lunes, 27 de agosto de 2018

«Familia de Dios y familia de sangre»... Un pequeño pensamiento para hoy


Dicen los estudiosos de la Biblia que las dos cartas de san Pablo a los Tesalonicenses son las primeras epístolas escritas por él, hacia el año 51... y al mismo tiempo los primeros textos del Nuevo Testamento. En esta fecha, veinte años después de la muerte de Jesús, las vivencias en torno a Cristo eran divulgadas oralmente, pero no habían sido aún redactadas tal como las conocemos actualmente con certeza de que son inspiradas por Dios como autor principal. Hoy lunes empezamos la lectura de la segunda carta que el Apóstol de las Gentes dirigió a los fieles de Tesalónica (2 Tes 1,1-5.11-12). Pablo conoce la creciente constancia en la fe de aquellas primeras familias creyentes que, como dicen otras partes del Nuevo Testamento, se convertían a la fe y vivían plenamente su compromiso bautismal desde los padres y abuelos, hasta los más pequeños, que juntos eran bautizados y crecían en el amor mutuo y en la caridad (Hch 16,15; 16,33; 18,8; 1Cor 1,16); para infundirles ánimo san Pablo les dice que siente el deber de dar gracias a Dios por esa bendición y, a la vez, el orgullo de verlos perseverar. ¡Qué esperanza tan grande se veía ayer en el rostro del Santo Padre que, como san Pablo, camina como heraldo de la Buena Nueva en medio de un mundo que se debate entre el bien y el mal desde aquella horrible situación que se dio en la primera familia que habitó la tierra con la muerte del primer ser humano, Abel, en manos de su hermano Caín! Todos recordamos aquella trágica escena que se da en el seno de la primera familia de la humanidad, que nos deja ver que el odio, la envidia y los celos lo carcomen todo (Gn 4,1-7; Hb 11,4). 

Sancho Panza, en el Quijote, decía que: «Cada uno es como Dios lo hizo, y un poco peor», pero sabemos que Cristo viene y nos llena de esperanza para ser un poco mejores que ayer. El Papa Francisco, como Pablo, entiende que la persecución y la perseverancia son una prueba del justo juicio de Dios, que quiere hacerlos dignos de su reino (2 Tes 1,5), y esa persecución es la que vive hoy la familia de Dios y la familia de sangre. Pero, lo que importa a todo apóstol, en todos los tiempos y lugares, es que la fe y la vida cristiana no se debiliten ante las dificultades que los rodean y que en ocasiones pueden venir, incomprensiblemente, de la familia o de la misma Iglesia. El Papa Francisco dijo ayer que «Dios quiere que cada familia sea un faro que irradie la alegría de su amor en el mundo»... ¡y cuánto la necesitamos! «Nadie dice que esto sea fácil» dijo el Papa, afirmando: «Ustedes lo saben mejor que yo». Mientras que el mundo tiende a exagerar lo más grande posible lo negativo que en la familia de Dios —la Iglesia— y en la institución familiar tradicional — fruto de la unión matrimonial del hombre y de la mujer— pueda existir, el Papa, entonando en Irlanda ayer desde temprana hora un gran mea culpa en el que enumera todos los errores de la Iglesia católica, invocó la misericordia de Dios y se mostró esperanzado en la familia, en la familia de Dios y en la familia de sangre, para transformar el mundo. 

Ayer, en Irlanda, el Papa Francisco exclamó: «El matrimonio cristiano y la vida familiar manifiestan toda su belleza y atractivo si están anclados en el amor de Dios, que nos creó a su imagen, para que podamos darle gloria como iconos de su amor y de su santidad en el mundo. Padres y madres, abuelos y abuelas, hijos y nietos: todos llamados a encontrar la plenitud del amor en la familia. La gracia de Dios nos ayuda todos los días a vivir con un solo corazón y una sola alma. ¡También las suegras y las nueras!» El Papa asegura que las familias ofrecen los mejores antídotos contra el odio, los prejuicios y la venganza que envenenan las vidas de las personas y de las comunidades, ya que «las familias generan paz, porque enseñan el amor, la aceptación y el perdón. El Evangelio de hoy (Mt 23,13-22) nos presenta a un Jesús triste e indignado. Un Jesús que explota en su tristeza con una exclamación que en griego «Quai!» (¡Ay!), no significa una maldición, sino que expresa más bien un profundo dolor, una indignación, una amenaza profética. Nadie puede ni debe cerrar a los hombres el Reino de los cielos. Con las personas normales, por débiles y pecadoras que sean, Jesús no se suele mostrar tan duro. Pero sí, con los guían al pueblo. Los que tenemos alguna responsabilidad en la vida de la familia o en el campo de la educación o en la comunidad eclesial (Sacerdotes, padres, madres, religiosos, maestros...), tenemos una gran obligación de dar ejemplo a los demás, de no hacer divisiones entre lo que enseñamos y lo que hacemos, de no ser exigentes con los demás y tolerantes con nosotros mismos, de no ser como los hipócritas, que presentan por fuera una fachada, pero por dentro son otra cosa. Las acusaciones de Jesús nos las hemos de aplicar a nosotros que debemos buscar la gloria de Dios en la familia de Dios y en cada familia de sangre, si perdemos el tiempo en inútiles discusiones de palabras, en estar criticando, en sumergirnos en la desesperanza de la queja, si dejamos que se mate el espíritu con una casuística y condenación exagerada no habrá más que hacer. Aunque mi reflexión ya es de por sí bastante larga, quiero terminar con la oración que el Papa pronunció allá en ese hermoso país que Dios, hace tiempo, me concedió conocer y palpar en el la vida eclesial que tiene sed de ser lo que los católicos debemos ser: «Dios, Padre nuestro, somos hermanos y hermanas en Jesús, tu Hijo, una familia, en el Espíritu de tu amor. Bendícenos con la alegría del amor. Haznos pacientes y bondadosos, amables y generosos, acogedores de aquellos que tienen necesidad. Ayúdanos a vivir tu perdón y tu paz. Protege a todas las familias con tu cuidado amoroso, Especialmente a aquellos por los que ahora te pedimos: («Pensemos especialmente en todas las queridas familias», pidió el Papa). Incrementa nuestra fe, fortalece nuestra esperanza, protégenos con tu amor, haz que seamos siempre agradecidos por el regalo de la vida que compartimos. Te lo pedimos, por Jesucristo nuestro Señor, Amén. María, madre y guía, ruega por nosotros. San José, padre y protector, ruega por nosotros. San Joaquín y Santa Ana, rueguen por nosotros. San Luis y Santa Celia Martin, rueguen por nosotros». ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

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