Estos dos últimos días, 4 y 5 de agosto, al recordar mi ordenación sacerdotal y la celebración de mi primera misa, me han asaltado una gran cantidad de sentimientos y pensamientos; recuerdos buenos y malos; momentos de este largo pasado, pero, no puedo negar que los que más han resonado en mi corazón, han sido los sentimientos de gratitud. Gratitud hacia Dios, que aún conociendo cómo soy, se arriesgó a llamarme, gratitud a mis padres, a mi hermano Eduardo, a mis demás familiares y amigos, a mi familia misionera y gratitud —por qué ocultarlo— por haber podido responder —aunque no como hubiera querido— a tan inmerecida e inmensa gracia de ser sacerdote en el Sacerdocio de Cristo en la Iglesia Católica. ¿Qué cómo celebré?, ésta es la pregunta que me han hecho algunos, y debo responder diciendo como acostumbro a responder para otros asuntos: «¡cómo Dios quiere!» Y es que, si repaso año con año la celebración del aniversario de mi ordenación, me voy a topar con que la cosa va desde grandes festejos sorpresa hasta los años en los que nadie sabe y el día pasa como uno de tantos más por fuera, pero con un fiestononón en el corazón que se va ensanchando cada vez más y más. Este año agradezco de modo especial y de todo corazón al padre Abundio y a sus sobrinas por los deliciosos momentos en la cena que en su casa me prepararon y que hicieron que cerrara el día con broche de oro. El sábado 4 celebré la Misa de la mañana evocando aquellos momentos en la Basílica de Guadalupe de Monterrey y el 5 agradecí a Dios reviviendo el gozo e mi cantamisa en mi querida comunidad del Rosario allá en Villa Universidad, a donde volé en espíritu en cada una de las 4 misas que me tocó presidir.
Hoy es día de la «Transfiguración del Señor» y hace 29 años celebré en un día como hoy la primera vez en el Convento e nuestras hermanas Misioneras Clarisas en el mismo lugar en donde había conocido a la beata María Inés y en donde desde chico asistía una que otra vez a la Eucaristía por alguna quinceañera con el padre Galván presidiendo y las voces angelicales de las hermanas acompañando al profesor Hernández al órgano. Nunca olvidaré aquella Misa en la que la Madre teresa Botello consagraba mi sacerdocio a la Virgen Santísima y le pedía al Señor que me dejara «transfigurar» para ser otro Cristo en la plenitud sacerdotal. Así como recuerdo aquella emotiva ceremonia, quiero recordar, junto con ustedes, aquel momento glorioso en que tres discípulos tuvieron ocasión de ver al Señor resplandeciente, momento que ellos ya nunca más olvidarían, como lo atestigua San Pedro, ya muy anciano, en la segunda carta de hoy: «Nosotros escuchamos esta voz, venida del cielo, mientras estábamos con el Señor en el monte santo» (2 Pe 1,16-19). Este año a fines de enero, presidí la Misa en el Monte Tabor, en ese mismo sitio en donde aquello ocurrió. Allí el hecho de la Transfiguración del Señor dejó algo más luminoso mi pobre corazón y lo llenó, como al de los Apóstoles, de una inmensa alegría, que nadie me podrá robar.
Reviviendo aquel encuentro glorioso de Jesús con sus tres Apóstoles, en medio de nuestra conflictiva e incierta historia humana, en este nuestro mundo tan complicado, con las preocupaciones que a veces tanto nos hacen sufrir, en los problemas cotidianos, en una sociedad tan a menudo enemistada, en el seno de una Iglesia que ha de pedir perdón para purificar su memoria histórica, entendemos mejor que hay que navegar por la vida con una esperanza renovada, «aunque sea de noche», como decía san Juan de la Cruz. Porque la tentación que nos llega es la misma de los Apóstoles y que el Evangelio de hoy nos recuerda: «Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres tiendas...» (Mc 9,2-10). En los Museos Vaticanos —a donde de novicio tantas veces fui acompañando visitas— está la última pintura que dejó el famoso pintor Rafael y que es precisamente «La Transfiguración» (en italiano, La trasfigurazione), que fue realizada entre 1517 y 1520. Esta obra quedó inconclusa, se cree que fue completada por su alumno Giulio Romano poco después de la muerte de Rafael en ese mismo año. Yo se que mi vida, seguramente como la de todos —creo yo— quedará inconclusa, como «La Transfiguración» y que otros habrán de continuar la tarea. Los Apóstoles se fascinaron ante aquella escena, pero debieron continuar la vida que dejaron inconclusa y que hoy, reviviendo aquellos momentos, acentúan en nosotros con su intercesión el gozo de la fe, la alegría de sabernos salvados y amados por Jesucristo y nos invitan a abrazar con Él la cruz que nos llevará a la resurrección. Es un día para que, con María, en un huequito de su corazón, busquemos momentos de oración, de contemplación, de Eucaristía bien preparada y bien participada, porque esa misma gloria de Dios, aunque escondida, está presente en ella. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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