El profeta Jeremías, a quien hemos estado acompañando estos días en la primera lectura de la Misa diaria, y que también tiene mucho que enseñarnos el día de hoy (Jer 26,11-16.24), es figura de Cristo y de todos los profetas que han sido valientes, como Juan el Bautista, Esteban, Pedro y Pablo en la Escritura, y modelo de muchos más que desde su condición de profetas y pastores han dado la vida en el seguimiento de Cristo. Hombres que, desde su condición de enviados de Dios, se enfrentaron lúcidamente contra la terquedad, la frialdad o la malicia de algunos, ya sea dando la vida en el martirio o gastando su vida en el rincón de este mundo en donde les ha tocado vivir, como San Juan María Vianney, el santo que celebramos el día de hoy y que es mejor conocido como «el Santo Cura de Ars», patrono de todos los sacerdotes y de mí de manera muy especial. San Juan María Vianney, como Jeremías, como el Bautista y sobre todo como Jesús, a quien siempre buscó imitar, fue un hombre que, a su estilo, y sobre todo desde el confesionario, elevó su voz en las conciencias, para denunciar las injusticias sociales o la pérdida de valores humanos y cristianos buscando, a la vez, el modo de restituirlos en el corazón arrepentido.
La situación del pastor y del profeta de hoy, en nuestro entorno, probablemente no es tan dramática como la que rodeó a Jeremías, que fue a parar al fondo de un pozo, pero ciertamente que ser pastor y ser profeta en el mundo de hoy no es nada fácil. El verdadero pastor, celebrando Misa, confesando, acompañando al pueblo, visitando a los enfermos, reuniendo a la comunidad y formándola, es un hombre que debe estar dispuesto a todo. Por eso anunció Jesús a los suyos que los llevarían a los tribunales, que los perseguirían, que los matarían... como luego le sucedió a Él. Y, sin embargo, si entrevistáramos a muchos pastores de ayer y de hoy, nos dirían que vale la pena ser coherentes y dar testimonio del mensaje de Jesús en nuestro mundo. El Evangelio de hoy nos narra que Juan Bautista no corrió con la misma suerte de Jeremías (Mt 14,1-12). La intransigencia de Herodes lo condujo inevitablemente a la muerte. El bautista murió como un profeta por denunciar la mala vida del rey y la corte, por llamar a la conversión a sacerdotes, soldados, escribas, fariseos y publicanos y anunciar la inminente ira de Dios y el fin de Israel. Herodes, aunque le tenía algún respeto, cede ante las presiones de su adúltera mujer lo manda asesinar y el grupo de discípulos del Bautista corre a llevarle la noticia a Jesús. La comunidad de discípulos–misioneros de Jesús es muy cercana al grupo de los discípulos de Juan. Jesús y Juan coinciden en muchos puntos en su acción profética. Esto lleva a que Herodes se asuste y entienda la acción de Jesús como una reencarnación de su víctima, por eso lo perseguirá de igual manera.
La historia de la decapitación de Juan el Bautista no parece un plato de buen gusto para amenizar un aniversario, y me refiero al mío, pues hoy doy gracias a Dios por 29 años de vida sacerdotal. Pero, ¿qué puede decirme a estas alturas, después de tantos años la liturgia del día de hoy? Debo entender que, a pesar de mis miserias que son bastante grandes, y de mi vida de pecador que, con resbalones busca alcanzar la santidad, no me debo de cansar a pesar de tantos tropiezos. Y ciertamente que no es que tenga que ir empuñando la espada de la verdad como si fuera su dueño absoluto, pero hoy, como ayer y siempre, mi vida sacerdotal debe dejarse iluminar por la verdad, que desenmascara las sombras, aunque incomode a más de dos. De hecho, la historia de la Iglesia nos deja constancia de que cada vez que los pastores y profetas se arriesgan a adentrarse en los territorios oscuros, lo pagan con su vida, ya sea en el martirio como Juan el Bautista, o con el desgaste de la vida como el Santo Cura de Ars, que pasaba hasta 18 horas en el confesionario —la cajita feliz—, adentrándose en la sombra de las almas para iluminarlas con la radiante luz de la misericordia divina. Parece, según se ve, que no hay otra alternativa: Dar la vida es la única manera de «dar vida». Hoy es sábado, la Virgen María, la Madre de la Palabra de Verdad, la Madre siempre fiel, la Madre que da la vida está a nuestro lado. Yo me ordené sacerdote en la Basílica de Guadalupe de Monterrey y siempre, siempre, he sentido su compañía que día a día, con la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, Santa Teresita del Niño Jesús y San Juan María Vianney, cuida de que el «sí» que aquella tarde pronuncié, siga vivo y fecundo. Con Ella, los santos y todos ustedes, agradezco a Dios por estos años de ministerio sacerdotal en los que he ido experimentando que el Señor enriquece la pobreza y fortalece la fragilidad, recordando que es Él quien me ha elegido (Jn 15,16). Y en esta conciencia me doy cuenta de la gran desproporción entre el don que he recibido y mi condición humana, cosa que me invita a pedir perdón a todos a quienes les he fallado por mi poca entrega y mi pobre testimonio. Hoy llego con esta ofrenda, 29 años después, agradeciendo al Señor que me sabe indigno y me hace digno de servirle en su presencia, pidiéndole que mantenga en mí la fidelidad para cantar su misericordia de la mano de la Virgen María, de los santos y de la Iglesia entera. Que Ella nos ayude a descubrir realmente la misericordia de Jesús en la pequeñez de un humano tan humano como yo, para repartirla hasta dar la vida. ¡Les suplico un Avemaría por mí, primero por mi conversión y luego por mi santificación! Amén.
Padre Alfredo.
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