«Voy a poner mi ley en lo más profundo de su mente y voy a grabarla en sus corazones… todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor de todos, cuando yo les perdone sus culpas y olvide para siempre sus pecados» (Jer 31,31-34). ¡Cómo me recuerdan estas brillantes palabras del libro del profeta Jeremías al corazón misionero de la beata María Inés Teresa cuando exclama: «¡Que todos te conozcan y te amen es la única recompensa que quiero!» La beata sabe, al igual que Jeremías y tantas almas que sintonizan en esos anhelos misioneros, que estas ansias, al realizarse, serán como un himno triunfal, aun sabiendo, también como el profeta, que lo vislumbra en medio de uno de los momentos más oscuros de su vida y de su historia; en el caso de la beata en medio de una época marcada por la persecución religiosa en México, que había causado estragos terribles y cuando recién había pasado la Segunda Guerra Mundial y ella ha embarcado a las primeras misioneras que llegarán a esas playas de la gentilidad en oriente. En todo el capítulo 31 de Jeremías, 15 veces se menciona que Dios hará algo por su pueblo y eso hace al discípulo–misionero ver al mundo más de cerca, sumergido como casi siempre en guerras, divisiones, contiendas inexplicables y atorado en ideas absurdas. Los hombres y las mujeres de fe saben que a pesar de tanta ceguera y esa extrema vaciedad de amor que se percibe y se arrastra como consecuencia del pecado original.
Dios ama al mundo con amor eterno y en eso no hay nada, absolutamente nada que objetar. Dios nos ama no por algo bueno que vea en nosotros, sino por lo que Él es: «Dios es Amor» (1 Jn 4,8). ¡Si Él cambiara de opinión mañana, estaríamos perdidos! Quien se sabe amado por Dios —como Madre Inés, como Jeremías, como tú y yo— vive agradecido con Dios y anhela que las naciones todas experimenten ese amor que ha quedado grabado en el corazón de cada hombre y no sobre unas frías tablas de una ley externa que no penetra en el ser y quehacer de cada día. El meollo de la profecía de Jeremías está en ese pacto de amor que Dios establecerá con su pueblo perdonando sus pecados que son, en definitiva, una falta de respuesta al amor que brota de la bondad y misericordia de nuestro Dios. Este pasaje será captado en toda su extensión en el Nuevo Testamento (Hb 8,8-12; 10,16-17) apuntando a la Iglesia, que ha de ser «misionera». Dios abarca a la humanidad entera con amor misericordioso gracias a la acción de su Hijo Unigénito que alcanza a todos por la acción de su Iglesia, «misionera por naturaleza» (AG 1), pues, como dice el Papa Benedicto: «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él» (Homilía en la Misa por la imposición del palio y entrega del anillo del pescador en el solemne inicio de su ministerio petrino como obispo de Roma en la plaza de San Pedro el domingo 24 de abril de 2005). ¡Vivimos en estado permanente de misión hasta que todos conozcan y amen al Señor! Por eso, como también dice Madre Inés: «Si no es para salvar almas, no vale la pena vivir».
Lo que Dios quiere «edificar» gracias a esta Iglesia misionera cimentada en Pedro y los demás Apóstoles de su Hijo Jesús, es una «comunidad» de hombres y mujeres que tienen algo en común y que se reúnen para festejar lo que tienen en común para vivirlo. El último Concilio definió la Iglesia como «misionera por naturaleza» (AG 1). Pedro, como nos recuerda el Evangelio hoy (Mt 16,13-23) recibe un papel de responsabilidad en ese Pueblo para que todos conozcan y amen al Señor. El nombre de «Roca» como lo usaba nadie como nombre propio en aquella época, ni en el mundo judío, ni en el mundo greco-romano. ¡Fue una idea de Jesús para edificar! En la basílica de San Pedro en el Vaticano, alrededor de lsu impresionante cúpula, por dentro, en la parte de arriba están escritas en latín las palabras centrales del evangelio de hoy: «Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam» (Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia). Pedro se presenta ante Jesús, sobre todo, como un hombre agraciado con el don de la fe. Sobre este don reposa el sentido del ministerio misionero del Papa y de todo discípulo–misionero en la comunidad. Sin esa fe, la autoridad y el servicio no pasarían de ser una mera dominación o presunción. Porque la tarea que Cristo deja, revelando el amor del Padre, no es un privilegio de Pedro; está ofrecida a todos, pero sólo los «sencillos» como él, que no forma parte de la élite de los sabios y entendidos que se encierran en su egoísmo del saber, están en disposición de recibirla y eso lo recordábamos un grupo de sacerdotes y un obispo precisamente en aquel lugar de la Galilea, donde Pedro hizo esta confesión. Con razón María es siempre el modelo de la iglesia misionera, con razón como Ella tenemos que encaminarnos «presurosos». La Virgen ora por nuestra «conversión» para que, como dice su Hijo Jesús, podamos «confirmar» en la fe a los hermanos (Lc 22,31s). ¡Bendecido jueves junto a Jesús Eucaristía! Yo voy de regreso, Dios mediante dentro de un rato, a mi «selva de cemento».
Padre Alfredo.
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