Ya tenemos varios domingos en los cuales la segunda lectura está siendo tomada de la carta de San Pablo a los Efesios. Hoy él se dirige a los miembros de esta comunidad que están recién convertidos del paganismo al cristianismo con algunas expresiones que bien nos viene a nosotros aplicar a nuestra condición personal y comunitaria como discípulos–misioneros de Jesús (Ef 4,17,20-24) y en esto centraré mi «pequeño pensamiento» para hoy. Dirigiéndose con toda franqueza hacia estos hermanos, San Pablo les dice que eran como hombres viejos, corrompidos por deseos seductores, que ahora, al haber abrazado la fe, deben vivir como «hombres nuevos», conscientes de que han sido creados a imagen de Dios, y que su único vestido debe ser la justicia y la santidad verdadera. Este programa de vida que propone san Pablo a los nuevos cristianos de Éfeso es un programa que sigue siendo válido para todos nosotros discípulos–misioneros de Jesús en esta época que nos ha tocado vivir. Justicia y santidad tiene que ser un distintivo de los seguidores de Cristo, justicia y santidad que se traducen en un corazón recto y puro. Los cristianos de ahora debemos aspirar a ser lo que siempre han debido ser los seres humanos: rectos y santos. Justos, es decir rectos en nuestras relaciones sociales y laborales con las demás personas, y santos, amando a Dios y al prójimo sobre todas las cosas. A este «hombre nuevo», revestido de justicia y santidad, es al que debemos aspirar en el día a día, intentando dar muerte en nosotros a tantos deseos seductores que todavía siguen vivos en nuestro hombre viejo y buscando crecer en santidad de vida. «Él les ha enseñado —dice San Pablo— a abandonar su antiguo modo de vivir, ese viejo yo, corrompido por deseos de placer.» (Ef 4, 21-22). Estas palabras del Apóstol de las gentes nos invitan —creo yo— a reconsiderar nuestra conducta, recordando que Jesús nos ha enseñado el camino que hemos de recorrer, nos ha mostrado cuál ha de ser la manera de vivir honestamente en medio de un mundo que pone trampas, que mete zancadillas, que se aprovecha de la bondad de unos y se acomoda a los criterios del menos esfuerzo para sacar el mayor provecho.
Las palabras de Cristo Jesús han perdurado a través de los siglos, han atravesado el espacio y el tiempo hasta llegar a cada uno de nosotros porque Él es el «Pan de vida» que nos invita a creer en Él, como nos recuerda el Evangelio de este domingo (Jn 6,24-35). Hoy, difícilmente habrá un católico practicante que no sepa lo qué es eso de vivir según el mensaje y la doctrina de Cristo. Sin embargo, puede ocurrir que —como se dice vulgarmente— nos entre por un oído y nos salga por el otro y aunque nos digamos —católicos» no lo pongamos en práctica, o que no expresemos con claridad y en cada momento lo que supone ser seguidor de Cristo. Aunque, en el fondo, existe siempre un sentimiento que nos mueve a comportarnos correctamente, quizá de forma casi imperceptible... Lo malo es que muchas veces ese sentimiento, esa intuición, esa voz de nuestra conciencia la ahogamos con otros sentimientos e inclinaciones contaminados por las ideas mundanas de las que ya he hablado y, en lugar de dar paso al «hombre nuevo» hecho según Dios, dejamos que se siga manifestando el hombre viejo y corrompido por las pasiones y el egoísmo. Que bueno que hoy la lectura de San Pablo a los Efesios nos recuerda que debemos comportarnos de manera diferente. Cada uno de nosotros, empezando por mí, debe preguntarse si se nota que somos de Cristo, si se percibe por nuestro modo de ser y obrar que somos alimentados por el «Pan de Vida» y la gente distingue que hay algo diferente en nuestro ser y obrar. Porque algunos, a pesar de haber sido bautizados y de ir a misa, tienen aficiones, pretensiones y conductas que son semejantes a las de quienes nada tienen que ver con Cristo. «Dejen que el Espíritu renueve su mente y revístanse del nuevo yo, creado a imagen de Dios, en la justicia y en la santidad de la verdad» (Ef 4, 23-24), nos sigue diciendo a nosotros el Apóstol, es decir, dejen que Dios actúe en sus vidas, dejen que su bondad los inunde, dejen las manos libres a Dios.
Yo creo que es poco lo que Cristo nos pide para seguirle y hacerlem presente en el mundo. Él sólo quiere, para actuar en nosotros y a través de nosotros, que le secundemos con nuestro «sí» incondicional, con nuestro esfuerzo de cada día. Y si dejamos el paso libre a Dios, el hombre viejo se oscurecerá para que resurja el «hombre nuevo», creado a imagen de Dios, en justicia y santidad verdaderas. La participación plena, consciente y activa en la celebración de la Eucaristía dominical nos ayuda a ello. Es una primicia de eternidad. Es la Comunión —la común unión— con Cristo y con los que creen en Cristo. Es camino seguro de vida eterna. Por eso debemos meditar hoy en el «Pan de Vida», el sacramento del Altar. Sinceramente, merece la pena, porque es el Pan que sostiene nuestro diario vivir. Yo hoy celebro 29 años de que presidí la celebración de la Eucaristía por primera vez al celebrar mi cantamisa. ¡Cómo recuerdo las palabras de monseñor Juan Esquerda aquel día en la ahora parroquia de Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás, que en aquel entonces era una capilla a medio terminar! Que Ella, la Madre de Dios, cuya vida transcurre entre el gozo y la gloria; entre el dolor y la luz, cuide de mi sacerdocio y de la vida de todos. Como ayer y siempre, les suplico un Avemaría por mí para que me convierta y tenga un corazón justo y santo. Les agradezco que se unan espiritual o presencialmente conmigo en este día en la Eucaristía para escuchar y recibir a Jesús, el «Pan de Vida». ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario