miércoles, 8 de agosto de 2018

«La grandeza de la fe»... Un pequeño pensamiento para hoy


Charles Péguy, (1873- 1914), filósofo, poeta y ensayista francés, es considerado uno de los principales escritores católicos modernos. Él decía: «Todos juntos llegamos al cielo y no los unos sin los otros». ¡Cuánta razón! No vamos por la vida pensando nada más en nosotros mismos, en nuestra salvación y ya, como si fuéramos islas. La beata María Inés decía: «Si no es para salvar almas, no vale la pena vivir». Los caminos de Dios para su pueblo siguen siendo caminos de salvación y reconstrucción para todos. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad», dirá san Pablo a Timoteo (1 Tim 2,4). Caminando entre luces y sombras, los discípulos–misioneros debemos ponernos humildemente ante el Señor para dejarnos interrogar sobre las responsabilidades que tenemos en relación con el mundo que nos rodea, con los males de nuestro tiempo, con la indiferencia religiosa que nos invade, con la pérdida del sentido trascendente de la vida, con la atmósfera de secularismo que se respira, con el relativismo ético, con la ideología de género y demás. ¿Qué parte de responsabilidad debemos reconocer frente a la desbordante irreligiosidad, por no haber manifestado el genuino rostro de Dios, a causa de los defectos de nuestra vida religiosa, moral y social como creyentes? Leyendo hoy a Jeremías (Jer 31,1-7), nos damos cuenta de que no está hoy el mundo mucho peor que en tiempos del profeta. Y aquello tuvo solución, porque Dios seguía amando a su pueblo como lo ama hoy, pero hace falta que alguien suba hoy a la azotea y grite, con el profeta: «¡Es de día!». E invite a todos animándolos y retándoles exclamando a fuerte voz: «¡Levántense y marchemos al Señor nuestro Dios... griten de alegría... el Señor ha salvado a su pueblo!».

Dios jamás se olvida de los suyos aunque «los suyos» no se hayan portado tan bien que digamos. Él nos amó aún antes de crearnos sabiendo cómo éramos; Él nos llamó a la vida no para condenarnos, sino para darnos la salvación eterna. Muchos creyentes, a lo largo e los años de la Historia de Salvación, hemos vivido lejos del Señor a causa de nuestros pecados; y a pesar de que la vida se nos ha complicado y vuelto ingrata, el Señor siempre quiere que volvamos a Él para trabajar al servicio del Evangelio. Dios quiere restaurarnos no solamente como personas, sino como comunidad, pues su amor por nosotros es amor eterno y no como una nube mañanera, ni como un espejismo engañoso en el desierto. Dios nos ama a todos y ese amor eterno que Dios nos tiene y que no puede quedar encerrado en nosotros, se nos ha manifestado de manera muy particular en Cristo Jesús que nos ama, nos llama para estar con Él y nos envía (Mc 3,13). El Señor nos ha enviado a proclamar esta Buena Noticia hasta el último rincón de la tierra, hasta las islas más remotas, pues Él quiere reunir de nuevo a los hijos dispersos por el pecado. Él quiere que haya un sólo rebaño y un sólo Pastor. Desde que se consumó el Misterio Pascual de Cristo no podemos continuar viviendo como esclavos del pecado, pues el Señor nos rescató de la mano del poderoso para que nuestros pasos se encaminen hacia la Patria eterna, para gozar eternamente de los bienes del Señor, donde ya no habrá ni llanto, ni luto, ni dolor, sino alegría, gozo y paz eternamente.

El Evangelio de hoy nos recuerda que la fe no es patrimonio de unos cuantos, ni tampoco es propiedad de los que se creen buenos o de los que lo han sido, que tienen esta etiqueta social o eclesial. La acción de Dios precede a la acción de la Iglesia y el Espíritu Santo actúa también en personas de las que no hubiéramos sospechado que nos traerían un mensaje de parte de Dios, una solicitud a favor de los más necesitados, como es el caso de la mujer cananea en una escena breve, pero significativa. La fe de esta mujer nos interpela «a los que somos de casa» y que, por eso mismo, a lo mejor estamos tan instalados, tan satisfechos y tan autosuficientes en la Iglesia, que olvidamos a la humildad en nuestra actitud ante Dios y los demás. Tal vez, la oración de tantas personas alejadas, que no saben rezar litúrgicamente, pero que rezan desde la hondura de su ser, le es más agradable a Dios que nuestros cantos y plegarias, si son rutinarios y de dientes para afuera. El relato pone de manifiesto algo que nos es siempre necesario si queremos llevar la Buena Nueva a todos... la fe de esta mujer no en la invocación de Jesús como hijo de David, sino en la humilde insistencia con que ella pide la ayuda de Jesús; humilde, sobre todo, porque reconoce que no tiene ningún derecho inmediato a esta ayuda ya que ella es pagana y sabe muy bien que, como en toda casa de familia, «no se debe alimentar a los perritos a costa de los hijos». Ella ha comprendido que Jesús no es un «milagrero» o «curandero» cualquiera que obra individualmente a favor de uno solo olvidando a los demás, sino el ministro de un designio de Dios que interesa a todo el pueblo. Pongamos nuestra vida en manos de Dios y dejémonos conducir por su Espíritu Santo, tanto para vivir el Evangelio como para proclamar el Nombre de nuestro Dios y Padre al mundo entero para que todos conozcan y amen a nuestro Dios. ¡Bendecido miércoles especialmente con un recuerdo al celebrar la Eucaristía con las hermanas Misioneras Clarisas de Monterrey en una visita relámpago a la Sultana del Norte!

Padre Alfredo.

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