San Juan Gabriel Perboyre fue el primer santo canonizado de China. Él nació en Puech (Francia) en 1802. Desde temprana edad frecuentaba la iglesia y uno de los sermones que escuchó le impresionó tanto que anheló desde aquel instante ser misionero y sufrir el martirio. Poco después de cumplir quince años, ingresó en la congregación de san Vicente de Paul. En el transcurso del noviciado manifestó una conducta ejemplar; dedicaba todo el tiempo libre al estudio de los textos sagrados, la penitencia y la oración. A partir de 1823 insistió ante sus superiores en el deseo de dedicarse a las misiones de China. En aquel tiempo el territorio de ese país estaba vedado a los sacerdotes cristianos. Aquel que fuera descubierto tenía por delante la cárcel, las torturas y la muerte. Y aunque a Juan Gabriel Perboyre no le arredraba esta perspectiva, sus superiores no le otorgaban el ansiado permiso. Después de cursar brillantemente los estudios de teología, se lo destinó como profesor al seminario de Saint-Flour y a otros menesteres académicos. Doce años tuvo que esperar para ver cumplidos sus deseos. En 1835 partió para Macao. Durante cuatro meses se aplicó al estudio del idioma chino. Tuvo que disfrazarse y vestir a la usanza de los naturales del país; se hizo rapar la cabeza y se dejó crecer la coleta y los bigotes.
Allá en China a Juan Gabriel le destinaron a la misión de Honán. Allí se dedicó preferentemente a la salvación de los niños abandonados; los recogía, los alimentaba y educaba. Viajaba a pie, a veces en lentos carros tirados por bueyes. Muchas veces se quedó sin comer, pasando las noches al descubierto, padeciendo el frío, el viento y la lluvia que lo calaba hasta los huesos; pero siempre con alegría, respirando el aire de la libertad, de la vocación conseguida y realizada, con la sangre ardiendo en el sacrificio y en la fe. Dos años después fue enviado a la provincia de Hupeh, que sería el lugar de su martirio. En 1839 había irrumpido un violento brote de persecución. Por orden del gobernador la misión fue ocupada por las tropas. Los misioneros que lograron escapar anduvieron errantes por los montes y las plantaciones de té y algodón. Deshecho de cansancio, Juan Gabriel Perboyre se detuvo en una choza, ocupada por un chino convertido que lo recibió con amabilidad. Mientras nuestro santo dormía, aquél lo delató a un mandarín, recibiendo en pago treinta monedas de plata. De aquí en más, el padre Perboyre recorrió un itinerario de sufrimientos. Al año de ser capturado se dio fin a su martirio, en la capital, Wuchangfú, ahorcándolo en un madero con forma de cruz, el 11 de septiembre de 1840.
Los santos, como San Juan Gabriel Perboyre, son el ejemplo claro de cómo el Evangelio se puede hacer vida. El día de hoy la Palabra de Dios en el texto evangélico de hoy (Lc 6, 39-42) nos invita a mirar el mundo y a los otros con la misma mirada de Jesús: una mirada de benevolencia, una mirada que ha de ocuparse en hacer el bien y a dejarnos de críticas y comidillas viendo lo que hacen o dejan de hacer los demás. La benevolencia del discípulo–misionero de Cristo no es «ver las cosas de color rosa» o «vivir en un lecho de rosas» creyéndose juez de los demás; es entrega, es desgaste, es darse como los santos y los beatos que en eso nos muestran qué es la bondad. Nuestras razones para ser buenos se arraigan en el ser mismo de Dios, que es bueno, que tiene paciencia, y que, en su gracia, no fallará jamás. El discípulo–misionero se mantiene en la línea del Maestro. El que se tiene por guía —como es todo aquel que sigue a Cristo y lleva su Buena Nueva— debe ser bueno. Solamente quien es bueno, libre y consciente es capaz de guiar a los demás. Pues, mientras la persona siga envuelta por ambiciones, egoísmos y violencias vivirá con la cabeza metida entre un hueco y no será capaz de ser bueno ni consigo mismo ni con los demás, por eso hay que fijarse en la «viga» en el propio ojo que en la paja en el ajeno. Hoy, el Evangelio y el ejemplo de san Juan Gabriel Perboyre nos llaman a hacer un balance de nuestras prácticas, actitudes y mentalidades para ver si somos buenos. Que María Santísima interceda por nosotros para que seamos buenos y no seamos ciegos que guían a otros ciegos. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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