Nuestra vida como discípulos–misioneros del Señor Jesús está marcada por la presencia ardiente de la misericordia de Dios que nos sostiene. Y, también, por la asistencia discreta de los santos, hermanos y hermanas «mayores» y probados en la fe, que han recorrido nuestro mismo andar en las cosas pequeñas de cada día, aunque sus biografías se queden enredadas muchas veces en hechos extraordinarios de sus vidas que ocuparon, al juntarlos una semana o menos de un mes —y no creo que exagere o les falte al respeto—. San Pablo, a quien reconocemos como un santo de los que más nos dejan ver su vida en sus cartas, cuenta hoy en la primera lectura de la Misa a los tesalonicenses, como es su vida ordinaria: «Cuando estuve entre ustedes, supe ganarme la vida y no dependí de nadie para comer; antes bien, de día y de noche trabajé hasta agotarme para no serles gravoso. Y no porque no tuviera yo derecho a pedirles el sustento, sino para darles un ejemplo que imitar» (2 Tes 3,6-10.16-18). Los santos son hombres y mujeres que han sufrido nuestras mismas penalidades y que, luego de correr la carrera por este mundo (1 Cor 9,24-27; Flp 2,16; Flp 3,24; Hb 12,1; 2 Tim 4,7) de una manera «heroica» viven ya para siempre con Dios. Eso lo podemos ver con claridad en santos como los que hemos celebrado ayer y antier: Santa Mónica y san Agustín, y en la vida de quien hoy celebramos su martirio: San Juan Bautista.
Todos hemos llegado a este mundo por un designio maravilloso de Dios, somos, como dijo la beata María Inés Teresa: «un pensamiento de Dios, un latido de su corazón». Nuestra vida está marcada por el amor de elección de Dios desde antes de nacer. Hoy nos toca recordar la entrega de la vida de Juan, que murió proclamando la Verdad y preparando el camino para que llegara el Reino de Dios en Jesucristo. Vivir por Cristo, con él y en él no es fácil. A muchos les ha costado hasta la fama; otros han sido hasta expulsados de su entorno; a Juan esa fidelidad a la tarea encomendada por Dios le costó la cárcel, y poco después la cabeza. Su audacia, sin embargo, no cayó en vano. El mismo Cristo lo reconoció ante todos como el más grande de los profetas (Lc 7,28). Todos conocemos el relato bíblico del martirio de Juan el Bautista. Según se nos narra, Herodes quedó tan satisfecho del baile, que prometió darle a Salomé, su hijastra, lo que quisiera y ésta, aconsejada por su madre, la inicua Herodías, pidió la cabeza de Juan el Bautista. «El rey se puso muy triste, pero debido a su juramento y a los convidados, no quiso desairar a la joven, y enseguida mandó a un verdugo que trajera la cabeza de Juan. El verdugo fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una charola, se la entregó a la joven y ella se la entregó a su madre», nos cuenta el evangelio de Marcos (6, 26-28).
Los Evangelios no mencionan el lugar donde fue degollado Juan el Bautista, pero por un escritor judío, Flavio Josefo —quien también nos aporta el nombre de Salomé— sabemos que fue en la fortaleza de Maqueronte, la infame fortaleza del Rey Herodes donde estuvo prisionero sobre la margen oriental del impresionante Mar Muerto. Maqueronte aunaba fortaleza y casa de placer al tetrarca Herodes Antipas, le ofrecía la oportunidad de atender a un doble objeto: vigilar sus fronteras, amenazadas por Aretas —rey de los nabateos y padre de la legítima esposa de Herodes— y darle solaz para sus largas horas de pequeño rey desocupado y amigo de fiestas y diversiones. De aquí su detenerse preferentemente muchas temporadas en este alcázar. El generoso abastecimiento, la alegre compañía, acomodada a sus caprichos, y los gustos que podía permitirse, convertían la aridez del desierto en amena y divertida morada. Los descubrimientos arqueológicos realizados en esta fortaleza, muestran una coincidencia asombrosa con los datos evangélicos de este sitio en el que el Bautista culminó abruptamente su tarea en esta tierra. Los santos, al igual que nosotros, viven vidas impredecibles. ¡Quién iba a decir que Herodías se iba a molestar tanto por la denuncia que Juan hiciera de su condición de adultera! En todo caso lo que se hubiera esperado es que el Rey mismo mandara matar a Juan, pero al reyezuelo le gustaba cómo hablaba Juan, pero, dejándose llevar por su ilegítima mujer, terminó siendo cómplice de un infame asesinato. El pecado viene siempre en cadena: del adulterio al crimen, al asesinato de un santo. Pero, en la historia de la gracia, la mirada sobrenatural leerá siempre, a través de la flaqueza y perversión de los sucesos humanos, la intención de Dios, que saca de ellos la maravilla de un santo, la corona de un mártir como Juan. Ese es el mismo valor que necesitamos hoy para enfrentar la maldad envuelta en los placeres del mundo. Pidámosle a María Santísima ese arrojo que tuvieron los santos para estar convencidos de la Verdad, de esa Verdad que es la que nos hará libres. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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