Cada amanecer tiene en nuestras vidas algo nuevo, y, para mí, hoy tiene la novedad de despertar de este lado del charco luego de un viaje de más de 10 horas desde Madrid. Pienso en el planeta que habitamos y del cual, en la mitad de este año, he recorrido, por la gracia de Dios algunos kilómetros. Pienso en la tierra, siempre resplandeciente de Aquel que le dio su esplendor; he cruzado esta vez los Alpes, el océano Atlántico, los Estados Unidos, el golfo de México y llegué en un abrupto aterrizaje que hizo suspirar y gritar a algunos a esta tierra azteca... todo es un signo parlante del amor de Dios. Desde los inmensos cacharros alados que surcan los aires uno entra en una comunicación muy especial con el «Invisible» desde todo nuestro ser, alma y cuerpo. Parece como si al volar, el Señor repitiera, desde los más altos lugares de vistas privilegiadas, de nueva cuenta las mismas palabras que dirige al profeta Ezequiel en la lectura de hoy (Ez 43,1-7): «Hijo de hombre, este es el lugar de mi trono, el lugar donde pongo las plantas de mis pies. Aquí habitaré para siempre con los hijos de Israel». Y sí, desde siempre y para siempre nos han enseñado —y así lo experimentamos los creyentes— que Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Cierto que para Ezequiel es muy importante, en el relato de este capítulo, el aspecto externo: el templo. Pero éste es un buen principio para todos, porque siempre necesitamos de estructuras externas, aunque nuestro culto a Dios no tenga toda la plenitud en un templo material, sino en la adoración en «espíritu y verdad» (Jn 4 24).
Con el espíritu que Dios infunde y con el corazón nuevo que aceptamos de él, podemos captar que la gloria de Dios, de este Dios que contemplamos en el cielo, en la tierra y en todo lugar, entra en el Templo «por la puerta oriental» para mostrarnos a nosotros que Ezequiel profetiza sobre Cristo, Jesús, «el sol que nace de lo alto», que nos visita por la gran misericordia de Dios, palabras que san Lucas en los labios de Zacarías, en el bellísimo himno del Benedictus (Lc 1,68-79) que toda esta semana gocé en las angelicales voces de las Misioneras Clarisas en la Capilla de Garampi al recitar los laudes cada mañana. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, nos dice lo mismo que su Padre señala a Israel: «yo estaré con ustedes todos los días hasta el final del mundo» (Mt 28,19-20). Nuestro Templo y nuestra Luz es el Señor Jesús, en quien creemos, a quien seguimos, «en quien nos movemos, existimos y somos» (Hch 17,28), y a quien en la celebración de cada Eucaristía recibimos, primero, como Palabra viviente de Dios y, luego como Pan y Vino, alimento para nuestra vida, que se celebra siempre alrededor de todo el mundo haciéndonos a Cristo presente aquí y allá.
Cuando uno viaja y más si esto implica un cambio de cultura, como África, Europa o el medio oriente (no conozco Asia ni Oceanía) ve gente de todas clases y condiciones, de todo nivel, rango y jerarquía. Porque a pesar de las clases business y priority de las líneas aereas, todos somos hijos de Dios —aunque unos no lo sepan o no lo quieran admitir— y vamos en el mismo chirimbolo y bajo la total y completa dependencia de Dios, como lo estamos siempre en tierra. El único maestro, para todos, y el único dueño de todo lo que vemos y recorremos es Jesús mismo, los demás somos «hermanos», iguales. De hecho, en toda la faz de la tierra es solamente Jesús quien puede revelar al hombre el amor y la elección del Padre por cada uno. En el mundo de hoy, en el que muchos, muchísimos creyentes y no creyentes vamos de un lado a otro como nunca antes se había visto, ser cristiano de nombre, de palabra, de pensamiento, es muy poca cosa. Puede servir a los demás, si no miran e imitan nuestra conducta; como sucedía con muchos escribas y fariseos (Mt 23,1-12), pero supone un fracaso personal. Nosotros, como cristianos, hemos de optar por la vida en sencillez, humildad, servicio, amistad, amabilidad... En este mundo y a estas alturas, Jesús nos habla claramente y nos pone los ejemplos de esos escribas y fariseos que buscaban justificar el uso de correas más anchas y vistosas para atar sus filacterias, cajitas de cuero llamativas que contenían extractos de la Ley, correas extravagantes en la frente y el brazo izquierdo, borlas cosidas a los bordes del manto y puestas como recordatorio de la alianza llamando la atención en una interpretación muy literal de pasajes del Antiguo testamento (Ex 13,9 y Dt 6,8), aunque seguramente no todos serían así, porque siempre hay gente buena. Que mensaje tan maravilloso para darnos cuenta que la vida es esto que he mencionado: sencillez, humildad, servicio, amistad, amabilidad... y cosas por el estilo. ¡Cómo alabaría Cristo a su Padre si hiciera en avión estos viajes que nosotros hacemos hoy! ¡Cómo atravesaría los cielos y los mares, las tierras áridas y las montañas lejanas de su natal Israel para encontrar al sediento, al hambriento, al que busca justicia, al que anhela libertad! Y claro, si su Madre se encaminó presurosa a ver a su parienta Isabel... ¡Qué no haría ahora! Hoy es sábado, la recuerdo con cariño y me pongo en especial bajo su cuidado y protección y me alisto para la Misa de 8 empezando el día. ¡Feliz sabadito!
Padre Alfredo.
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