El otro día comentaba un poco de como empieza a forjarse «un pequeño pensamiento...» cada día. Cada día esto que comparto es fruto de mi reflexión personal al ver las lecturas que la liturgia de la Palabra nos va presentando. Algunos dicen que es una homilía o un sermón, otros lo clasifican como un artículo o una meditación... yo no se que sea, porque lo único que puedo decir es que se trata de una reflexión en torno a la Palabra de Dios que va, de mi corazón, al tuyo que lees esto. No se cuanto tardas en leer mis mal hilvanadas líneas, si a la primera quede claro lo que expreso o tengas que volver a leer, lo que si veo es que mientras tú lees en unos minutos, yo tardo a veces hasta cuatro horas en que llegue completo al papel, porque el proceso empieza desde que veo las lecturas, las asimilo, las digiero, las rumio y buscando aquí y allá completo lo que quiero expresar según siento que Dios me lleva. Pero, ¿por qué empiezo hoy la reflexión así? No lo se, tal vez porque en estos últimos meses en que he estado preparando los temas de los Ejercicios Espirituales para este año, me doy cuenta de que no es fácil poner por escrito lo que anida en el corazón y, a veces, escribo y tacho, borro, corrijo, vuelvo a empezar y aquello ya no se parece al original. En algunas ocasiones el pensamiento queda listo en minutos, otros días, como digo, por lo complicado de las lecturas, de la vida o de mi cerebro y corazón, tarda bastante más. A veces desde una noche antes aquello ya tiene la forma final, pero, hay veces que el tiempo pasa y no se o como empezar o como terminar. Lo cierto es que, como he dicho y diré: que se trata de una reflexión en torno a la Palabra de Dios que va, de mi corazón, al tuyo que lees esto.
Un año reflexiono más en el Evangelio, otro —como este 2018— en la primera lectura y en alguno más el espacio lo ocupará la segunda lectura —cuando la hay— o el salmo responsorial. Estos días me ha cautivado Ezequiel en la primera lectura, este libro lleno de símbolos que permite ver el corazón del profeta, del pueblo elegido y del mismo Dios. Ezequiel es el profeta del cautiverio, del exilio a Babilonia, a donde fue deportado. En su libro —que en estos días estamos leyendo en la primera lectura de la Misa diaria— lleno de esperanza y de consejos, este profeta, de personalidad compleja, busca tener viva la fe del pueblo. En su tiempo Jerusalén estaba en poder de Babilonia. Y fue en ese entonces en donde fue llamado por Dios para que llegara a ser bandera y centinela para la casa rebelde de Israel. Su misión se desarrolla toda en el exilio, entre los desterrados y por eso es un hombre que, anhelando la santidad para él y para el pueblo, en determinados momentos se ve propenso al abatimiento en medio de visiones raras. Fuertemente dotado —por influjo de la literatura oriental de Babilonia— de una vivísima fantasía e imaginación, Ezequiel bien puede verse como un místico como santa Teresa de Ávila o Francisco de Asís, que le da a sus relatos un fuerte temple autobiográfico en cada página del libro. Pero hoy, el profeta no nos deja parábolas o gestos proféticos, sino un diálogo muy vivo entre Dios y nosotros (Ez 18,1-10.13.30-32). El profeta nos recuerda que cada uno es responsable de sus actos y que no nos refugiemos en un falso sentido de culpa colectiva.
En este fragmento del libro del profeta Ezequiel, Dios nos enseña que no podemos cargar sobre los demás lo que es de nuestra incumbencia. Hay, aún en nuestra época y en nuestro mundo globalizado, una cierta manera de insistir sobre el «carácter colectivo» de ciertos comportamientos que sólo es una manera disfrazada de abogar por la «irresponsabilidad» individual. Bien sabemos que no resulta nada agradable ser tenido por «irresponsable». ¡Esto es algo muy serio! Es muy fácil descargarse en los demás: «eso es culpa de Fulano, aquello es falta del sistema, lo que pasa es que es culpa de la sociedad». Se necesita convertirse y tener un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Y eso solamente lo puede alcanzar el que tenga una inocencia de niño (Mt 19,13-15). Instintivamente, los adultos buscamos excusas para nuestros fallos y tendemos a echar la culpa a otros. También ahora nos podríamos refugiar en la culpa que tienen la sociedad, la Iglesia, las instituciones, el mundo en que vivimos, el mal ejemplo de los demás. Y, así, disminuir nuestra responsabilidad personal. Nos viene bien recordar hoy que el reino de los cielos es de los que son como los niños. Cuanto más técnico va siendo nuestro mundo matemático, científico y programático que le echa la culpa de todo a todos, la palabra de Jesús resulta tanto más actual: Cada vez será mas necesario conservar un rincón de infancia en el corazón que nos ayude a ver con claridad nuestra propia responsabilidad, como María, que asume su responsabilidad al haber sido llamada y dice: «Se fijó en la humildad de su sierva» (Lc 1,48). La primera parte del «Magnificat», se caracteriza precisamente por esa responsabilidad que pone a la persona llamada ante Dios. Las partículas «mi» y «me», que se refieren a la persona que canta: «Proclama «mi» alma la grandeza del Señor... se alegra mi espíritu en Dios, «mi» Salvador... desde ahora «me» llamarán dichosa todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho cosas grandes en «mi», hablan de ello. Necesitamos tener personalidad y fuerza de voluntad en este mundo como María. Hoy es sábado dedicado a María. Ella, como Ezequiel y Jesús, nos enseñará a tener personalidad y fuerza de voluntad en este mundo para responder cada uno de nuestros actos. ¡Bendiciones!
Padre Alfredo.
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