viernes, 10 de agosto de 2018

«Sólo con el corazón se puede ver bien»... Un pequeño pensamiento para hoy


El Papa Benedicto XVI, en su libro «Dios y el mundo» afirma: «Si el ser humano sólo confía en lo que ven sus ojos, en realidad está ciego porque limita su horizonte de manera que se le escapa precisamente lo esencial. Porque tampoco tiene en cuenta su inteligencia. Las cosas realmente importantes no las ve con los ojos de los sentidos, y en esa medida aún no se apercibe bien de que es capaz de ver más allá de lo directamente perceptible» (Dios y el mundo, p. 16). Esta expresión que también puede encontrarse plasmada en otras palabras en el libro de «El Principito» de Antoine de Saint-Exupéry cuando el zorro exclama: «sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos», nos lleva a una reflexión sobre el verdadero valor de las cosas y su verdadera esencia. Los ojos pueden engañarnos, no así el corazón. El hombre, por su vida interior, es capaz de diferenciar una rosa entre mil y una voz entre muchas. En este sentido, la estas palabras nos invitan a comprender que debemos mirar más allá de las apariencias, a valorar las cosas por aquello que en realidad son, y no por lo que puedan parecer. Hoy celebramos la fiesta de San Lorenzo, un mártir muy popular en España, más que en otras partes y que a pesar de ser lejano en el tiempo (murió en el año 258), su memoria permanece viva en el pueblo cristiano. Su nombre, en particular, está también unido al monasterio de San Lorenzo de El Escorial allá en España, un sitió que visité hace muchos años, cuando aún era yo seminarista. San Lorenzo nos enseña cómo Cristo nos hace «ver» con el corazón el secreto de la verdadera vida, como enseña hoy San Pablo al afirmar que «cada cual dé lo que su corazón le diga y no de mala gana ni por compromiso, pues Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,6-10). 

Eso es lo mismo que intenta enseñar Cristo con la parábola del trigo con la que hoy nos topamos en el Evangelio en un relato más que breve y de lo que habla también abiertamente, para que los Apóstoles no se sientan frustrados en su griega racionalidad: «Quien vive preocupado por su vida, la perderá; en cambio, quien no se aferre excesivamente a ella en este mundo, la conservará para la vida eterna» (Jn12,24-26). ¿Se puede decir algo más claro para indicarnos hacia dónde y qué es lo que deben ver los ojos del corazón? No se produce vida y no se entiende la misma sin ver desde el corazón la propia para poder realizarse; amar es ver con el corazón a Dios que llama y a los hermanos que reclaman nuestra entrega en un darse sin escatimar hasta desaparecer, si es necesario. Solamente la mirada interior, que brota del corazón, libera las capacidades racionales del hombre. La muerte de la que habla Cristo no es un suceso aislado de unos cuantos que se da por aquí o por allá, sino la culminación de un proceso de donación de sí mismo que brota de un corazón que se sabe amado y llamado. La fecundidad de los mártires no depende de la transmisión de una doctrina, sino de una muestra extrema de amor. Ser discípulo–misionero de Cristo significa colaborar en la tarea de Jesús, aun en medio de la hostilidad y persecución haciendo que el corazón palpite al unísono del suyo que da la vida; el que colabora se encuentra, como Jesús, en la esfera de la vida interior para donarse y morar así en el hogar del Padre (Jn 7,34; 8,29). 

El hombre que ve con los ojos del corazón, que son los ojos del alma, posee su vida, su presente, su actuar y es entonces cuando, en cada presente, en el aquí y ahora, puede entregarse del todo. La entrega total en cada momento para el que ama, y se sabe amado por Dios, es el significado de «morir». A éste lo honrará el Padre, como a hijo. La vida es fruto del amor y no brota, ni se mantiene ni se da, si el amor no es pleno e inunda el corazón, si no llega al don total de entregarse por completo. Por eso Cristo afirma que «El que se ama a sí mismo pierde su vida, pero el que ofrece su vida por los demás la salvará» (Mt 16,25). A lo largo de los cuatro primeros siglos de la historia del cristianismo la Iglesia se vio fecundamente abonada con la sangre de los mártires. Algunos de estos mártires, por su valentía ante la muerte o por haber sufrido los peores tormentos adquirieron gran importancia para la comunidad cristiana. San Lorenzo fue uno de ellos. Su posición en la jerarquía en la Iglesia (era el diácono arcediano, o sea la «mano derecha» del Papa), su categoría humana, su talla espiritual de una fe robusta, madura, su gran corazón a favor de los más pobres y necesitados, hicieron de él un auténtico modelo para la cristiandad. Los últimos años del reinado del emperador Valeriano fueron de una situación financiera muy grave, con una inflación muy elevada y unos gastos militares elevadísimos. Había que buscar recursos y pensaron en «los tesoros» de la Iglesia. Así, en el año 258 se desató una nueva persecución dirigida particularmente contra la jerarquía eclesiástica. Esta vez fueron martirizados, entre otros muchos, el papa Sixto II el 6 de agosto y su diácono Lorenzo el 10 de agosto. La historia dice que cuando Lorenzo fue llamado ante el emperador para que llevase todos los tesoros de la Iglesia, el santo se presentó con los más pobres de la ciudad de Roma diciendo: «estos son los tesoros de la Iglesia»; eso causó una gran rabia al emperador que ordenó fuese torturado cruelmente. En este tercer milenio, el testimonio de quienes se dejan conducir por la mirada del corazón, sigue siendo, para todos, un testimonio de actualidad. Así es la mirada del corazón de los santos, así es la mirada del corazón inmaculado de María. Así, como la mirada del Sagrado Corazón de Jesús. Y así puede ser, si queremos, también la nuestra. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

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