¡Cuántas cosas debe desterrar de la vida quien quiere seguir a Cristo! ¡Cuánto por sacra, como cuando se limpia el closet o un ropero con la intención de no volver a llenarlo con lo mismo! Siguiendo con la lectura de la carta a los Efesios, que varios domingos ha ocupado el espacio de la segunda lectura en Misa, san Pablo, el misionero siempre alegre —«¡Estén siempre alegres en el Señor, se lo repito, estén siempre alegres!» (Flp 4,4)— nos invita a no causarle tristeza al Espíritu Santo (Ef 4,30-5,2) oponiéndose a su acción, dejando que los vicios opaquen la alegría que nos viene del mismo Dios. Viniendo de san Pablo, no sorprende esta especie de reprensión que va dirigida a los cristianos que, en medio de un mundo que parece que rinde culto a la tristeza, deben comportarse según la nueva moral que ha traído Cristo a los creyentes. Pero, ¿puede el hombre entristecer a Dios? No es difícil imaginar —recurriendo al lenguaje humano— que un simple mortal pueda entristecer a Dios, porque hay que tener siempre presente que si Dios nos ama ilimitadamente, su corazón —nuevamente recurriendo al lenguaje humano— se llena de pesar por la poca respuesta de nuestro pobre y mezquino corazón. Esta tristeza es a la que se refiere el Apóstol, la tristeza que puede causar a un padre los hijos que se pelean entre sí, que no se respetan y que le vuelven la espalda cambiando su amor paternal por amores callejeros que siempre tienen fecha de caducidad. El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, por lo tanto, necesariamente, tiene que parecerse a quien le dio vida. La bondad, la comprensión, el perdón y las otras virtudes que posee, vienen de Dios y deben permear la comunidad de creyentes. Una comunidad cristiana que no alegre el corazón de Dios con la práctica de las virtudes entre sí sería una comunidad sin vida, porque no estaría poseída por el Espíritu de Cristo, que es Espíritu de alegría, de paz y de amor (Gal 5,22).
Los consejos que san Pablo da a los Efesios para alegrar a Dios siguen siendo válidos para el creyente de hoy. Vale la pena que este domingo las recordemos literalmente: «Destierren de ustedes la aspereza, la ira, la indignación, los insultos, la maledicencia y toda clase de maldad. Sean buenos y comprensivos, y perdónense unos a los otros, como Dios los perdonó, por medio de Cristo» (Ef 4,31-32). Sin duda de que si dirigimos nuestra mirada a la primera lectura de hoy (1 Re 19,4-8), nos daremos cuenta de que Elías manifestaba esos malos sentimientos de los que habla san Pablo: «aspereza, ira, indignación...» y que el profeta viene a reflejarnos la condición en la que cualquiera de nosotros puede caer por el cansancio o la rutina de la vida. Elías, sintiéndose así, «se recostó y se quedó dormido» y un ángel del Señor lo despertó y lo alentó, le dio pan y un jarro de agua que acabó con la tristeza de su situación. A nosotros es el mismo Dios quien viene y nos alimenta para quitar de nuestro ser aquello que le pudiera causar tristeza incluso a Él mismo.
El pasaje evangélico de hoy (Jn 6,41-52) enriquece nuestra reflexión y nos enseña que Jesús, él mismo y no otra cosa, es «el pan de la vida» que nos alimenta y en cada una de sus palabras y de sus obras al darse como comida para nuestras almas, nos llena de alegría, porque recibimos al mismo Jesús y no sólo las palabras de Jesús. Parafraseando una célebre frase de Pascal, diremos que la fe tiene razones que la razón no conoce. Para entender a Jesús y en Él a Dios Padre y Espíritu Santo, hay que descubrir la verdad de su persona y su afirmación de hoy, encariñándose con Dios llenándolo de alegría con lo que somos y hacemos cada día. Sólo entonces sabremos de verdad quién es Dios y viviremos en plena felicidad sin contristarle. Tal vez atravesamos a veces por momentos —como Elías— en los que nos sentimos como cansados de hacer el bien, o no encontramos sentido a la vida, o nos desanimamos ante la poca eficacia de nuestros esfuerzos, o desconfiamos de que este mundo tenga remedio. Tal vez no llegamos a desearnos la muerte, pero sí sentimos la tentación de «renunciar», de tirar la toalla, porque nos parece insuperable nuestra debilidad, pero en el fondo sabemos que eso entristecería a Dios y no es lo que queremos. Hoy domingo nos alimentamos con el Pan de Vida en la Eucaristía y recobramos lo perdido, por que Jesús, el Hijo de Dios, que además de ser nuestro Maestro, quiere ser también nuestro alimento para el camino. «Yo soy el pan bajado del cielo... el que crea en mí vivirá». No un ángel como a Elías, pero sí el Evangelio de hoy, nos ha dicho en boca de Cristo: «Levántate, toma y come». Si andamos apachurrados por algún desierto particular, buscando sentido a la vida, si nos sentimos sacudidos por la ventolera de tantas ideologías como la de género y muchas otras de moda, si buscamos un maestro que dé respuesta a tantas dudas: ahí tenemos la respuesta de Dios. Cristo Jesús es nuestro Maestro. Escucharle, creer en él, aceptarle como nuestro Guía y Pastor, es el camino para la verdadera felicidad y alegrar el corazón de Dios y de los hermanos. Miremos a María, siempre alegre y dispuesta a contagiar al mundo entero de esa felicidad que agrada a Dios. Ella es la humilde mujer de la sonrisa eterna que nos puede contagiar, en Ella el Señor puso sus complacencias: «Se fijó en la humildad de su sierva». ¡Bendiciones para este domingo XIX del Tiempo Ordinario!
Padre Alfredo.
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