La primera realidad litúrgica en el memorial de la celebración del domingo como «Día del Señor» por la parte humana es la asamblea. Es lo primero que los discípulos–misioneros de Cristo realizamos: nos reunimos. Y es también lo primero que los no creyentes observan en nosotros: que los cristianos acudimos a una reunión. En la asamblea empieza ya a realizarse el misterio de la Iglesia, familia de Dios y de la primicia de Cristo con su Espíritu. Lo primero que hacemos al llegar al Templo es esto, reunirnos con otros cristianos a quienes sabemos nuestros hermanos. Uno de los verbos más repetidos en los relatos comunitarios de los primeros cristianos es este de reunirse: «En el día en que eligieron a Matías el número de los reunidos era de unos ciento veinte» (Hch 1,15); el día de Pentecostés «estaban todos reunidos en un mismo lugar» (Hch 2,1); cuando Pedro fue liberado de la cárcel, acudió a una casa, «donde se hallaban reunidos en oración» (Hch 12,12); y al menos cada domingo se convocaba a la asamblea cristiana, como en el episodio de Tróade: «el primer día de la semana, estando nosotroa reunidos para la fracción del pan» (Hch 20,7). San Hipólito de Roma, hacia el año 220, advierte en torno a esta reunión comunitaria dominical: «Nadie de ustedes se muestre perezoso en ir a la reunión de la comunidad, el lugar donde se enseña; todos sean solícitos en ir a la comunidad, lugar donde florece el Espíritu (Tradición Apostólica c. 41). Mientras en Dublín muchas familias acuden hoy a la Eucaristía, por estarse celebrando el «Encuentro Mundial de las Familias» en muchos otros lugares hay familias católicas que por desidia, pereza o confusión, dejarán hoy de asistir a Misa. ¡Qué hermoso nos habla San Pablo hoy de la riqueza de la familia que forma un hombre y una mujer! (Ef 5,21-32).
¿Qué les pasa a muchos de los creyentes de hoy, de familias tradicionalmente católicas a quienes les gana esa flojera, esa dejadez por asistir a la Misa dominical? El libro de Josué, desde la primera lectura del día de hoy nos da una clave que sale de la boca del pueblo creyente: «Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses, porque el Señor es nuestro Dios» (Jos 24,1-2.15-17.18). En la reforma que el Concilio Vaticano II promovió hace ya muchos años —los suficientes como para haberlo asimilado— no solo se afirmó que la «participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas la exige la naturaleza misma de la liturgia», y que «a ella tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, como pueblo sacerdotal» (Sacrosanctum Concilium 14); sino que se decía también que «las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es sacramento de unidad, es decir, pueblo santo congregado» (ibid. 26). Cada domingo, en todas las Iglesias del mundo, el papel de protagonista en la celebración lo tiene la asamblea de los cristianos allí́ congregados. El sacerdote cumple la misión de representar a «Cristo–Cabeza» de esa comunidad, pero sin la participación del pueblo quedaría su ministerio como algo ajeno a la misma. No es solo un acto que el presidente de la celebración realiza y en el cual hay que creer y solo escuchar, sino que es un acto que nos entra por los sentidos y a través del cual creemos implicándonos a todos con nuestro testimonio y nuestra participación. La celebración de la Eucaristía es la fuente y la culminación de la vida cristiana de todos y cada uno de los miembros de la comunidad que se congrega en torno al «Pan de Vida». La Eucaristía —y en especial la del domingo— es el momento en que la vida de fidelidad al Señor, que cada creyente en particular —y todos como comunidad— intenta llevar a cabo cada día, se pone en contacto con la presencia sacramental de la plenitud de este «Pan de Vida» el Cristo del Evangelio, el Cristo que desde su «cátedra» la cátedra del amor, nos enseña. De manera que si la vida cristiana del pastor y de las ovejas no es coherente, tampoco lo será la participación en la asamblea y entonces el Señor no significará nada como alimento del alma y de la vida, será simplemente un adorno, como sucedía para muchos escribas y fariseos (Jn 6,55.60-69). ¡Cuánta gente asiste a Misa solamente como espectador!
Hoy es domingo, nosotros entendemos lo que significa asistir a Misa y comer ese «Pan de Vida» en comunidad, pero... ¿lo entienden los tuyos?, ¿tu familia?, ¿tus amigos?, ¿tus vecinos?, ¿tus compañeros de la escuela y del trabajo?... ¿No será bueno que les platiquemos allá afuera un poco y les compartamos lo que puedan ellos comer de este Pan? Miles y miles de «hojitas dominicales» de muchas parroquias del mundo van a dar a la basura luego de quedarse en las bancas cuando la comunidad vuelve a casa... ¿No será bueno llevarlas y dejarlas por ahí a ver quién come algo de ellas? En el memorial eucarístico cada domingo —y también en la Misa diaria por supuesto— hacemos memoria de Jesús «Pan partido que se da, se parte y se reparte», hacemos memorial de su vida, de su muerte y de su resurrección. Él se nos da en el pan y el vino y se nos entrega a modo de comida para ser como Él y alimentar al mundo carente de ese alimento que sostiene y da fuerza. Al concluir nuestra celebración, en donde nos hemos reunido con los hermanos y con María la Madre del Señor, a la escucha de la Palabra y comiendo el mismo «Pan», somos enviados... ¡Que no salgamos hoy ni nunca de nuestra asamblea con el corazón y las manos vacías! Llevemos el Pan, un poco de ese alimento que nos ha llenado de fuerza y de gozo el corazón, el alma, nuestro ser. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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