jueves, 16 de agosto de 2018

«Hay que abrir los ojos y los oídos el alma»... Un pequeño pensamiento para hoy


Es tan difícil para el hombre de hoy, sumergido en la sociedad agobiante de un mundo cargado de violencia, de competencia malsana, de egoísmo desmedido y de no perdón, entender, en general, que Dios es bueno, misericordioso y capaz de perdonar infinitamente. El mundo de hoy a todo le pone fecha de caducidad... ¡hasta a lo que no se vence! y se cansa de esperar y perdonar. «La palabra de Dios me fue dirigida —dice hoy Ezequiel—: “Hijo de hombre, tú vives en medio de una raza de rebeldes, de gente que tiene ojos para ver y no ven; oídos para oír y no oyen”» (cf. Ez 12, 1-12). Son estas casi las mismas palabras, con las cuales el Señor Jesús condenará en su tiempo la ceguera de sus contemporáneos. (Mt 4,12) Y con las que, después de haber curado a un ciego de nacimiento, subrayará en el Evangelio que los fariseos creen ver claro, pero, de hecho sufren de ceguera espiritual (Jn 9,40). Dios no quiere que seamos ciegos espiritualmente, y nos pone miles de formas para encontrarnos con él, de manera que comprendamos lo que es el perdón y su infinita misericordia para evitar las consecuencias nefastas de nuestros actos de ceguera al no perdonar, al no correr tras la reconciliación, al no querer volver a empezar. Cuando los que rodean a Ezequiel, comprenden lo que el profeta quiere decir y hacia dónde los quiere llevar en el exilio, vendrá el inicio del más hermoso período para Israel. El pueblo se verá obligado a abandonar sus ensueños demasiado humanos y se construirá una nueva comunidad cuya escala de valores no será ya de orden político, sino religioso, una escala que los llevará, como solía decir la Madre Teresa Botello, fiel transmisora de la doctrina Inesiana: «a metas más altas de santidad». 

El profeta Ezequiel, en lectura de hoy nos recuerda que somos peregrinos, emigrantes en un mundo en donde solo necesitamos llevar lo más imprescindible y hemos de preparar lo que ocupamos cada día avanzando de noche. El sentido que le da el profeta a lo que Dios le manifiesta es claro: el pueblo ha de entender que debe cambiar su vida y que la búsqueda de la conversión no debe quedar marginada. Ezequiel espera que la comunidad de creyentes pueda ver y entender; por eso, tanto la acción simbólica como la explicación que le sigue, si bien anuncian realidades funestas para el pueblo, tienden como fin directo hacia una acción positiva, hacia la conversión: «a ver si ven» (Ez 12,3), que aceptando la inminencia de la segunda deportación quieran convertirse. Por eso el profeta ha de hacer todo a la vista de todos, para llamar la atención de todos, sin excluir a ninguno. Ezequiel no se deja llevar ni por el cansancio ni por el desaliento, ni por el qué dirán. En realidad, él lo sabe y está convencido, es Dios mismo el que está detrás de la actividad que realiza como profeta. Es Dios quien le ha mandado hacer todo esto. No solamente no debe abandonar la tarea comenzada, sino que, al contrario, debe insistir en ella para llevar al pueblo a metas altas de esa búsqueda y realización de la voluntad de Dios. Y es que un profeta, un apóstol, un cristiano, espera siempre en la posibilidad de revivir, de volver a empezar, de perdonar el pasado «hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-19, 1) viendo todo con ojos nuevos. No podemos decir nunca que la obstinación, o el endurecimiento, son inconmovibles. Siempre tiene que existir la esperanza de un cambio, de una conversión, de un conocimiento de Dios que lleven a un reconocimiento, a una aceptación, a ver todo con ojos nuevos oyendo con más claridad lo que Dios marca seguir. 

La Misa es la más perfecta acción de gracias que puede ofrecerse a Dios, y a pesar de nuestra poquedad, ofreciendo al Padre el sacrificio del Hijo y uniendo nuestra personal oblación a sus quereres, encontramos allí el mejor momento para pedirle al Señor nos abra los ojos y los oídos para ver y escuchar su voluntad. Acudimos cada ocho días —y diariamente mucho también— al Santo Sacrificio con ánimo agradecido, y le decimos a Dios Padre en unión con Jesucristo: ¡Qué bueno eres, Padre!, ¡Gracias por todo! Ábreme los ojos y los oídos para ver y oír con claridad tu mensaje de salvación, agradeciendo los bienes que contemplo a mi alrededor. Te doy gracias también por esos otros, aun mayores, que tú me das y que tal vez, entre la confusión que causa ver solo con los ojos miopes de este mundo y escuchar con los oídos llenos de la cerilla de aquí y ahora, no alcanzo a ver y a gustar. Déjame mirar a tu Madre, la llena de gracia, la Mujer que supo ver con los ojos de la fe y que escuchó tu mensaje de salvación con oídos de confianza y, perdonando lo que son los otros y lo que soy yo, me lleve ante tu presencia Eucarística y me ayude a decirte: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo el amor y el perdón, toda la misericordia y compasión que me das... ¡Bendecido jueves eucarístico y sacerdotal invitándoles a pedir por las hermanas que aquí en Roma, hacen sus Ejercicios Espirituales acompañadas de un servidor! 

Padre Alfredo.

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