. El Apóstol habrá de entender que la muerte de Cristo —anunciada por el mismo Jesús al inicio de este episodio—, es el tributo que Él pagará para rescatarnos del pecado y de la muerte y hacernos, junto con Él, hijos de Dios; de tal forma que en adelante ya nadie habrá de vivir para sí mismo, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó. ¡Que tengamos un día maravilloso, bendecido por Dios! 

Padre Alfredo. 

P.D. Debido a que estaré impartiendo Ejercicios Espirituales hasta el sábado 25, lo más seguro es que, por esto y por el cambio de horario, el pequeño pensamiento —que espero algún día llegue a ser «pequeño» en espacio (literalmente), estará apareciendo desfasado. ¡Me encomiendo a sus oraciones y encomiendo a las ejercitantes!

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