sábado, 11 de agosto de 2018

«Cuando es de noche»... Un pequeño pensamiento para hoy


Como sucede con otros de los profetas menores en la Biblia, nada se conoce del profeta Habacuc, excepto por lo que puede ser inferido del libro del que hoy leemos un breve fragmento (Hab 1,12-2,4). Es cierto que él fue un contemporáneo de Jeremías, Ezequiel, Daniel y Sofonías y que el nombre Habacuc quiere decir «el que abraza» y su escrito es un librito de consuelo. Probablemente el consuelo sea el problema más peliagudo con el que se tienen que nos tenemos que enfrentar los seres humanos: es decir, el gran interrogante de por qué Dios permite que sucedan ciertas cosas que no logramos entender y menos asimilar. Como sacerdote puedo decir que es mucha la gente que se acerca con este tema como una pregunta muy actual e importante. Habacuc, en unas cuantas palabras, nos invita a ver el problema con el que tuvo que contender y sobre el cual acabó por averiguar la respuesta, cosa que hizo posible que se convirtiese en consolador y en uno que podía «abrazar» a su pueblo en su sufrimiento, y este es exactamente el mismo problema con el que nos enfrentamos nosotros actualmente. Porque el profeta vivió en un tiempo muy parecido al nuestro, un tiempo en que parecía que todo salía mal. Vivió en una época en la que hubo una gran corrupción que parecía abarcar a la nación entera y causar una gran aflicción. Un tiempo en el que la nación y la tierra estaba llena de violencia, de odio y de estallidos de maldad. Su aflicción se ve reflejada en las primeras frases del libro, así que habrá que leerlo desde el principio (cf. Hab 1,1-4).

El oráculo de Dios que vio Habacuc se puede sentir en algunas de las preguntas que el profeta hace: «¿No eres tú, Señor, desde siempre, mi santo Dios, que no muere?» (Hab 1,12). «Por qué miras en silencio a los traidores y callas cuando el malvado devora al justo?» (Hab 1,13) «¿Vas a permitir que el pueblo caldeo siga llenando sus redes y matando naciones sin piedad?» (Hab 1,17) Parecería que la Ley pierde su poder, y el derecho no prevalece; porque el impío cerca al justo. Pero, en medio de las fragilidades y de las ruinas de la miseria humana; entre las dificultades y los fracasos de los buenos, el hombre y la mujer de fe han considerado siempre a Dios como «el eterno», el fuerte, el santo, el inmortal, el que nunca abandona porque ante todo es «Padre» y entre todos sus atributos prevalece su infinita misericordia. Habacuc nos enseña que ante las acciones de Dios, hay que saber esperar. Con Él, hay que dar el salto a lo desconocido. Cuando algo no ha ocurrido como creíamos que sucedería o según imaginábamos iba a suceder, cuando un suceso nos ha desconcertado y nos deja con los ojos pelones o inundados de lágrimas; cuando uno, se queda, ante Dios, como paralizado porque no entiende nada y se una nueva pregunta sobre lo ocurrido... entonces hay que tener paciencia: el proyecto de Dios «se realizará, pero a su debido tiempo». Mientras tanto hay que caminar de la noche, aunque a veces, esa noche parezca más larga que la del territorio noruego de Svalbard, en donde noche polar civil se produce desde aproximadamente el 12 de noviembre hasta el final de enero.

A nuestro Dios le desespera —por así decir—la enajenación y la oscuridad en que permanecen las mentes de quienes creemos en él, dado que, a pesar de ser larguísima en algunos casos, la noche de la fe no es eterna para el que sabe que Dios existe y confía en él. Eso lo podemos ver hoy cuando Jesús, en el Evangelio (Mt 17,14-20) se da cuenta de que sus discípulos, aunque están con él, no son capaces de percibir la nueva luz que brilla sobre las personas, luz que trae la liberación de las ataduras del mal por más permanente que este parezca. Jesús, definitivamente, no pacta con las aspiraciones violentas o milagreras que estaban presentes en la mentalidad de sus contemporáneos. San Mateo combina en la figura de este muchachito una multitud de datos: está «lunático» o «epiléptico», es decir, tiene períodos en que pierde el control; «sufre terriblemente», es decir, los ataques tienen para él consecuencias muy dolorosas; lo llevan a caer a menudo en el fuego y en el agua. El papá lo ha llevado a los discípulos de Jesús y nada han podido hacer. Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Por qué nosotros no pudimos echar fuera a ese demonio?» Y él les contestó: «Porque les falta fe. Pues yo les aseguro que si ustedes tuvieran fe al menos del tamaño de una semilla de mostaza, podrían decirle a ese monte: “Trasládate de aquí para allá”, y el monte se trasladaría. Entonces nada sería imposible para ustedes» (Mt 17,19-20). Cuando alguna situación difícil parece no cambiar, como sucede en la primera lectura y en el Evangelio de hoy, entendemos que nosotros muchas veces estamos igual que los personajes que aquí aparecen, no nos cansamos de acusar a Dios porque no nos escucha después de haber pedido y no obtener lo que pedimos y le echamos la culpa a él. Ahora, leyendo a Habacuc y a San Mateo, Dios nos echa la culpa a nosotros, por no tener una fe auténtica, una confianza a toda prueba. El camino de la fe es el camino de la felicidad y de la realización plena para entrar al cielo, «aunque sea de noche casi todo el tiempo». Hay que ver a María, cuyo camino de fe es el prototipo del camino de todo creyente. Es el itinerario que dibuja una circunferencia: tiene su punto de partida en la luz misma de Dios, anunciada de parte de él, y vuelve, después de su trayecto a través de la noche de la vida, a la felicidad de la plenitud de la gloria divina. Es sábado, es día especial para dirigir la mirada, la mente y el corazón a ella y copiar, aunque sea un poco, su manera de vivir la fe. ¡Bendiciones!

Padre Alfredo.

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